Cultura

Tras las huellas de mi olvido, de Bibiana Camacho

Tras las huellas de mi olvido, de Bibiana Camacho

Tras las huellas de mi olvido, de Bibiana Camacho

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

... y yo también soy quien huye de mí.

Y no tengo siquiera el valor necesario

para volver atrás y ayudarme.

Lobo Antunes

Memoria de elefante

Para J. M.

(Fragmento)

I

Camino sin rumbo por el centro de la ciudad. No tengo prisa ni interés de encontrarme con nadie. En la calle y los negocios abiertos hay un silencio turbador.

El calor es sofocante. Entro a una tienda, quisiera beber algo frío. Dentro no hay nadie. Espero un momento y saludo en voz alta varias veces, cada vez alzo más la voz. Es inútil. Salgo. Dos cuadras adelante hay un local de tortas y licuados. Pruebo suerte y obtengo los mismos resultados. El lugar está vacío, podría coger cualquier producto sin pagar. Saco un refresco y finjo guardarlo entre mis ropas pero nadie intenta detenerme. Me planto frente a la caja registradora. Llamo a los encargados. Aprovecho el tiempo que tardan. Abro el envase y bebo. Nadie viene. Voy hacia la salida, segura de que me detendrán para cobrar lo que ya he consumido. Salgo sin problema.

Llego al Zócalo vacío. Algo anda mal, el silencio es apabullante.

Apresuro mis pasos. El asfalto está caliente, me doy cuenta de que no llevo zapatos. Tengo los pies ennegrecidos; las uñas largas y amarillentas como garras de buitre. El piso arde cada vez más. Gruesas gotas de sudor resbalan por mi frente, mi nuca, mi espalda.

Quizá debería volver a casa pero no lo hago. Busco en los aparadores, si encontrara unas chanclas me las robaría, al fin que los negocios están abiertos y vacíos. ¿Cómo pude salir sin zapatos y no darme cuenta hasta ahora?

La mugre de las plantas de mis pies avanza de los tobillos a las pantorrillas, que se endurecen como si fueran de piedra. Me detengo espantada y observo: sólo los pies están negros; el resto conserva su color natural. La mirada exorciza el efecto, las pantorrillas dejan de petrificarse y vuelven a ser suaves.

Me detengo. A pesar de los rayos inclementes del sol, no hay sombras. Tampoco hay gente que las proyecte, pero ni los edificios, ni los arbustos y mucho menos yo misma proyectamos sombra. Parece que estuviera dentro de una maqueta de la ciudad, a la que alguien olvidó agregar personas.

Camino rápido, trato de mantener el menor tiempo posible mis pies sobre el asfalto. Necesito descansar, sentarme en la banqueta, en el suelo. Pero no me detengo; el silencio, la ausencia de gente y de sombras son perturbadores.

Un chicle se me pega al talón, lo froto contra el filo de la banqueta para deshacerme de él y sólo consigo lastimarme. Me gusta la combinación de negro con rojo, la sangre brilla a través de las costras oscuras.

Quiero volver a casa. Camino hacia el metro, no encuentro la entrada. El piso adquiere una consistencia pantanosa, parece que camino a través de arenas movedizas de hormigón. Mis pies chapotean en algo viscoso, invisible; debe ser que el asfalto se derrite bajo mis pies.

Me hundo, cada vez es más difícil avanzar. No hay nadie, no hay música ni voces, sólo el desesperado chapotear de mis pasos.

El asfalto me llega hasta las rodillas. No puedo impulsarme con las piernas, para dar cada paso debo levantar los pies como si fuera a subir un escalón.

Necesito mear. Miro hacia abajo mientras aflojo el esfínter. ¿Dónde quedó mi falda? Veo mis piernas desnudas y el calzón que no logra cubrir todo el vello. Levanto la vista para confirmar que nadie me ve, siento el orín tibio escurriendo entre mis piernas. La vergüenza sólo surge cuando hay un mirón, un testigo que desapruebe lo que hacemos. Giro la cabeza. En mi recorrido visual creo hallar el rostro de mi madre reflejado en un aparador. Regreso la mirada a ese lugar, pero no hay nadie. Quizá no era ella, pero estoy segura de haber visto a alguien. Analizo la perspectiva y busco el punto específico donde vi el reflejo. Adelanto un poco la cabeza, soy yo. ¿Cómo pude confundirme con mi madre?

No recuerdo a qué vine, ni porque estoy descalza y mucho menos dónde dejé la falda. El silencio es apabullante.

II

Llevaba varias horas con los ojos abiertos cuando los gritos me levantaron de la cama. Tenía la angustiante sensación de haber olvidado algo y de no saber qué. Y por si fuera poco, tampoco podía recordar el final del sueño que me había despertado agitada y sudorosa en la madrugada.

Entreabrí la puerta de la recámara y vi a mi padrastro bajar a la carrera mientras mi madre le propinaba la dosis de insultos y reclamos de fin de semana. Volví a la cama con la intención de permanecer ahí todo el día, al menos hasta que lograra encontrar lo que había olvidado. A los pocos minutos escuché golpecitos en la puerta, como de alguien que no quiere molestar, pero que tampoco está dispuesto a marcharse. Era Rosendo.

–Etél, ¿estás despierta? –susurró mientras abría la puerta.

Entró con una sonrisa tímida pero definitiva, como si acabara de salvarse de un gran peligro. Seguramente bajó a tranquilizar a mi madre y luego subió de nuevo, tratando de no hacer ruido.

–Hoy es el cumpleaños de tu madre y lo olvidé.

–Como siempre.

–Necesito que me ayudes a comprarle un regalo.

–Ya no tiene caso, de todos modos nunca le gusta lo que le compras. Si algo valía la pena era la sorpresa.

–Por eso mismo necesito que me ayudes. Apúrate, te espero en el carro.

Me levanté con pereza. Rosendo no tendría ninguna posibilidad de satisfacer a mi madre por más que se esforzara, ambos lo sabíamos, pero yo era incapaz de abandonarlo en sus desesperados intentos.

La angustia del olvido se hizo más intensa cuando terminé de vestirme. No quería salir de casa, pero era más grande la compasión por el compañero de mi madre: un hombre olvidadizo y descuidado.

Rosendo decidió ir al centro comercial más lejano, al sur de la ciudad; según él para no toparse con algún conocido que pudiera ir con el chisme. Durante el trayecto repasé mis actividades del día anterior, con la esperanza de dar con lo extraviado: fui a la escuela temprano, luego al instituto de sociología donde trabajo como ayudante de un investigador. Y aunque ese día recibí un aumento, realicé mis actividades con desgano y mala cara. Hice el mínimo esfuerzo y pospuse todo lo que se podía posponer para la semana entrante. La poca disposición de los investigadores para involucrarme en sus proyectos, atorados en un bache temporal y creativo, y mi propia indiferencia eran la combinación perfecta para que yo no aprendiera absolutamente nada. Poco antes de llegar al centro comercial escuché algunos fragmentos de lo que decía Rosendo: estaba planeando cambiar de vida, como tantas otras veces. Al final del día, cuando el pleito entre él y mi madre llegara a su clímax, decidiría que ningún cambio valía la pena con una mujer como ella. No es que no quisiera escucharlo, aunque se repitiera a sí mismo sin darse cuenta, sino que estaba demasiado distraída tratando de recordar si había olvidado una tarea o un recado, quizá una cita o un cumpleaños.