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Sufrimiento y zozobra, constantes en las vidas de las mujeres liberales

Aquellos caballeros que formaron parte de las generaciones liberales fueron también origen de angustias sin cuento para sus parejas y para las mujeres de sus familias. Los agitados años en que ellos construyeron el andamiaje del México laico, republicano y liberal costaron muchos sobresaltos y penas: cuando no los perseguían por lo que escribían, sus vidas estaban en peligro en el fragor de las guerras civiles y las invasiones.

Sufrimiento y zozobra, constantes en las vidas de las mujeres liberales

Sufrimiento y zozobra, constantes en las vidas de las mujeres liberales

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Por lo que se sabe, enamorarse de uno de ésos llamados “liberales” decimonónicos, podía ser fuente de numerosas preocupaciones. Con la fama de ateos que se ganaron al defender la separación entre Iglesia y Estado; con la amenaza de excomunión pendiendo sobre sus cabezas desde el instante en que juraron la Constitución de 1857, haciendo periódicos que serían censurados y perseguidos, y, en una de esas, alistándose en las milicias civiles para resistir invasores, nadie podía esperar una existencia tranquila.

Algo tienen en común las dos historias que aquí presentamos con la de los Juárez Maza: tanto don Benito como Guillermo Prieto y su amigo del alma, Ignacio Ramírez, El Nigromante, quedaron viudos. Esas tres mujeres fueron testigos de algunos de los días más aciagos de la historia política nacional, y las tres murieron en los años de la República restaurada. Para entonces, mucho habían vivido y cargaban en el alma y en la memoria demasiadas historias tristes.

LA AMADÍSIMA MARÍA CASO, MUSA DE GUILLERMO PRIETO. Si nos atenemos a las memorias del buen Guillermo Prieto, era apenas un chamaco quinceañero, sin fortuna ni futuro, cuando, en 1834, se enamoró de una niña bellísima, que aún cargaba con una muñeca, y que veía la Alameda desde el balcón de su casa, en Corpus Christi, lo que hoy llamamos Avenida Juárez. El muchachito Guillermo quedó prendado de la niña, a la que le calculó, cuando mucho, unos doce años.

Como buen aventurero y pícaro que era en sus días de desamparado y sobreviviente, indaga quién es ella: se llama María Caso, y es la hija adorada de un hombre muy rico. Audaz como es Guillermo, intenta acercarse, hacerle llegar un poema, lo único que le puede regalar. No será una, sino muchas veces las que la servidumbre de la casa ahuyente al latoso y pobretón enamorado. A papá Caso no le gustan los pretendientes sin futuro, y poetas, ¡menos! De manera que Prieto se resuelve: si quiere conquistar un día a la niña que se volverá una bella mujer, tiene que ser famoso y ganar prestigio.

Pasarán años antes de que consiga todos sus propósitos. Hacia 1837 ya es conocido en los círculos literarios y una casualidad afortunada lo convierte en uno de los asistentes del presidente Anastasio Bustamante. Un día, consigue prestado el coche presidencial, y no lo duda: “¡A Corpus Christi!”, ordena al cochero, solamente para pasar frente al hogar de los Caso, y que el padre de la chica vea hasta dónde ha llegado. La estrategia funciona: obtiene permiso para visitar a María, y por fin, en 1840, se casa con ella. Y para que no lo llamaran cazafortunas e interesado, renunció a la fortuna a la que su esposa tenía derecho.

La pareja tuvo 4 hijos: Guillermo, María de los Ángeles, Francisco y Manuel. Los dos primeros murieron pequeñitos. La niña falleció poco después de la invasión estadunidense a la ciudad de México, el primogénito, Guillermo, poco después. La afligida pareja los enterró en el Panteón de Santa Paula.

Mientras Prieto andaba en la resistencia, su esposa, conduciendo un carromato donde llevaba los bienes de la familia, a su suegra y a tres de sus hijos, uno de ellos casi recién nacido, tomaban el camino de la garita de San Cosme, intentando escapar del avance norteamericano. Lo que son las casualidades: María Caso, sus hijos y su suegra, encontraron refugio en una casona amplia ubicada en lo que hoy es la calzada México-Tacuba. Un generoso caballero y su madre abrieron las puertas de su finca para acoger a la atribulada joven. Sus protectores eran nada menos que Lucas Alamán y su madre.

Se sabe que, en algunas épocas, la familia Prieto Caso gozó de la hospitalidad de la familia del gran amigo de Guillermo, Ignacio Ramírez, cuya madre protegió a la joven María y le dio afecto y apoyo en tiempos en que su marido, al igual que El Nigromante, hacían periódicos como Don Simplicio, que les costó varias visitas a la cárcel, pues se dedicaban a criticar ácidamente a Antonio López de Santa Anna.

Sabemos de María en los años de la guerra de intervención: cuando Juárez saca el gobierno de la ciudad de México, parte con una comitiva de colaboradores cercanos. Uno de ellos, Prieto, director del Diario Oficial y de la Oficina de Correos. Pues allá va María, con sus dos hijos sobrevivientes, Francisco y Manuel, que ya son unos jovencitos, en un carruaje, llevando lo que pudieron, y siguiendo al esposo y padre, que no quiere dejarlos en la tierra que domina el imperio. Cuando sobreviene la ruptura entre Juárez y Prieto, en 1865, la correspondencia de los cercanos lo cuenta: Guillermo mete en un carruaje sus pertenencias, a su esposa, a su madre y a sus hijos, y agarra camino del autoexilio en Brownsville. Sólo regresarán a México hasta el verano de 1867, con la duda: ¿Juárez encarcelará a Prieto por disidente? No ocurre tal. Guillermo se reintegra a la república de las letras, aunque no vuelve al gabinete.

María, la musa de Prieto, a la que dedicó tantos poemas de amor, murió en 1869, de neumonía y de males cardiacos, agotada, cansada de tantas aventuras.

DEJARLO TODO POR AMOR. Soledad Mateos Losada era también una muchacha de familia rica; la tradición familiar asegura incluso que, antes de la consumación de la independencia, tenían título: el de condes de Medina Veithya. El pretendiente que tuvo y al que unió su vida tenía una fama más bien terrible: se trataba de Ignacio Ramírez, liberal, ateo, se decía, y sin pelos en la lengua. La combinación perfecta para ser un perseguido político. Contra la oposición paterna, Soledad entabló noviazgo con Ignacio. Él, en prenda de compromiso, le regaló un anillo con una pequeña esmeralda, que había sido de su abuela.

La pareja se casó en julio de 1847. Soledad afrontó la amenaza paterna de desheredarla. La renta que le tocaría era siete veces lo que ganaba su marido en un año. Acompañaron a la muchacha dos de sus hermanos, Juan Antonio, que llegaría a ser un importante escritor, y Manuel, que murió asesinado en la guerra de Reforma. Ese muchacho, talentoso y reconocido liberal, es uno de los llamados “Mártires de Tacubaya”, y tuvo una muerte terrible, según contó un amigo suyo muy cercano, que fue en busca del cadáver. Ese amigo era Ignacio Manuel Altamirano.

Soledad tuvo que padecer los frecuentes encarcelamientos de Ignacio Ramírez, uno de los periodistas más aguerridos de la generación de la Reforma. En uno de esos encarcelamientos, su anillito de esmeralda se convirtió en soborno para que El Nigromante pudiera escapar de la prisión de Tlatelolco.

Tantas preocupaciones y penas dejaron su huella. Soledad padecía una enfermedad cardiaca desde hacía muchos años, acentuada por las constantes zozobras. Murió en 1874, cuando su esposo era Ministro de la Suprema Corte de Justicia y Ministro de Justicia e Instrucción Pública. Le dejó al Nigromante cinco hijos que lo acompañaron los cinco años que le sobrevivió.