Opinión

Sobre héroes y tumbas

Sobre héroes y tumbas

Sobre héroes y tumbas

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Le debo naturalmente a la gran novela de Ernesto Sábato el título de esta entrega. Vivo en la  alcaldía Benito Juárez de la ciudad de México, a la vuelta de una calle que lleva por nombre “Coronel Porfirio Díaz”. Hace décadas que el General Díaz  ha sido deliberadamente degradado en la nomenclatura urbana de mi barrio. Al héroe de la Batalla del 5 de mayo, al  presidente de la modernización autoritaria del país –orden y progreso–, al dictador de la frase “mátelos en caliente”, y al político exiliado de la tumba modesta en Paris, la patria sexenal le reconoce los méritos militares de su juventud, pero nada más.

Quiza nunca nos acostumbremos a agregarle el “coronel” a la calle Porfirio Díaz, pero esto en nada cambia la manera dividida y un tanto controversial como desde México se le sigue recordando: al mismo tiempo un dictador implacable y un estadista modernizador y visionario. La historia, esa trama de complejidades y contradicciones, una pregunta abierta más que una respuesta unánime, está  por fortuna en otra parte.

¿Quién decide los nombres de las calles, los edificios y las poblaciones? ¿Quién las efemérides oficiales, el panteón de los próceres nacionales, la galería de los mártires y la de los villanos, las batallas históricas, las ceremonias cívicas y sus contenidos, los días festivos, los monumentos?  Se trata de una mezcla de tradiciones históricas, legitimadas a lo largo del tiempo y fundamentalmente sostenidas por quienes detentan el poder. Gobernar es bautizar.

El almanaque cívico de la nación, el relato histórico que explica cada una de sus hojas, y la escenografía urbana que la sanciona –monumentos, avenidas, parques, mausoleos y un largo etcétera– son y han sido siempre subsidiarios del poder político. No hay nada nuevo o ilegítimo  en ello, como tampoco llama a sorpresa que un gobierno en funciones decida quitar o poner una estatua de acuerdo a sus convicciones. Que compartamos o no dichas convicciones es otro asunto.

La historia en su versión cívica  y legitimadora del poder, la historia de bronce y como relato en piedra, papel y tijera   de la nación imaginada e ideal, corre por fortuna  en un carril muy distinto a la producción de saberes colectivos relacionados con nuestro pasado, nuestras identidades y nuestro ethos nacional.

Historia vs. Civismo: en la plaza pública, la tribuna republicana y los libros de texto suele imponerse la segunda, monopolizará siempre la “verdad histórica” y tal es su vocación. Pero en los archivos, las bibliotecas y las universidades, es la historia a secas, la historia sin adjetivos marmóreos,   la que termina aportando lo necesario para entender nuestro presente, que es al mismo tiempo pasado y futuro.

Con ser legítimo, recurrente y predecible, el civismo como hazaña pedagógica no es democrático y nunca ha aspirado a serlo. En el montaje escénico que lo respalda y ritualiza no  encontraremos las respuestas más complejas a la conformación de nuestra idea de país o de nuestra manera de entender lo que significa la comunidad nacional. El civismo nos instruye, la historia nos educa.

En México, desde hace más de un siglo, la explicación de la historia  cívica nacional se dicta con base en la versión triunfalista de los liberales de la Reforma y de quienes se asumen como sus herederos legítimos: los hijos de la revolución maderista, y sus nietos, bisnietos y tataranietos,  incrustados en  la maquinaría sexenal que, mal que bien, se prolonga hasta nuestros días.

La historia oficial, de aparente  tradición liberal y revolucionaria,  de registro nacionalista y gusto por los mártires y los villanos, venera a Cuauhtémoc se apiada de Moctezuma y repudia a Cortés,  celebra el Cerro de las Campanas y condena a Maximiliano, enaltece a Francisco I Madero, vilipendia a Victoriano Huerta y degrada a Porfirio Díaz. El guion ha estado escrito así por más de centuria y media y no es previsible que pueda alterarse demasiado en los próximos años.

El libreto de este relato cívico e idealizado de la nación omite, por ejemplo,  la sucesión de golpes bajos, asesinatos, traiciones y puñaladas tramperas protagonizada por los  ”caudillos de la Revolución”,  a grado tal que sus restos  reposan en el mismo mausoleo: el Monumento a la Revolución. Los enemigos  que en vida se odiaron  a muerte, condenados a compartir la eternidad en el subsuelo de nuestra memoria nacional. Bien mirado, el Monumento a la Revolución es una mole  inconclusa que representa en sus miles de toneladas de concreto  a la amnesia nacional como la forma más depurada del civismo, ese vocablo moral  que si le cambiamos una n por una v nos arroja otra palabra más comprometedora en término éticos: cinismo.

A lo largo del siglo XX y lo que va del nuevo siglo la versión mexicana de la historia privilegió una visión y una versión que es la de un grupo triunfante y empoderado. Para ellos las calles, las escuelas, los monumentos las celebraciones cívicas y los libros de texto. Nadie pondría el nombre de Miramón a una calle, pero Melchor Ocampo goza de no menos de 400 distinciones entre calles, pueblos, colonias y edificios públicos . Hay 39 calles Luis Echeverría en la Ciudad de México, y por lo menos 15 con el nombre de José López Portillo. Supongo, aunque lo desconozco, que los últimos presidentes de la República, de Miguel de la Madrid  a Peña Nieto, gozan por ahí del privilegio masoquista de  ver su nombre escrito en un mercado, una plaza, una calle, una presa  o una unidad habitacional.

Si alguien abusó por décadas de la historia y del civismo patriotero fue el PRI y sus  gobiernos. La pila bautismal de La República tiene grabado el emblema tricolor; y la “Historia-Patria", dosificada en ceremonias escolares de los lunes, ese espacio donde se veneran a los “símbolos y a los héroes nacionales”, lleva su sello. Ahí no ha llegado aún la transformación de la vida pública de México que se anuncia  cada mañana desde Palacio Nacional.