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Recuerdos de “Mamá Carlota”

El templo de San Andrés fue derribado después de haber sido empleado como escenario del segundo embalsamamiento de Maximiliano, para evitar que se volviera un lugar “de culto” al recuerdo del fallido proyecto imperial. Pero, ¿verdaderamente se desvaneció la memoria del archiduque austrohúngaro y de la princesa belga que quisieron volverse mexicanos?

El templo de San Andrés fue derribado después de haber sido empleado como escenario del segundo embalsamamiento de Maximiliano, para evitar que se volviera un lugar “de culto” al recuerdo del fallido proyecto imperial. Pero, ¿verdaderamente se desvaneció la memoria del archiduque austrohúngaro y de la princesa belga que quisieron volverse mexicanos?

Recuerdos de “Mamá Carlota”

Recuerdos de “Mamá Carlota”

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Muy poco tiempo después del fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo, la maquinaria política republicana empezó a trabajar para contrarrestar cualquier rastro de memoria positiva que del Segundo Imperio mexicano quedara. En 1868, al año siguiente de los fusilamientos de Querétaro, circulaba ya la primera novela que tocaba el tema, El Cerro de las Campanas, del escritor Juan A. Mateos, liberal como el que más.

Si bien la temática no era estrictamente el Imperio, sino la resistencia republicana, sí llegaba al 19 de junio de 1867, cuando el archiduque y los generales Miguel Miramón y Tomás Mejía fueron pasados por las armas. La moraleja era clara y contundente: a todos aquellos que atentaran contra el régimen republicano, sólo les esperaba un camino: el paredón.

Pero las novelas eran un modo eficaz de llegar al pueblo, que poco sabía de los vericuetos políticos, pero que era patriota y emocional. Para la élite de la época, la Imprenta del Gobierno, que tenía su sede en los bajos de Palacio Nacional, puso a circular, con el muy llamador título Los traidores pintados por sí mismos, el libro de notas personales de Maximiliano, donde se describía a todos los personajes que le fueron presentados al archiduque en su primer viaje oficial, y que, desde luego, aspiraban a conseguir chamba en la estructura imperial. El atractivo del documento residía en que las notas eran más bien críticas, y en ocasiones duras, para aquellos repentinos súbditos del Imperio y que tenían antecedentes vinculados al conservadurismo o incluso a los gobiernos de Santa Anna.

Tanto la novela de Mateos como el “libro secreto” se vendieron muchísimo. Aun con las contradicciones internas que experimentó, era muy claro que el liberalismo gobernante no tenía una oposición ideológica con peso público. De hecho, el Juárez que gobernó entre 1867 y 1872, año de su muerte, tenía suficiente con las críticas y los ataques que la prensa liberal le administró con generosidad durante todos esos años.

Pero, ¿eso quería decir que la memoria del segundo imperio mexicano se había desvanecido?, ¿era verdad que se había logrado borrar las huellas de Maximiliano y Carlota?

DE ESTAMPAS Y ALEGORÍAS. Unas pocas horas después del fusilamiento de Maximiliano, Mejía y Miramón, comenzó a levantarse el conjunto de elementos gráficos que circularían por muchos lugares de México, prolongando la memoria del Imperio, pese a todos los esfuerzos del gobierno republicano para desacreditar y reducir a su mínima expresión, si no desaparecer, su recuerdo.

En Querétaro, al afamado fotógrafo francés Francois Aubert, no se le permitió fotografiar los fusilamientos. Pero sí pudo presenciarlos, y asomarse, en algún momento, al proceso de embalsamamiento de Maximiliano. Fotografió, eso sí, las ropas del archiduque, con las huellas de los balazos que lo mataron. Convertidas en las populares tarjetas o cartas de visita, equivalentes a nuestras actuales tarjetas de presentación, aquellas imágenes se vendieron por cientos, adjudicándoles un cierto tono de recuerdo sentimental.

Como sí había quien preguntaba por la fotografía del fusilamiento, los trucos técnicos se pusieron a la orden del día: proliferaron los fotomontajes, que recuperaban la imagen del sitio de la ejecución, y se le agregaron diversas fotografías de Maximiliano, Miramón y Mejía. Hoy día, cuando miramos aquellos peculiares productos, es evidente la tosquedad de los procesos de la época, los obvios problemas de perspectiva del escenario reconstruido. Sin embargo, funcionaron para lo que la gente quería: tener un “recuerdo” del emperador muerto.

Se ensayó otra variante: conjuntos de imágenes, a manera de “retablos”:  combinaciones de retratos de Maximiliano, Miramón y Mejía, que a veces incluían la fotografía del paredón en el Cerro de las Campanas, o en ocasiones el retrato de Carlota, quien, si bien era cierto que había dejado México el año anterior a la caída del Imperio, tenía a su favor en el imaginario de los mexicanos el hecho de que había perdido la razón, “se había vuelto loca”, ante la debacle del Imperio, y eso le añadía un extravagante atractivo.

A la par de las fotografías, comenzaron a circular, en el mismo formato de las tarjetas de visita, las alegorías: dibujos bien hechos que solían combinar a los mismos personajes, formando un conjunto más armónico que los fotomontajes. Esas alegorías se centraron en las figuras de Maximiliano y Carlota. Una de las más populares representaba al archiduque, de pie entre las olas de un mar embravecido. Algunas dibujaban a Carlota sentada, copiada de alguna de las muchas fotografías para las que sí posó, subrayando su actitud de ensimismamiento. Muchas de estos dibujos la representaban sola, con el desamparo y el aislamiento de los enfermos mentales, mientras en otro plano, su esposo hacía frente a los vendavales.

Muchas de estas imágenes circularon por el México de la república restaurada, porque, en realidad, el gobierno de Juárez no podía —y probablemente no era su voluntad— perseguir su producción. De las originales fotografías de Aubert se desprendieron docenas de variaciones y combinaciones que, con los años, se fueron volviendo piezas de colección.

Pero, ¿el recuerdo se había desvanecido?

LOS CALENDARIOS HISTÓRICOS. Entre 1869 y 1871, circularon en la Ciudad de México los “Calendarios Históricos de la Princesa Carlota”, cuando muchos opinarían que poco quedaba del Imperio. Pero Carlota había sobrevivido en la memoria popular de manera diferente a su marido. Ella era la protagonista de la pegajosa canción, la “Mamá Carlota”, compuesta por el general y escritor Vicente Riva Palacio, y que se había convertido en un éxito popular, casi tan grande como “Los Cangrejos” de Guillermo Prieto.  Habían pasado dos años de los fusilamientos en Querétaro, tres desde la salida de México de la emperatriz, y la gente mantenía en su memoria los versos de la canción: “Adiós, Mamá Carlota, adiós, mi tierno amor”.

Por eso, los “Calendarios Históricos…” son piezas excepcionales: en 1869 todavía gobierna Juárez; la oposición conservadora, completamente aplastada, apenas tiene fuerza para publicar un periódico, La Voz, que fuera de sus pleitos con la prensa liberal, no hace mucho más, ni tiene poder para ello. ¿Por qué, entonces, aparecen publicaciones que aspiran a narrar, como una historia edificante, la biografía de la emperatriz enloquecida?

Se trataba de pequeños cuadernos con el calendario anual, con efemérides, santoral  y fiestas religiosas, no mucho más. Un almanaque que se vendía en la librería de Blanquel, en la calle del Coliseo —hoy Bolívar—, al lado del Teatro Principal. Un solo ejemplar era cosa accesible: costaba un real. Pero el astuto impresor anunciaba que bien podía, si se le encargaba, producir un millar, que vendería en 65 pesos. Los Calendarios también se vendían por docena y por gruesa. Eso quiere decir que el producto, desde 1869, se vendió bien y que, incluso, se requería para ser trasladado fuera de la capital mexicana.

El agregado que llamaba la atención, es que a lo largo de unas diez páginas, se contaba la vida de Carlota. En 1869, los impresores advirtieron que, en la publicación apenas se narraba la infancia y la juventud de la emperatriz. Pero en 1870 se contaría otra parte de su biografía. La edición de 1870, en efecto, continuó con la historia, pero además, dio noticias del estado de salud de la princesa belga: dan cuenta de una cierta mejoría, pero admiten que aquella mujer, firme y laboriosa que conoció México, no regresará: “Continúa con su razón ya entera, pero sumida en una atonía tristísima. No la persiguen los fantasmas sanguinarios que atormentaban su imaginación…”

¿Qué significaba esto? Que el destino de Carlota sí importaba a una parte de los mexicanos; que su suerte, a los ojos de los productores de los calendarios, estaba vinculada a los movimientos políticos y a los conflictos de la Europa de aquellos años, y, además, que mucha gente conservaba recuerdos de ella, porque las últimas páginas de la publicación se dedicaban a publicar una nota firmada por ella, una carta escrita en algún momento de su vida en México, de una anécdota de ella, ocurrida durante sus viajes por territorio nacional. Terminada la biografía de Carlota, los Calendarios dejaron de publicarse. Pero era una señal, un signo, de que el fantasma de la emperatriz tenía más corporeidad de la que hubieran deseado sus malquerientes mexicanos.