Opinión

Sor Juana y su testamento

Sor Juana y su testamento

Sor Juana y su testamento

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Como es sabido, Sor Juana Inés de la Cruz murió en el Convento de San Jerónimo, víctima de tifo, el 17 de abril de 1695. Se suele repetir que, en el momento de su muerte, vivía alejada del quehacer intelectual, sin libros y sin escribir, presionada por  diversos y poderosos personajes eclesiásticos que le reprochaban su presencia en la vida pública de la Nueva España, su afición por los temas profanos en su trabajo literario y su desapego a abordar asuntos religiosos.

Cuando Sor Juana dejó este mundo, se puso en marcha el cuidadoso procedimiento que las monjas de San Jerónimo observaban cada vez que moría una de ellas, que disponía los recursos para sus funerales y entierro y registraba los bienes que tuviera en su celda, para devolverlos a sus familiares.

Por eso, y a pesar de la enorme destrucción de archivos conventuales que, en  1861, y al término de la Guerra de Reforma, ocurrió en México, los papeles que explican esos momentos inmediatos a la muerte de aquella mujer a la que en vida sus admiradores llamaron Fénix de América, ya habían sido rescatados del abandono por uno de esos intelectuales de la primera mitad del siglo XIX: don Justo Gómez de la Cortina, mejor conocido como el Conde de la Cortina. Gracias a él, algunas de las narraciones que pintan a Sor Juana como una mujer que muere en el retraimiento absoluto con respecto de los temas y actividades que dieron aliento y fulgor a sus existencia, se disipan, porque, entre otras cosas, el inventario de bienes de la monja consigna que en su celda había una biblioteca que, para la época, era amplia y excepcional: nada menos que 180 libros.

LA MUERTE EN SAN JERÓNIMO. En algún momento de su juventud, Sor Juana enfermó de tifo o tabardillo, como se conocía a la enfermedad en el siglo XVII. Aunque se restableció, toda su vida padeció secuelas que hicieron a algunos de sus biógrafos hablar de una salud más bien frágil. Un padecimiento como el tifo, que podía matar a una persona en cuestión de horas, una vez que se declaraba la enfermedad, aseguraba a los pacientes una muerte tremenda: intensos dolores musculares, espasmos, fiebre alta que podía conducir al delirio, sensación de ardor en el vientre y en el pecho, pérdida del conocimiento e intensas hemorragias nasales.

No obstante lo terrible del cuadro, cuando era evidente que una monja del convento de San Jerónimo moriría a causa de la enfermedad, era su obligación llamar a su confesor para que le ayudara a bien morir, antes de que el mal entrara en una etapa de gravedad que imposibilitara a la paciente hacer acto de contrición. Si la enferma ya no podía ni siquiera rezar los salmos penitenciales, el sacerdote podía aceptar como penitencia todos los sufrimientos que ella experimentara hasta el momento de morir.

Una monja jerónima enferma de muerte estaba rodeada, en todo momento, por sus hermanas de religión, dedicadas a atenderla y, si era necesario, confortarla ante la inminencia del fin. Por lo menos dos religiosas quedaban junto al lecho de la moribunda. Cuando la paciente entraba en agonía, las monjas comenzaban a cantar el Credo y otras oraciones. Se hacía sonar la campana del convento, para avisar a toda la comunidad que una religiosa de San Jerónimo estaba muriendo. Entonces, todas las monjas asistían a la celda de la mujer que moría, le ponían un crucifijo en las manos, junto a su cabecera colocaban algo que llamaban “Velas del bien morir” y se rociaba con agua bendita la celda entera.

Al morir la enferma, sus hermanas cantaban himnos, y sólo un par de ellas quedaba con el cadáver para amortajarlo y dejarlo listo para ser sepultado en el coro bajo del templo. Se cantaría el “Oficio de Difuntos”, y seguiría el funeral propiamente dicho, cuando entre bendiciones, oraciones y cánticos, la muerta sería enterrada.

Para llevar a cabo todo ese ritual, el convento desembolsaba algún dinero. En el caso de Sor Juana,  el mayordomo del convento, Mateo Ortiz de Torres, entregó a la abadesa de San Jerónimo la suma —considerable— de 100 pesos, “cincuenta para que se le digan misas”, y otro tanto para costear el entierro.

Era obligación de la abadesa avisar a los familiares de la monja fallecida —de hecho, en san Jerónimo  también vivía  la hermana Isabel María de San José, sobrina de Sor Juana—, y notificar a todos los conventos que tuviesen algún vínculo con San Jerónimo, para que comenzaran de inmediato las misas y rogativas por la salvación de su alma. La abadesa era también responsable de impartir a su comunidad una charla donde se recordase a la difunta y sus muchas virtudes.

Por último, con discreción y cuidado, la abadesa tenía que revisar la celda de la muerta, inventariar los bienes que en ella se encontraran, y entregar a los parientes los bienes que les hubieren legado, y que no pertenecieran al convento.

Esa relación se asentaba en el Libro de Inventarios, que contenía la lista de los bienes de todas las monjas, y que se guardaba en el archivo de San Jerónimo. Por eso, en el siglo XIX, el Conde de la Cortina visitó el convento en busca de información, y pudo rescatar la relación de los bienes de Sor Juana al momento de su muerte.

DE CÓMO LOS LIBROS NUNCA SE FUERON O, TAL VEZ, LLEGARON OTROS. Muchos de los biógrafos de Sor Juana mencionaron con detalle cómo es que la célebre monja, a partir de su polémica con diversos y poderosos eclesiásticos, se deshizo de su preciada biblioteca y donó los beneficios de su venta a la caridad.

Aquellas historias hablan de una Sor Juana con el rostro lleno de dolor y amargura al deshacerse de sus libros amados. Se consignó que también se deshizo de sus instrumentos musicales y matemáticos, “que los tenía muchos,  preciosos y exquisitos”, y “cuantas alhajas de valor y estima tenía”, los obsequios de aquellos personajes de la vida novohispana, en seña de respeto y merecido halago. Todo, se dijo, había sido reducido a dinero, y la religiosa sólo conservó en su celda “tres libritos de devoción”.

El inventario del convento mostraba otra historia: los bienes de la celda de Sor Juana habían sido entregados a sus familiares, y se conservaban, cuando el Conde de la Cortina investigó, a mediados de 1843, los recibos que amparaban esa entrega. Ahí, don Justo se encontró con una verdad muy distinta a la de los biógrafos novohispanos: en la celda de Sor Juana había “un estante con 180 volúmenes de obras selectas” y algo todavía más sorprendente: “15 legajos de escritos, versos místicos y mundanos”, que nadie conocía. Había imágenes religiosas, muy cuidadas y enjoyadas.

Entonces, resultaba que Sor Juana, El Fénix de América no había quemado sus poderosas alas. Había continuado leyendo y escribiendo hasta el fin de sus días.

Si todos aquellos libros y escritos se salvaron porque fueron a dar con los parientes de Sor Juana, no puede decirse otro tanto del dinero y alhajas que también encontró la abadesa en la celda. El célebre y misógino obispo Aguiar y Seijas se apropió de ellos, los confiscó, pasando por encima del testamento de la monja.

Las religiosas de San Jerónimo , protestaron. Todavía se conserva en el Archivo de Indias un expediente conocido como “Expolio de don Francisco de Aguiar y Seijas”,donde se detalla cómo el personaje se apropió de esos recursos para aplicarlos a su obsesiva, a grado enfermizo, práctica de la limosna y la caridad. No era un monto menor. No se consigna el valor de las alhajas, pero sí se habla de la cantidad de 2 mil pesos que Sor Juana tenía en una “cuenta” con un personaje llamado Domingo de la Rea.

El testamento disponía que ese dinero era para su sobrina monja, sor Isabel María de San José, del mismo convento. Pero a Aguiar y Seijas esto no le importó e invalidó la última voluntad de Sor Juana. La abadesa se opuso, y procuró negociar. Estaba dispuesta, declaró, a ceder las alhajas, pero solicitó la restitución del dinero. Aguiar y Seijas la ignoró.

Lo que queda claro e importa, a pesar de que se hayan perdido para la cultura universal esos 15 legajos y escritos, es que, finalmente, Sor Juana jamás abandonó el mundo de los libros y continuó escribiendo.  Nadie pudo opacar la poderosa ­voluntad de su intelecto.

La afortunada conservación del Libro de Inventarios del Convento de San Jerónimo permite ver a una Sor Juana que no abandonó el placer del conocimiento y que tampoco dejó de escribir.