Opinión

Semáforo rojo: la simulación cuesta

Semáforo rojo: la simulación cuesta

Semáforo rojo: la simulación cuesta

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Durante la pandemia, poblaciones, empresas y gobiernos han tenido que caminar en la cuerda floja, atrapados entre la espalda y la pared con los problemas de salud y los de freno económico. A lo largo del año, ha quedado claro que, si bien se trata de un problema insoluble, hay decisiones peores que otras. Y que la peor decisión de todas es jugar a la simulación.

Los confinamientos prolongados son impopulares por los costos psicológicos, pero, sobre todo, porque al parar las economías casi por completo, traen una cola de desempleo y quiebras. Su justificación sanitaria -el que reducen la propagación del virus- funcionó sólo cuando hubo disciplina social. En casi todos los países de Occidente llegó el momento en que esa disciplina se relajó. En algunos, nunca la hubo.

Está claro que esa disciplina social sólo puede darse si existe el colchón económico suficiente para aguantarla. De ahí que casi todos los países del mundo hayan destinado una importante proporción del PIB en apoyos de diverso tipo, dirigidos ya sea a los trabajadores que se quedaron sin ingreso, ya a las empresas que los contrataron y que los despedirían.

En México hubo una decisión política: no dar un apoyo amplio ni a los trabajadores ni a las empresas. México es el peor país en apoyo presupuestal a la población en América Latina por la emergencia de COVID.

Detrás de esa decisión había dos creencias y dos certezas. La creencia principal, que es un mito neoliberal, es que es obligatorio mantener el superávit primario en el presupuesto público (ligado a ella, la decisión fetichista de no contratar más deuda). La segunda creencia, también errada, es que lo mejor es tratar de evitar las pérdidas en el corto plazo (y, pensando en el turismo, que de todos modos está golpeadísimo, nunca se cerraron fronteras).

Las dos certezas son que una parte de la población -particularmente, la ocupada en la economía informal- saldría a trabajar de todos modos, para completar su gasto; y que, cualquier tipo de rescate hubiera sido aprovechado ventajosamente por las empresas, a quienes se ve como entes voraces, no como proyectos productivos y de servicios.

Con el argumento de que no se iba a rescatar a las empresas, tampoco se hizo con quienes trabajaban en ellas. Se simuló proteger a los pobres de los abusos de los ricos. Pero resultó en lo contrario.

El problema es que, en el camino, se multiplicó la pobreza en el país. En el primer trimestre del año la población en pobreza laboral era 35.7% del total; en el tercer trimestre era 44.5%. Para colmo, la apertura económica a medias que hemos vivido desde el fin del primer confinamiento contribuyó a que la pandemia continuara, a que la famosa curva nunca terminara de aplanarse y a que las presiones sobre la capacidad del sector salud se prolongaran en el tiempo.

Así, llegamos a principios de diciembre a la peor combinación posible. Una economía con una recuperación débil después de una caída muy fuerte, con la perspectiva de que el repunte estacional de ventas de fin de año salvara empresas y empleo, y simultáneamente, una situación hospitalaria que se acercaba peligrosamente a sus límites.

A esta combinación se agrega otra, de carácter político. El presidente López Obrador se ha pasado el año entero minimizando la pandemia, asegurando que ya vamos de salida (la famosa luz al final del túnel), ha insistido en no usar cubrebocas y ha buscado que se hable de otra cosa. Al mismo tiempo, la aprobación presidencial medida en encuestas acusó una notable baja cuando la economía se cerró y una recuperación cuando se abrió. En esas circunstancias, cualquier decisión de reconfinamiento tiene un costo político doble: por un lado, se acepta que los avances en el control de la pandemia no son tales, y por el otro, se corre el riesgo de una nueva caída en la aprobación presidencial.

¿Qué fue lo que sucedió? Que se apostó por la simulación.

La posposición del paso de semáforo naranja a semáforo rojo en la Zona Metropolitana del Valle de México sólo se puede explicar por la negativa a aceptar una realidad que ya estaba encima. Por la pretensión -que se mostró vana- de que se podía posponer la decisión hasta la última semana del año, que de todos modos está semimuerta en términos económicos.

De nada valieron, en el camino, los desesperados eufemismos de “naranja con alerta máxima” y similares. Sin apoyos económicos y sin medidas categóricas, era imposible que la mayoría de la gente se quedara en casa.

El resultado fue que cuando se llegó a lo que se tenía llegar, los hospitales ya estaban al borde, hay escasez hasta de ambulancias, tendremos que salir más tarde del semáforo rojo y el costo va a ser mayor, tanto en vidas como en lo económico.

Para terminar de pintar las cosas color de hormiga, resulta que el semáforo rojo es acatado obligatoriamente por empresas y comercios de la economía formal, pero locatarios de comercios informales no acatan las medidas, los marchantes siguen afuera y no hay manera de hacer que unos y otros cumplan la normativa. Todos pensando en el salvar el corto plazo, y en el futuro, Dios dirá.

En otras palabras, también en la aplicación misma del semáforo rojo todo queda en una simulación. Hacemos como que hay confinamiento, pero no es cierto. Saldrá muy caro.

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