Opinión

Tres muertes al hilo: Ocampo, Valle, Degollado

Tres muertes al hilo: Ocampo, Valle, Degollado

Tres muertes al hilo: Ocampo, Valle, Degollado

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Complicado era aquel inicio de 1861. Par la mayor parte de los mexicanos, la guerra de los Tres Años había terminado, y el gobierno liberal, nuevamente en poder de la Ciudad de México, empezaba a experimentar pequeños triunfos que iban a transformar la vida nacional: Empezaban a funcionar las primeras oficinas del Registro Civil, y si algo conmovía a propios y a extraños, era leer esos documentos que se expedían por primera vez, las actas de nacimiento, donde se anotaba que el Estado Mexicano tomaba bajo su protección a ese niño o niña. Que se asomaban a la vida en un país diferente. Pero si todo hubiera sido como esas pequeñas escenas domésticas; si todo hubiera sido como levantarse al amanecer y encontrarse con la ciudad silenciosa, porque, conforme a las Leyes de Reforma, las campanas de los templos habían dejado de repicar por cualquier fruslería o para marcar el paso de las horas. Una nueva sonoridad también se apoderaba de la capital.

ASÍ SE CULTIVAN LOS RENCORES

El presidente Juárez no las tenía todas consigo. Le había costado trabajo integrar un nuevo gabinete, y el Congreso, que operaba exactamente bajo las disposiciones de la Constitución de 1857, continuamente limitaba y cuestionaba las decisiones del Ejecutivo. Para colmo, una vez más, las arcas nacionales estaban vacías: en su fuga, los conservadores habían quemado los archivos de Hacienda, y el titular del ministerio, el polifacético Prieto, se desesperaba porque no tenía ni para comprarle capotes a los soldados.

Poco a poco el país echaba a andar bajo los nuevos criterios de un Estado laico; también los primeros matrimonios civiles comenzaban a celebrarse.

Pero ese México que, entre tantas dificultades comenzaba a fincar una nueva manera de vivir, aún estaba oscurecido por la venganza: los liberales triunfantes volvían, una y otra vez sobre la herida que dejó la matanza de Tacubaya. Aunque vencedores, no estaban resignados. Quizá el poema que, en memoria de aquellas víctimas indefensas, escribió Ignacio Ramírez, el tempestuoso Nigromante, simbolizaba, de algún modo, la furia colectiva que no podía apagarse:

Guerra sin tregua, ni descanso, guerra

a nuestros enemigos, hasta el día

en que su raza detestable, impía

no halle ni tumba en la indignada tierra.

Lanza sobre ellos, nebulosa sierra,

tus fieras y torrente; tu armonía

niégales, ave de la selva umbría;

y de sus ojos, sol, tu luz destierra.

Las tropas conservadoras, que se negaban a asumir la derrota, se movían en el centro del país en busca de víctimas. Querían hacer daño y lo lograron.

El Odio aguardaba el momento propicio para abandonar su madriguera. Cuando lo hizo, fue para ensuciarse las fauces con sangre.

ASÍ TEJIÓ LA MUERTE SU HILO…

El primero fue Melchor Ocampo. Lo arrancaron de Pomoca, su hacienda michoacana, pedacito de la originaria Pateo, casa familiar de aquel liberal radical, que tanto gustaba de hacerle al botánico. Allí estaba, en casa, retirado de la complicada grilla que en esos momentos se desplegaba en la capital. Prefirió dejar las complicaciones de los ministerios. Pensaba, acaso, en otra vida. En la hacienda michoacana el sol, las nubes y el tiempo corrían de otra manera.

Pero hasta ahí llegaron las sombras de esos conservadores que no se resignaban a la derrota. Se acababa mayo de 1861. Un grupo de hombres irrumpe en Pomoca y lo aprehenden. Para validar su atropello, exhiben órdenes firmadas por Leonardo Márquez -el Tigre, otra vez- y Félix Zuloaga, para que lo lleven ante ellos. No hay ruegos o resistencia que le ablande el corazón a esos hombres. Lo arrancan de su casa, de sus hijas. Se lo llevan hasta Tepeji del Río.

Aquel viaje dura tres días. Ocampo no tiene esperanzas. Sabe que va a encontrarse con la muerte. El español Lindoro Cajiga lo presentó ante sus jefes, Félix Zuloaga y el feroz Leonardo Márquez, el Tigre de Tacubaya. Le dejan hacer testamento. Quien vea aquel papel, escrito a las puertas del crimen, advertirá una letra temblorosa, de un hombre quebrantado. En esos últimos momentos, recuerda con amor a sus hijas, y las legitima: “Próximo a ser fusilado, según se me acaba de notificar, declaro que reconozco por mis hijas naturales a Josefa, Petra, Julia y Lucía… adopto como mi hija a Clara Campos. Muero creyendo que he hecho por el servicio de mi país cuanto he creído en consecuencia de que era bueno…”

Lo fusilaron el 3 de junio de 1861, y luego lo colgaron de un árbol. La noticia del asesinato de Ocampo electrizó a los liberales y los puso en estado de alerta: los conservadores no estaban vencidos por completo.

…Y LUEGO, SANTOS DEGOLLADO

El gobierno juarista deseó venganza, más que justicia. Quiso cobrar la muerte de Ocampo y saldar la cuenta pendiente de los Mártires de Tacubaya. Santos Degollado, que estaba en malos términos con don Benito, a raíz de una propuesta de paz formulada durante la guerra, quiso matar dos pájaros de un tiro: se ofreció para salir a buscar a los victimarios de don Melchor. Vengaría a su amigo y recuperaría la gracia de Juárez.

Pero, como en otras ocasiones, la diosa Fortuna le fue adversa al general Degollado. En las afueras de la ciudad de México, en el Monte de las Cruces, lo emboscaron: una bala le atravesó el cráneo y los soldados conservadores acudieron a rematarlo. Solo habían transcurrido doce días desde la muerte de Ocampo.

…Y EL JOVEN GENERAL VALLE

La indignación subió de punto. Los liberales hicieron a un lado las formas y exigieron venganza. Pero, ¿quién saldría a perseguir al Tigre? Un joven de 28 años, general con los galones ganados a pulso, diputado por el estado de Jalisco y comandante general del Distrito Federal, se encargaría de lavar las ofensas de los conservadores.

Así, Leandro Valle solicitó permiso para separarse de su trabajo legislativo, y al frente de algunas tropas, abandonó la ciudad.

Pero la tragedia aún no terminaba: Valle fue derrotado en la misma zona donde Santos Degollado había encontrado la muerte. De inmediato, Leonardo Márquez lo sentenció a muerte y mandó que se lo comunicaran. El mensajero recibió una respuesta dictada por la sangre fría:

-Por orden del general Márquez, tiene usted media hora para disponerse.

-Hace bien Márquez -respondió Leandro Valle. –Porque yo no le hubiera dado ni tres minutos.

Se apersonaron ante el sentenciado algunos antiguos compañeros del Colegio Militar, a los que la vida había llevado al partido conservador. Lo abrazaron, se despidieron. Valle regaló su capote, sus botas federicas. Pidió que a su madre le llevaran el relicario –“que no es muy milagroso”, apuntó con humor a las puertas de la muerte—que colgaba de su cuello.

Se negó a confesarse, y protestó porque lo querían fusilar por la espalda, como a los traidores. Cuando le dijeron que era orden directa de Leonardo Márquez, se encogió de hombros: “Lo mismo da morir por delante que por detrás”.

Los fusiles dispararon y Leandro Valle, general liberal, cayó muerto. Luego, colgaron su cadáver de un árbol. Era el 23 de junio de 1861. En menos de un mes, los liberales habían perdido a uno de sus ideólogos fundamentales (Ocampo) y a dos de sus generales más sobresalientes. Y todo era venganza, muy oscura venganza.

VALLE: NI ALCANZÓ A SER NIÑO HÉROE, NI EL GRAN LÍDER LIBERAL

Al matar a Ocampo, los conservadores habían atacado las ideas que sustentaban el proyecto liberal, y al asesinar en combate a Santos Degollado volvieron a enseñar las garras y con ellas la peligrosidad. Pero el caso de Leandro Valle era diferente. Al matarlo sin titubeos, Leonardo Márquez estaba asesinando al joven aguilucho que un día sería el gran baluarte del ejército liberal. Ya era admirado y respetado; era cosa de tiempo para que su potencial creciera. El Tigre no iba a esperar a que la suerte le favoreciera para que lo enviara al paredón.

Leandro Valle o Del Valle, como se asienta en algunos documentos, abrazó la carrera de las armas no bien abandonó la infancia. Tenía todo el respaldo familiar: Su padre, Rómulo Valle, se había hecho soldado al calor de la guerra de Independencia. Eso explica que se le permitiera el ingreso al Colegio Militar en 1844, cuando tenía apenas 11 años. Allí hizo amistades que durarían toda su vida, aún cuando los vaivenes políticos del país llevaron a los alumnos por caminos totalmente diferentes. Allí conoció a uno de sus mejores amigos, otro hijo de militar, que también alcanzaría fama. Quién lo iba a decir: Miguel Miramón, un par de años mayor que Leandro, sería casi su hermano.

La leyenda popular afirmaba que Valle fue de aquellos “niños héroes” que sí sobrevivieron en 1847. El 18 de junio de ese año, sabiendo que la invasión de la ciudad de México era solamente cosa de tiempo, el padre de Leandro se apersonó en el Colegio y solicitó la baja temporal del alumno, argumentando que el chico hacía falta en la casa para cuidar de su hermanita enferma. La excusa, un tanto débil, más bien delata al padre que, con todo y su honor militar, prefirió garantizar la seguridad de su hijo.

Valle terminó sus estudios y viajó por Europa; trabajó en la legación mexicana en París. Su bautizo de fuego sobrevino con la guerra de Reforma. Hijo de antiguo insurgente, se inclinó por el partido liberal y así se ganó los galones de general: se sabe que sus campañas más brillantes transcurrieron en Guanajuato y en Jalisco, razón por la cual, cuando la guerra terminó, fue electo diputado por ese estado.

Valle fue visto como modelo del joven militar liberal. Educado, con buena pluma literaria, amigo de intelectuales como Ignacio Altamirano y Manuel Payno, tenía también un fuerte sentido de la amistad. Se sabía que, cuando el azar los llevaba a enfrentarse en el campo de batalla, Miramón y Valle se dejaban mensajes fraternos en algún árbol. Algunas veces, presintiendo el peligro, Miguel Miramón le pedía a Valle velara por su familia, en caso de que cayera en combate. Querido por liberales y por algunos conservadores, tal era el perfil de Leandro Valle cuando llegó el verano de 1861, el último de su vida. Tenía 28 años al momento de morir, y con su muerte, el odio entre liberales y conservadores se exacerbó. Nadie aspiraba ya a la justicia, y todos querían venganza.

EPÍLOGO CON ECOS URBANOS

La historia de la Reforma Liberal está llena de gestos simbólicos: Restablecido el gobierno liberal en 1861, se procedió a la demolición de una parte del convento de Santo Domingo, considerablemente disminuido, pues la Ley Lerdo de 1856 les quitó los inmuebles contiguos. Desaparecieron el atrio, la enfermería, la botica, las bibliotecas, el refectorio; hasta las tumbas de los antiguos dominicos fueron desmanteladas.

El hueco que quedó después de la demolición fue transformado por el gobierno juarista. Al callejón resultante se le puso el nombre de Leandro Valle: era la bofetada liberal, el recordatorio, en un terreno conventual, de que el Estado laico había triunfado y que honraba a uno de sus mártires. Muchos años después, Salvador Novo se quejaba de que la calle Leandro Valle es una de las más inútiles de la capital, pues no lleva a parte alguna. Pero su origen nada tenía que ver con la utilidad. Era, es, un gesto más que recuerda una de las grandes batallas ideológicas de este país.