Opinión

Tormentas sobre una patria idílica

Tormentas sobre una patria idílica

Tormentas sobre una patria idílica

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

La combinación de factores no podía ser más complicada. Al gobierno del presidente López Obrador se le viene una ola de problemas que lo pondrá seriamente a prueba. Y con él, a toda la sociedad mexicana.

No se trata de problemas menores y ninguno de ellos es de los que admiten soluciones fáciles. El primero, que ya está encima de nosotros, es la crisis de los precios del petróleo, ligada —por una parte— a desacuerdos frontales entre los principales países productores y exportadores y —por la otra— a las crecientes expectativas de recesión mundial, provocada por los parones productivos obligados por la emergencia sanitaria del coronavirus.

El desplome en los precios de los energéticos de entrada pone entre paréntesis la estrategia de convertir a Pemex en palanca del desarrollo, como lo imaginaba el Presidente. La empresa productiva del Estado, que ya había presentado números rojísimos en el último año, tendrá nuevos problemas financieros. El seguro de cobertura petrolera la salva de una quiebra técnica, pero es limitado e insuficiente, porque abarca menos de la mitad de las exportaciones previstas para el año. Esto a su vez pondrá presiones sobre el presupuesto público (y por ende, el gasto) y pone cada vez más en evidencia el mal cálculo que significa construir una nueva refinería.

Por otra parte, el desorden generado por la incertidumbre económica mundial pone, como de costumbre, al capital en busca de inversiones relativamente seguras. Eso se traduce en una corrida financiera hacia el dólar estadunidense, y en una tendencia de las demás monedas a devaluarse. El peso mexicano, entre ellas. Si la cosa se pone peor, la corrida será hacia el oro.

Los barruntos de recesión mundial significarán, sobre todo si se verifican también en Estados Unidos, una menor demanda de exportaciones mexicanas. Al mismo tiempo, son previsibles efectos negativos en algunos servicios importantes en nuestra economía, como el turismo.

Una combinación como ésa debería obligar a las autoridades de México al menos a tres cosas para evitar una crisis productiva como las que padecimos en 1995 y 2009.

La primera, inmediata, enviar señales a los mercados para tranquilizarlos. Todo lo que se hizo fue anunciar que incrementaban la cobertura cambiaria. Es decir, se actuó poco y de manera insuficiente sobre uno de los temas: el tipo de cambio. Se tienen que dar señales en materia de cobertura petrolera y confirmarse la disposición a utilizar las reservas de estabilización y el crédito abierto en el FMI si es necesario.

La segunda, revisar las prioridades del presupuesto. Si Pemex no puede ser —digamos que al menos en el corto plazo— la palanca del desarrollo, tendrían que canalizarse recursos que en estos momentos se utilizan ahí para inversiones de largo plazo —léase la refinería de Dos Bocas— en otras inversiones de infraestructura a cargo del gobierno federal, preferentemente en el sector salud, ante la probabilidad de que nos alcance la pandemia del coronavirus. Al mismo tiempo, soltar más rápidamente el gasto, para que la recesión no sea tan profunda.

La tercera, ponerse seriamente a pensar y a trabajar en una reforma fiscal que termine de desatar la relación perversa entre Pemex y el fisco.

Me temo que, si acaso, sólo tendremos lo primero. Uno de los dramas de este gobierno ha sido que las prioridades del Presidente pasan por encima de cualquier otra lógica. Son definiciones inamovibles de gobierno: Pemex como palanca, Dos Bocas adelante. Contra viento y marea.

Así, contra viento y marea también se llevó a cabo la centralización de los servicios de salud, con un montón de problemas derivados, sobre todo, del apresuramiento para cumplir con la consigna. Esos problemas se pueden multiplicar en el futuro próximo. Ojalá y no sea el caso.

No sabemos si nos llegará la pandemia del coronavirus ni cómo pegará si lo hace. Pero una cosa es segura: una es que la actitud de “no pasa nada” del presidente López Obrador ayuda en muy poco a hacer para prevenirla. Negar o minimizar un peligro latente es mala estrategia. Peor, cuando se combina con otros factores como la tormenta económica en curso.

De alguna forma, las obsesiones y los sueños de Andrés Manuel están chocando muy feo con la realidad. Lejos estamos de su mundo idílico en el que el padre trabaja en la refinería, la madre se encarga del cuidado de la casa, los niños van a la escuela y luego a jugar beisbol y los abuelos dan consejos sabios, mientras el Presidente es amado por su pueblo en sus dominios exclusivos del Zócalo y Palacio Nacional.

El modelo está haciendo agua. Se vio en la marcha de las mujeres, dispuestas a quitarle poder al patriarcado (que incluye, claro, a todos los patriarcas). Se ve en la persistencia de la violencia del crimen organizado, que no sabe de abrazos o de regaños. Se ve en la escasa capacidad de la economía para crear empleos de calidad. Y se ve en que las respuestas ante el shock externo que acabamos de sufrir son débiles, retóricas, casi indolentes.

Los símbolos pueden servir para hacerse del poder y también para consolidarlo en tiempos tranquilos. Pero cuando afloran los problemas, los símbolos empiezan a parecer máscaras. Lo que se necesita, entonces, es gobernar. Ésa es la verdadera prueba de fuego.

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