Opinión

René Magritte: Retorno a la infancia. Manzana, sombrero y huevo duro.

René Magritte: Retorno a la infancia. Manzana, sombrero y huevo duro.

René Magritte: Retorno a la infancia. Manzana, sombrero y huevo duro.

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

“El poeta es aquel que sorprende la relación oculta que existe entre las cosas más lejanas, los secretos hilos que las unen. Hay que pulsar aquellos hilos como las cuerdas de un arpa, y producir una resonancia que ponga en movimiento las dos realidades distantes. La imagen es el broche que las une, el broche de luz. Y su poder reside en la alegría de la revelación, pues todo   descubrimiento, produce en   el   hombre   un   estado   de entusiasmo”.

Vicente Huidobro

Al inicio de la década de los cuarenta, era frecuente ver en Nueva York, según el testimonio de Robert Motherwell, a tres o cuatro viejos surrealistas frente a los rascacielos de la Tercera Avenida en busca de objetos maravillosos. Sus rostros, multiplicados por los ángulos espectrales de los vidrios, eran anónimos entre los miles de hombres que llovían desde las ventanas de aquella ciudad en la que todos han andado siempre de prisa.

Un hallazgo entre las antigüedades era una oportunidad nueva para el asombro. Agotar lo insulso de las cosas, despojarlas de su uso original e insertarlas en un plano imaginario era cuestionar al elitismo artístico y al «buen gusto». Europa, mientras tanto, devoraba a sus hijos. Los enfrentaba una vez más al tráfago militar y a la miseria humana. Se había disuelto aquella época en la que cambiar al mundo significaba regresar a los hombres a un estado de ensueño y de inocencia infantil.

Ya en el primer manifiesto surrealista, fechado en 1924, André Breton exponía:

“Si [al hombre] le queda un poco de lucidez, no tiene más remedio que dirigir la vista hacia atrás, hacia su infancia, que siempre le parecerá maravillosa, por mucho que los cuidados de los educadores la hayan destrozado. En la infancia, la ausencia de toda norma conocida ofrece al hombre la perspectiva de múltiples vidas vividas al mismo tiempo; el hombre hace suya esta ilusión; sólo le interesa la facilidad momentánea que todas las cosas ofrecen”.

“Para que mi madre no deshabitara mi memoria, decidí ser un niño toda mi vida”.

René Magritte

Régine Bertinchamps llevaba doce días encerrada en su habitación. Su marido, Leopold Magritte había echado llave a la puerta para ponerla a salvo de sí misma después de varios intentos de suicidio.

Al otro lado de la ciudad, un reportero construía una bicicleta con partes recolectadas de los basureros, y un inmigrante inauguraba con «vuelo de pez» la primera piscina pública.

Tres años atrás, Leopold había lanzado al río todos los cuchillos que había en su casa. Conservó en su bolsillo izquierdo una navaja que le había obsequiado un marinero de Normandía y que llevaba envuelta en una hoja de calendario.

René Magritte, hijo de Leopold, era un niño que jugaba a esconderse para ver pintar a un anciano que copiaba paisajes en el cementerio del pueblo.

Por las tardes, René colocaba una escalerilla sobre la fachada de su vivienda para entrar por la ventana con el propósito de alimentar a su madre. Manzana y un huevo duro todos los días. A veces conseguía naranjas agrias. En ocasiones llevaba queso, pan y vino.

El 12 de marzo de 1912, el reportero viajaba en su bicicleta a pedido de la policía. El nadador japonés había encontrado un cuerpo de mujer, con el rostro cubierto por un camisón, flotando por el río.

En el pie izquierdo del cadáver, el oficial Lambert Gaunaissï colocó una etiqueta de cartón con la leyenda: «no identificada». Más tarde, el cuerpo fue trasladado a la morgue. Una enfermera anciana aseguró que se trataba de la esposa de Leopold, el comerciante de telas conocido como “señor cara de manzana”.

René Magritte, Homenaje a Mack Sennett, 1937.

“El surrealismo se volvió nuestro más vasto museo imaginario, ya que no se limitó al arte. Allí, el hombre de este siglo, conversa con imágenes literalmente arrancadas a todas las creencias abolidas. El hombre no quiere, en lo sucesivo, relacionar todas esas imágenes de origen místico o religioso más que consigo mismo, con su poder poético fundamental secundado por alguna oscura complejidad de la naturaleza”.

Jean StarobisnskI

René Magritte, El Asesino Amenazado, 1927

Magritte aspiraba a introducir planteamientos por encima de presentar soluciones. Pintaba a modo de bromas o juegos mentales testimonios del deslumbramiento.

La sombra de los objetos en los cuadros de Magritte no reproduce las ausencias de luz sobre lo que observa, representa las contradicciones internas del pintor. La paleta de Magritte, podríamos decir, es tan emocional como la de Van Gogh, que inventaba tonalidades para reflejarse en el lienzo.

Los «buenos cuadros» convierten el mal en bien, lo perfecto es imperfecto en ellos —o viceversa según sea el caso—, porque avivan en el espectador ese fuego que incendia toda regla, todo principio y los obliga a crear, o bien, a recordar.

Magritte pintó “El asesino amenazado” orillado por su fanatismo hacia la serie “Fantômas”. Las portadas macabras de estas historietas de bajo costo encontraron la manera de amalgamarse en una obra de humor negrísimo, que si bien homenajeaba al personaje de la película de Louis Feuillade (1913), exhibía parte de la experiencia aterradora del propio René al revelarnos la atmósfera de la tarde en la que el cuerpo de Régine (que yace en el diván como figura central —Magritte afirmaba que era su auténtico homenaje al Dr. Freud—) fue reconocido en la morgue. Leopold aparece en la pintura como el hombre que escucha música, pues luego del episodio que marcaría definitivamente a la familia, dejó de hablar por cinco años y su única rutina consistía en trabajar, llegar a casa y escuchar ópera.

Al fondo, en la ventana, se aprecian tres figuras masculinas, que son en realidad René Magritte y sus dos hermanos. Afuera, dos hombres custodian la habitación, como si fuesen a atrapar a un asesino, pero tienen un doble valor: a la izquierda, el japonés (con una macana pues fue quien pidió ayuda a la policía); a la derecha, el periodista (que tiene en sus manos una red de pescar con la que rescataron los restos de la madre de Magritte; —también alude a que Magritte siempre calificó a los periodistas como “una red de sucios murmuradores dedicados a ganar dinero a costa de pescar peces gordos o peces inocentes”). Ellos están situados a los costados de la puerta porque toda tragedia es motivo de curiosidad y escarnio.

Mircea Eliade escribe que el simbolismo del cielo en las creaciones de Magritte tiene un aspecto menos abstracto y más cosmogónico. El azul celeste es el velo con el cual se cubre el rostro la divinidad para no observar el horror cotidiano. Las nubes son sus vestiduras. La luz es el óleo con que unge su cuerpo inmenso. Las estrellas son sus ojos y las montañas son enormes piezas de ajedrez detrás de las cuales se oculta.

Magritte fue un pintor literario que propuso una solución poética para los objetos. En una ocasión afirmó que él era “un hombre que pensaba y que comunicaba su pensamiento a través de la pintura al igual que otros lo hacían al escribir música o palabras”. Su obra recoge lo esencial y cobra un nuevo sentido frente a la enfermedad de la avidez mediópata de nuestro tiempo, en el que la verdad se desplaza a un segundo término frente a la apariencia, ahora que simular es la única forma de vivir.