Opinión

Roma y lo mexicano

Roma y lo mexicano

Roma y lo mexicano

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Pasó menos con Roma de Alfonso Cuarón que con otras películas dirigidas por mexicanos y premiadas en los principales circuitos internacionales de algún tiempo a esta parte. Películas, producidas y realizadas en otros países, o habladas en idioma inglés, pero dirigidas y concebidas por un mexicano, y a las que en nuestro país no se les termina de dar la acreditación como obras “legítimamente” mexicanas.

Quiero decir que a Roma se le ha querido ver como “la más mexicana” o la “auténticamente mexicana” de esta larga lista de grandes producciones cinematográficas de las últimas dos décadas que han acaparado premios y taquillas en el mainstream global, dirigidas por directores no menos mexicanos que cosmopolitas, pero que no llevan en su factura el sello del águila y la leyenda identitaria “made in Mexico”.

Me parece una impostura. Una necedad. Una manera de distorsionar y limitar la idea de lo mexicano desde la miopía de los nacionalismos mas rancios.

De acuerdo con esta percepción Roma es “auténticamente mexicana” por cuatro razones: porque esta hablada en español—y mejor aún, con diálogos en mixteco—, porque ocurre en México y trata de un tema mexicano, porque se filmó en México y porque muchos mexicanos contribuyeron en los diversos aspectos de su realización, desde los actores hasta los técnicos.

Sostengo lo contrario y por doble vía.

Primero. Roma es sí una película mexicana en muchos sentidos, pero es también una obra de arte que aspira a lo universal por su capacidad para traducir en clave cinematográfica aspectos centrales de la condición humana, que van más allá de los idiomas, las fronteras y las nacionalidades. De esto escribí precisamente en la entrega anterior.

Roma es una película mexicana sí, pero fue producida y distribuida por una empresa multinacional, y en muchos de sus aspectos participaron talentos de otros países. Nada malo, nada no-mexicano, hay en ello.

Segundo. El laberinto del Fauno (2006) o La forma del agua (2017) de Guillermo del Toro; Birdman (2014) o The revenant (2015 de Alejandro González Iñárritu, o Gravity (2013) del propio Cuarón, todas ellas con reconocimiento mundial, no necesitan tratar de temas mexicanos y aun pueden prescindir del idioma español —con la excepción de El laberinto del Fauno— sin que por ello sea incorrecto reivindicarles como productos culturales globales concebidos y ejecutados por creadores mexicanos, y por lo tanto como representantes de “lo mexicano” como un espacio más complejo y no arquetípico de esta expresión de identidad.

Afirmar lo contrario sería lo mismo que limitar la literatura contemporánea de México a aquellas obras que hablan sobre México, escritas por mexicanos residentes en nuestro país, formados en instituciones educativas mexicanas y publicados por una editorial mexicana. Hay numerosos casos de escritores mexicanos de la actualidad que residen en otros países, que se formaron en universidades extranjeras, que son publicados originalmente por editoriales españolas y de otros países, y que abordan en sus libros temas “no mexicanos” --si tal clasificación es posible. Forman parte de esta diáspora Álvaro Enrigue, Juan Pablo Villalobos, Aurelio Asiain, Jorge F. Hernández, David Toscana y un largo etcétera.

Un debate parecido, y no por ello menos safio, surgió hace dos décadas cuando Jorge Volpi obtuvo el premio Seix Barral por una novela que se desarrolla en Europa al término de la segunda guerra mundial y donde no había un solo personaje mexicano en su trama. Quedó claro entonces y mucho antes, con novelas como Farabeuf, de Salvador Elizondo o Morirás lejos, de José Emilio Pacheco, que resultaba absolutamente inútil y absurdo pensar que la literatura mexicana podría serlo sí y solo sí hablaba de México.

Si una pieza de la gran compositora mexicana Gabriela Ortiz —formada en México y el Reino Unido— es interpretada, por ejemplo, por la orquesta filarmónica de Los Ángeles, conducida por un director venezolano, con músicos en sus filas provenientes de más de 10 países, que ejecutan instrumentos fabricados lo mismo en China, Bielorusia o Italia, y en una sede estadunidense ¿Acaso ello demerita la condición mexicana de la pieza en cuestión?

Sostengo por lo tanto que una composición de Gabriela Ortiz, que viaja por el mundo y es ejecutada por las mas diversas orquestas, es una obra de música contemporánea tan mexicana, como mexicana es toda la filmografía de la triada Cuarón, Del Toro, González Iñárritu. Y como mexicana es la filmografía de Carlos Reygadas, aunque su última película —Nuestro Tiempo (2018) — sea una coproducción con Suecia, Alemania y Holanda, o precisamente por ello, porque “lo mexicano”, como en la última película de Reygadas, es hoy una forma radical de integración con lo global.

Roma representa la vitalidad y el peso de la tradición cultural mexicana, como a su vez lo hace la obra artística de Gabriel Orozco, que viaja por el mundo y llega a los principales museos del planeta sin requerir en ningún momento algún anclaje temático o arquetípico con “lo mexicano”; o como lo expresa Rafael Lozano Hemmer, el artista mexicano residente en Canadá que, además, ha diluido otra frontera obsoleta: la que divide al arte de la ciencia y de las nuevas tecnologías.

edgardobermejo@yahoo.com.mx

@edgardobermejo