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Un amor que sobrevivió al torbellino de la guerra de independencia: Josefa Ortiz y Miguel Domínguez

Mil veces se ha contado la historia de los corregidores de Querétaro; muchas veces se ha narrado la organización de las tertulias literario-musicales en su hogar, y de cómo estas reuniones se convirtieron en el germen de la primera campaña insurgente. También se han escrito muchas páginas para describir aquellas horas de zozobra, cuando envió un mensaje para alertar a los partícipes de la conspiración. Pero de ella, de Josefa, y de su vida, y del amor por el hombre que le cambió la vida, muy poco se ha dicho.

Mil veces se ha contado la historia de los corregidores de Querétaro; muchas veces se ha narrado la organización de las tertulias literario-musicales en su hogar, y de cómo estas reuniones se convirtieron en el germen de la primera campaña insurgente. También se han escrito muchas páginas para describir aquellas horas de zozobra, cuando envió un mensaje para alertar a los partícipes de la conspiración. Pero de ella, de Josefa, y de su vida, y del amor por el hombre que le cambió la vida, muy poco se ha dicho.

Un amor que sobrevivió al torbellino de la guerra de independencia: Josefa Ortiz y Miguel Domínguez

Un amor que sobrevivió al torbellino de la guerra de independencia: Josefa Ortiz y Miguel Domínguez

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

¿Quién eres, Josefa? ¿Quién eres, huerfanita de madre, hija de un criollo pobre, dedicado al comercio? Tu destino se ve tan oscuro y triste, como el de tantos otros novohispanos, a los que los españoles llaman despectivamente “castas”, y en ese conjunto puede que te toque, porque desciendes de un mulato? Qué triste parecía la vida para esa niña, nacida en la ciudad de México en abril de 1773. Se quedó sin madre cuando apenas tenía 4 años. ¿Escuela? No, en esos días de infancia. Su media hermana mayor, que estaba casada, le enseñó los quehaceres de la casa, también a coser y bordar, desde luego, a rezar. Ese parecía ser su futuro, viviendo al lado de su padre, en un cuarto pequeño y modesto.

Pero el padre, José Ortiz, también murió: una de esas historias de miseria: atacó a un español que le exigía el pago de un préstamo. Vino la cárcel, la confiscación de la tienda. Él murió en la cárcel. Josefa tenía 12 años y su hermana acababa de enviudar. No tenían nada. Desde luego, no había herencia. Y sin dote, Josefa no podría hacer un matrimonio decoroso; tampoco la admitirían en un convento.

¿Había alternativas para una jovencita tan desamparada?

Sí, una, que no costaría poco trabajo: llevarla al Colegio de San Ignacio, el que todos los habitantes de la capital conocía como Las Vizcaínas. Aquella escuela para mujeres, fundada por ricos comerciantes vascos. No era un convento. El colegio se había formado para mujeres y niñas desamparadas, como Josefa; para que no cayeran en la miseria y tuvieran un techo seguro y algo que llevarse a la boca. La mantenían sus benefactores y se cobraba una cuota a las alumnas.

La hermana de Josefa rogó a los parientes de su padre. Convenció a un tío del difunto José: don Rafael Eguite estaba dispuesto a pagar los diez pesos mensuales que costaría la estadía de la muchachita en el colegio.

Así empezó una vida diferente. Así encontraría su destino.

Quienes produjeron esta estatua de la Corregidora, que se encuentra en la ciudad de Querétaro,
hicieron bien su tarea: en 1810, Josefa era una mujer de 40 años, atractiva, según se dice,
y no la anciana que mucho tiempo conocimos.
UN VIUDO LLEGÓ DE VISITA… Josefa se adaptó a Las Vizcaínas. Allí, las jovencitas recibían educación para convertirlas en buenas esposas, y además tenían instrucción musical. Eso tenía un valor importante: si una chica tenía habilidades para cantar o tocar un instrumento, eso aumentaba sus posibilidades de entrar en un convento, aunque no tuviera dote.

Pero la tranquilidad duró muy poco. Tenía 14 años cuando el tío dejó de pagar la manutención de Josefa. La muchacha fue a dar en calidad de pariente pobre, casi en el estatus de sirvienta, con otra tía. Pero la trataban como una huérfana a la que solamente se le tenía ahí por caridad. Pero ahí estaba desamparada, y los visitantes de su tía la rondaban, intentando seducirla, aprovecharse de ella.

Desesperada, escapó de aquel lugar donde tan mal la trataban. Escribió una carta a la rectora del Colegio: rogaba que, por piedad, la recibieran de nuevo en Las Vizcaínas. Solo así sortearía “los peligros del mundo”, como tantas otras pobres mujeres que, presas de la miseria, caían en la prostitución.

Nuevamente suplicó a los parientes de su padre. Consiguió que un familiar de su madre pagara los diez pesos mensuales. Pero no había pasado sino un año cuando el benefactor murió. Inquieta por su futuro, se aplicó en los estudios. Si había de salir adelante, sería por ella misma.

Entonces, su destino le salió al paso.

Era diciembre; y la mesa directiva de la cofradía de la Virgen de Aranzazú, que era la autoridad máxima del Colegio, visitó Las Vizcaínas. Y con ellos iba un caballero, el licenciado Miguel Domínguez, que era apoderado de uno de aquellos caballeros.

Como ocurre en tantas historias de amor, se miraron. Ella había estornudado y eso llamó la atención de aquel hombre de 35 años, quien, educadamente, le ofreció su pañuelo. ¿Sabía Josefa que, con ese pañuelo, ese caballero estaba tendiendo un puente para el resto de su vida?

Domínguez se hizo visitante frecuente de Las Vizcaínas. Sin palabras, se fueron entendiendo. Ella vivía en exaltación constante. Ese hombre, el que le empezó a escribir cartas, requiriéndola de amores, era un personaje muy importante: oficial mayor del gobierno virreinal, nada menos, y secretario de la Junta Superior de Hacienda. Criaba solo a sus dos hijas, pues era viudo. Él, en las misivas, le prometía matrimonio. Josefa decidió que en Miguel Domínguez estaba su futuro. Decidió abandonar el Colegio. Pidió a la rectora le permitiera volver con su hermana, “por enfermedad”, y “sin regreso”. Era 1791 y la muchacha tenía 18 años.

A la casa de la hermana de Josefa llegó don Miguel, no bien supo de la salida de la muchacha. La cortejó apasionadamente. Y se alegró mucho cuando supo que Josefa esperaba un hijo de él. Puso una casa para que allí vivieran las dos mujeres: nada les faltaba, y la bebé, María Ignacia, nacida en enero de 1792, era muy amada por su padre, pero Domínguez le propuso matrimonio a Josefa hasta principios de 1793, cuando la muchacha tenía ocho meses de embarazo de su segunda hija. La hermana de Josefa había muerto súbitamente, y Miguel decidió formalizar la relación. Se casaron el 24 de enero de 1793, de noche, con extrema discreción. Luego, ella se mudó al hogar de Miguel, y poco a poco, se ganó el cariño de las hijas de su esposo.

Era 1801 cuando Miguel Domínguez fue nombrado corregidor de Querétaro. La pareja había tenido ya 7 hijos en total, de los cuales vivían cinco. Se mudaron y establecieron su hogar en las casas reales. Ahí les nacieron otros cinco hijos.

Despuntaba el siglo XIX, y tenía años que en la Nueva España sonaban voces que pedían una nueva manera de vivir, en la que los nacidos en estas tierras tuvieran el control de su futuro. Se hablaba de independencia, de autonomía. Josefa no era ajena a esa polifonía. Ella, que tenía un origen tan humilde, no dejaba de advertir las desigualdades, y no vacilaba en externar su opinión.

Por eso no resultó extraño, que, al paso del tiempo, ella y su marido trabaran relación con muchos integrantes de la élite criolla del bajío, que estaban sumamente interesados en la independencia.

Por el contrario, la imagen conocida del Corregidor Domínguez es un retrato que se le hizo en su vejez, cuando los años más turbulentos de la pareja ya habían pasado.DE LA CONSPIRACIÓN A LA PERSECUCIÓN. De muchos mexicanos es sabido lo que ocurrió en 1810: las tertulias literarias que se efectuaban en el hogar de los corregidores se convirtieron en el refugio de una conspiración, donde las quejas contra el “mal gobierno" eran el pan de cada merienda. De los dichos pasaron a los hechos: Miguel Hidalgo, como sacerdote carismático que era, llamaría a la rebelión y encabezaría el movimiento. Jóvenes militares criollos como Ignacio Allende —que cortejaba a una de las hijas de los Domínguez— era el más exaltado y decidido. Si don Miguel, consciente de su cargo público y de lo mucho que arriesgaba la familia al involucrarse en la trama, procuraba ser moderado en sus palabras, Josefa era impetuosa al manifestar su apoyo a la conspiración.

Pero las delaciones nunca faltan, y eso ocurrió también en Querétaro. Mientras Miguel Hidalgo se lanzaba a una campaña vertiginosa, alertado a tiempo por el enviado de Josefa, lo cierto es que los corregidores, y algunos otros compañeros de conspiración quedaban en situación muy comprometida, como los hermanos Emeterio y Epigmenio González, que fueron encarcelados inmediatamente, y en el caso de Emeterio, desterrado a las islas Filipinas.

Los Corregidores de Querétaro corrían grave peligro. Obligado por las circunstancias, Miguel Domínguez hubo de participar en las primeras acciones legales contra los conspiradores, antes de que fuese cosa pública su participación en la trama independentista. Intentó, infructuosamente, que el cateo a la casa de los hermanos González fuese meramente de trámite, y, con sentimientos encontrados, hubo de avalar la insistencia del comandante de la brigada de Querétaro y del escribano que lo acompañaban, y así se descubrieron papeles subversivos, proclamas y muchas armas. Mientras tanto, Josefa, encerrada en su casa, aguardaba con inquietud el curso de los acontecimientos: no estaba claro si ella y su familia pagarían caro su fervor independentista.

La corona empezó a accionar contra los rebeldes. Miguel Domínguez fue suspendido de su cargo y encerrado en el Convento de la Cruz. Josefa permaneció unas horas encerrada, y luego trasladada al Convento de Santa Clara. El matrimonio fue liberado un poco después, por órdenes del alcalde de Corte, de apellido Collado, que había llegado a Querétaro, para hacerse cargo de la causa.

Son varias las hipótesis que explican esa insólita liberación: una apunta a que los indios del cercano pueblo de La Cañada amenazaron con sublevarse si el corregidor seguía preso. Otra señala que Collado temió, puesto que ya se sabía de los estragos que causaban a su paso las tropas de Hidalgo, que la ciudad de Querétaro fuese atacada por la marejada insurgente, para liberar a los ilustres presos. De este modo, don Miguel volvió a su puesto de corregidor y Josefa regresó a su hogar, con sus hijos.

Lo que ignoraban las autoridades virreinales, era que, en ese matrimonio, si había alguien inflamado de ardor independentista, era ella, esa criolla cuarentona.

“UNA VERDADERA ANA BOLENA". Si don Miguel Domínguez prefirió el bajo perfil, para mantener el puesto y la cabeza en su lugar, doña Josefa optó por dar la batalla en la medida en que su condición de madre de familia se lo permitió. No se escapó para unirse a la insurgencia —estaba embarazada nuevamente, en septiembre de 1810— pero, siguió defendiendo la causa de la independencia.

Josefa pensó acaso que no había nada que perder: hacía acopio de cuanta información relevante caía en sus manos, acerca del movimiento de las tropas realistas, y se esforzaba porque esos datos importantísimos llegaran a manos de las fuerzas rebeldes. Así, entre los empeños de ella y los miedos de su esposo, corrieron los primeros meses de la lucha independentista. A nadie, en la ciudad de Querétaro, le cabía duda de que doña Josefa Ortiz era una aliada de los insurgentes, de las más radicales y furibundas. Y, aunque tuvieron muchas peleas por ese apoyo a la insurgencia, su unión nunca se resquebrajó.

En ese raro y frágil equilibrio, los Corregidores vieron pasar el tiempo. Los continuos regaños de don Miguel hacían poca mella en el ánimo de Josefa.

Cuesta trabajo entender por qué, con ese comportamiento, el matrimonio Domínguez y Ortiz conservó posición y libertad durante 1811, 1812 y prácticamente todo 1813. La circunstancia, acaso, se explicara porque, con toda seguridad no eran ellos los únicos criollos que simpatizaban con la rebelión, y ese factor frenaba delaciones.

Pero en diciembre de 1813, el canónigo de la catedral de la Ciudad de México, don José Mariano Beristáin, fue enviado a Querétaro con una encomienda: tenía que indagar quiénes, entre los habitantes de la ciudad, eran afines a los insurgentes. Naturalmente, su primer hallazgo se llamaba Josefa Ortiz. Su informe no deja lugar a dudas:

“Hay un agente efectivo, audaz, descarado e incorregible, que no pierde ocasión ni un momento de inspirar odio al rey, a la España y a las providencias justas del gobierno legítimo de este reino. Y tal es, señor, la mujer del corregidor. Es una verdadera Ana Bolena que ha tenido el valor de intentar seducirme a mí mismo, aunque ingeniosa y cautelosamente…”.

Josefa no intentaba “seducir” al canónigo en el sentido moderno del término. “Seductora” es un calificativo que menudea en los cargos contra las mujeres que abrazaron la causa de la independencia y se refería a una intensa labor de convencimiento y persuasión ideológica.

A resultas del informe de Beristáin, Josefa fue encerrada en un convento, separada de su marido y de sus hijos, por órdenes del virrey Félix María Calleja. Bañado en llanto, don Miguel Domínguez hubo de entregar a su mujer a las autoridades.

Era el 11 de enero de 1814. La separaron de Carmen Camila, su hija más pequeña, de un año y medio. La acompañaba otra de sus hijas, María Micaela, de 14 años. Madre e hija fueron encerradas en el convento de Santa Teresa la Antigua, donde permanecieron hasta mayo de 1815.

Miguel Domínguez no se quedó cruzado de brazos. Una y otra vez le escribió a Calleja, pidiendo permiso para dejar su puesto en Querétaro y marcharse a la capital, a hacerse cargo de la defensa de Josefa. Después de insistir y no obtener respuesta, decidió jugársela: se trasladó a la Ciudad de México, tomó casa en la calle del Indio Triste y, gracias a sus empeños, Josefa siguió en encierros conventuales, sin pisar las prisiones de la corona.

En junio de 1815, Josefa fue trasladada al convento de santa Catalina de Siena; allí se quedó hasta mediados de 1817, cuando fue beneficiada con uno de los muchos indultos concedidos por el virrey Apodaca. Con la salud mermada, acaso cansada, se quedó en su casa. Allí vio llegar la consumación de la independencia.

JUNTOS HASTA EL FINAL. Josefa vio llegar la independencia tan anhelada, pero su alegría se opacó al ver cómo Agustín de Iturbide se convertía en el emperador del nuevo país. “Josefa Ortiz es reina de su casa, y jamás cambiará ese título que la envanece por el criada en la ajena", le mandó decir al Dragón de Fierro cuando éste la invitó a ser dama de honor en el palacio. Su esposo, no obstante, pudo recobrar su posición política, y llegó a ministro de la Suprema Corte de Justicia.

Murió en 1829, de pulmonía, después de andar, todavía, en tertulias políticas y apoyar a Vicente Guerrero. Se dice que en alguna ocasión echó de su casa al presidente Guadalupe Victoria. Deprimido, Miguel murió menos de un año más tarde. Y aunque en el pasado reciente se ha insinuado una relación amorosa entre Josefa e Ignacio Allende, pruebas sólidas no hay al respecto. En cambio, es sabido que el matrimonio Domínguez y Ortiz estuvieron juntos hasta el final.