Opinión

Requiem para una revolución extinta. Primera Parte

Requiem para una revolución extinta. Primera Parte

Requiem para una revolución extinta. Primera Parte

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Cuando se llevó a cabo la Revolución Cubana yo era una niña. Tengo razón de su existencia en el momento que mi mamá y yo veíamos en la televisión las exequias del presidente John F. Kennedy y ambas llorábamos a moco tendido. Entonces mi papá nos habló de la invasión norteamericana encabezada por cubanos exiliados, apostados en Bahía de Cochinos y su necesidad de derrocar el régimen de Fidel Castro y formar un gobierno provisional. La acción abortó porque las milicias y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba (FAR) impidieron la deposición. Mi padre, que había pertenecido durante la Guerra Civil Española al Partido Comunista, no era ya comunista, pero sí un hombre liberal, de espíritu socialista. En ese entonces, lo de Playa Girón, que fue lo de Bahía de Cochinos, no me hizo mella. Seguramente seguí compungida por el asesinato de Kennedy y por el dolor silencioso de Jacqueline. No mucho tiempo después mi padre escribió para la revista Tiempo de Martín Luis Guzmán o para la revista Política de Marcué Pardiñas, bajo pseudónimo, porque don Martín ignoraba por completo las colaboraciones de mi padre para Marcué, una pequeña biografía del Ché Guevara. La leí, contemplé la foto del Che y me enamoré de él. Yo atravesaba por la pubertad.

Con el tiempo, generaciones anteriores y posteriores y la mía propia apoyamos el camino de los revolucionarios cubanos. Escuchamos a su nueva Trova, leímos trémulos de emoción al poeta Fernández Retamar y coincidimos en todo con el proceso revolucionario. Para los años setenta, la rendición absoluta de mis contemporáneos y amigos de la Revolución, instados por la idea de que sólo en la isla caribeña surgiría el “hombre nuevo” (no había lenguaje inclusivo), los cubanos comenzaron a hartarme. Antes había visto la película Memorias del subdesarrollo de Tomás Gutierrez Alea, basado en la novela de Edmundo Desnoes e hice mío, más o menos, el ideario de la Revolución Cubana. Leí a Alejo Carpentier con verdadera pasión. Sin embargo, cuando apuré La Consagración de la primavera (1978) el final de la novela me pareció demagógico. Así lo escribí en una reseña para Los Universitarios, revista que dirigía Margarita García Flores en la Coordinación Cultural de la UNAM. Acaso mi nula educación religiosa me impide “creer” en los milagros. No sé qué hubiera opinado para ese entonces mi papá, que había muerto antes de tiempo en 1971, pero estoy segura que me habría dado la razón.

Cuando estudiaba mi posgrado en literatura comparada en la Universidad de Nueva York, en los muy lejanos principios de los años ochenta, los profesores del departamento de letras escritas en español hablaban constantemente del posible exilio, en Manhattan, de Reynaldo Arenas. Yo no lo había leído, pero Reynaldo Arenas se embarcó en el Mariel, una barcaza llena de gente que abjuraba del régimen. Reynaldo Arenas, sin duda extraordinario escritor ( homosexual castigado por serlo bajo la férula de Fidel Castro, al que no lo leí hasta años después y me maravilló) se acopló a la vida en Nueva York. Por desgracia se suicidó antes de que el SIDA terminara con él en 1990. De su enfermedad y dolor da cuenta en Antes de que anochezca, que también es un testimonio político.

La vida en Cuba es dura, empeorada por la pandemia y la falta de turismo. No es el bloqueo, es la falta de oportunidades, la represión, una política económica fracasada, el imperativo ideológico antes que las necesidades del pueblo.

Los propósitos de la Revolución se desvirtuaron. Apoyar el resultado equívoco no solo es absurdo sino peligroso, una entelequia, un desatino. La vida política y social no se quedó en los años setenta y ochenta.

Yo sé, es difícil encontrar una respuesta, una solución, pero en eso debemos trabajar y no en repetir lo que fue y no funcionó.

Mi pasión lectora por Gabriel Cabrera Infante, por José Lezama Lima, por un escritor como Gonzalo Celorio (mexicano de madre cubana), que en su Tres lindas cubanas (2006) recorre, en la vida de una de sus tías, la vida en Cuba revolucionaria, la escasez de cosas, la vida compartida de su tía Rosita en su propia casa con otros personajes, el amor y el dolor de Cuba, finalmente la miseria de una revolución que fue en la acción pero no en la vida cotidiana, me dan la razón.

El caso es que mi refiero , entre libro y libro, a una revolución que no prosperó, que se convirtió en una dictadura. Los cubanos viven con una suerte de chaleco de fuerza encima, en el sentido de que no pueden pensar, moverse, organizarse y demás con libertad. El gran Leonardo Padura, que ha permanecido en Cuba a pesar de los pesares, realiza en su escritura una crítica al régimen castrista. Su fama lo protege.

Lo que quiero dejar asentado es que la maravillosa isla de Cuba, con su bellísima Habana vieja, su habanidad, como decía Cabrera Infante, o su cubanidad, sufre. NO hay comida, no hay medicinas y no hay libertad. No sabemos que habrá de ocurrir con las manifestaciones, con las expresiones del pueblo cubano, harto de la censura y del maltrato. Sesenta años de dictadura se dice fácil, pero son muchos y cansados años. Una país que nos ha dado a los mejores escritores de América Latina precisa de aire y libertad. Apoyemos ese grito libertario que inició el domingo en las calles, adoptemos la pronunciación de los cubanos. Probablemente, llegó el momento, y, si no, ayudemos para que se produzca.