Cultura

"Sira", de María Dueñas

Fragmento del libro Sira (Planeta), © 2021. María Dueñas. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

"Sira", de María Dueñas

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

PRIMERA PARTE

PALESTINA

Aquella máquina de escribir no reventó mi destino. Me equivoqué al pensarlo cuando aún era joven e ignorante; cuando todavía no había archivado en mi memoria palabras como violencia, amargura, desolación o rabia, y era incapaz de anticipar los desgarros que la vida me tenía previstos. No, mi destino no lo trastocó un inocente mecanismo destinado a juntar letras. Ojalá hubiese sido así, pero el porvenir me reservaba un azar distinto. Trescientos cincuenta kilos de explosivos depositados en los bajos de un hotel en Jerusalén: algo infinitamente más siniestro.

El verano de 1945 nos trasladó al Cercano Oriente; atrás dejamos una España hambrienta y sumisa, y una Europa masacrada que iniciaba su reconstrucción con doloroso esfuerzo. Un año y unos meses antes, por convencimiento mutuo y para protegerme ante indeseables contingencias en mis funciones como colaboradora de los servicios secretos británicos, Marcus y yo contrajimos matrimonio en Gibraltar un ventoso día de marzo, con la Península a un lado y el norte de África al otro, los territorios dispares y entrañablemente cercanos que tanto significaban para nosotros.

En lugar de una ceremonia al uso, nos sometimos a un mero trámite oficial tan breve como austero; el Peñón se encontraba militarizado desde los túneles hasta su pico más alto y casi desierto de población civil, evacuados todos desde el principio de la segunda gran guerra por temor a que los alemanes los acabaran invadiendo. No hubo flores ni fotografías, ni siquiera anillos en aquel despacho de The Convent, la residencia del gobernador. Marcus presentó su documentación bona fide, un pasaporte diplomático a nombre de Mark Bonnard, su verdadera identidad: lo de Logan no era más que una cobertura para tiempos turbios. Tras los «I do» de rigor, yo formulé el juramento protocolario de lealtad al monarca en mi frágil inglés, y de inmediato expidieron otro documento con mi nueva filiación. Sira Bonnard, antes Arish Agoriuq, antes Sira Quiroga, acababa de convertirse en flamante súbdita de la Gran Bretaña. Mis últimas palabras fueron apenas un murmullo: «So help me God». Quizá nadie se dio cuenta pero en el momento de pronunciarlas no pude evitar emocionarme: pese a la frialdad del procedimiento, con él ratificábamos una alianza capaz de superar adversidades y turbaciones, fronteras y distancias.

De vuelta a Madrid, el certificado de matrimonio y mi nuevo pasaporte quedaron bajo custodia de la embajada y nosotros continuamos llevando vidas aparentemente dispares, viéndonos siempre a escondidas, él manteniendo sus actividades, idas y venidas en pro de su país, y yo reportando información sonsacada a las esposas de los dirigentes nazis, encubierta bajo la apariencia de la cotizada modista que llegó a la capital como caída del cielo.

Cuando Alemania firmó su rendición y ordenó el cese de todas sus operaciones bélicas a principios de mayo del 45, yo cerré aquel taller de Núñez de Balboa que en su día me habían montado los ingleses y me instalé con Marcus en su casa. No me resultó fácil abandonar mi oficio, las labores que habían colmado mis días generándome satisfacciones y orgullo, contactos y réditos. A tenor de los aconteceres de los últimos tiempos, sin embargo, dejar de coser resultó un alivio: lo que fue mi trabajo desde la niñez se había terminado convirtiendo en una tarea ingrata a costa de tratar con una clientela de indeseables ante las que debía mostrar hipócritamente mi cordialidad más fraudulenta. Me llegó a parecer que las telas y los patrones tenían el peso de las losas, los hilos se me tornaron sogas que me estrangulaban y el mero hecho de probar mis piezas sobre cuerpos de mujeres a las que despreciaba me acabó resultando una tarea vomitiva. Dejar de engañar, olvidarme de todas ellas y no tener que encubrir nada calmó mi desazón y me devolvió el sosiego.

Era consciente, no obstante, de que aquella convivencia nuestra en el escueto piso de la calle Miguel Ángel sería breve. El desmoronamiento del Tercer Reich y la victoria de los aliados marcaban también el final de la misión en la Península de mi hasta entonces clandestino marido. Llegaba el momento de replantearnos un futuro y nuestros intereses apuntaban en direcciones dispares.

El afán de Marcus era que nos trasladáramos a Inglaterra, contribuir a devolver la prosperidad a su patria. Yo, por mi parte, también ansiaba salir del Madrid de los apagones, la propaganda gritona, el pan negro y las revanchas, donde en cada casa había algún muerto al que llorar, la gente aún dormía con el rencor debajo de la almohada y a los niños les rapaban las cabezas para que no se los comieran los piojos. No, no quería seguir en ese ambiente tremebundo, prefería que mis hijos nacieran en un sitio sin rastros de horror en las calles ni desesperanza en los rostros de las gentes. Le propuse por eso volver a Marruecos, bajo su calidez luminosa, cerca del ayer y de mi madre. Ansiaba alejarme de los escenarios de esa furtiva existencia nuestra repleta de encubrimientos y mentiras, olvidarnos de quienes fuimos y empezar a mostrarnos tal como éramos a cara descubierta, sin falsedades ni incógnitas ni miedos.

Ambos deseos, sin embargo, se hicieron humo apenas unas semanas más tarde, cuando todavía nos estábamos acostumbrando a caminar juntos por las aceras sin sentirnos siempre alerta y aún nos costaba trabajo asumir que podíamos hacer públicamente cosas tan simples como ir a un cine de la Gran Vía o bailar en Pasapoga hasta la madrugada. El requerimiento que Marcus recibió era taxativo. Lo reclamaban para un nuevo puesto en la Palestina bajo el Mandato Británico. «Incorporación inmediata, esposa bienvenida», me tradujo en voz alta. Un nuevo quehacer bajo el paraguas del Secret Intelligence Service. Él no aclaró más. Yo preferí no seguir preguntando.