Opinión

Un modelo cultural para México

Un modelo cultural para México

Un modelo cultural para México

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Concluyo con esta entrega un resumen de las notas que preparé para mi participación en coloquio sobre políticas culturales en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Un espacio en el que compartí la mesa con dos queridas colegas mexicanas vinculadas como yo, por diversos motivos, al Reino Unido: Consuelo Sáizar, actualmente estudiante de un doctorado en sociología en la Universidad de Cambridge, exdirectora del FCE y expresidenta del Conaculta, y Bertha Cea, hasta hace un año directora del Museo del Antiguo Colegio de San Ildefonso, que fuera la sede, con una gran exposición, con la que arrancó el Año Dual del Reino Unido y México en octubre de 2014.

Compartí a su vez la mesa en la que revisamos algunos ejemplos de los grandes modelos culturales en el mundo con el director de orquesta y gestor cultural colombiano, David García, y fuimos moderados atinadamente por la secretaria de cultura del gobierno de Jalisco, Giovana Jaspersen.

La semana pasada mencioné cuatro momentos clave que explican el ascenso del Reino Unido en el siglo XX como un modelo ejemplar de política cultural. Me referí a la creación de la BBC en 1922; a la fundación del British Council en 1934; a la organización en 1967 de la primera transmisión satelital mundial coordinada por la televisión del Reino Unido;  al nacimiento de NESTA, en 1998, y la publicación del primer estudio nacional realizado en el mundo sobre el impacto de la cultura para la economía y el desarrollo de un país.

Junto con estos momentos clave mencioné a su vez dos procesos de transición en la manera en que se reconfiguró la narrativa británica de su identidad y de su producción cultural que resultaron fundamentales: pasar de ser la gran potencia hegemónica e imperial del siglo XIX, para integrarse a los procesos poscoloniales con un nuevo discurso de cooperación cultural internacional,  y la  reconversión de su modelo de economía industrial, en las últimas tres décadas del siglo XX, para lo cual el reconocimiento y fomento de sus industrias creativas, el estudio de la aportación de la cultura y las artes al crecimiento británico, y el poder de la innovación y el uso de las tecnologías digitales en la conformación de un ecosistema de creatividad cultural han sido uno de sus principales motores hasta nuestros días.

Me detengo de nuevo en aquel momento estelar de junio de 1967 para regresar al caso mexicano. En aquella transmisión histórica, en la que el Reino Unido se presentó a los televidentes del mundo con una actuación en vivo de los Beatles, México a su vez participó con un segmento de 5 minutos producido por Telesistemas Mexicanos (hoy Televisa), y presentado por el legendario conductor León Michel.

Aquellos cinco minutos resumían con elocuencia la manera en que México construyó su narrativa identitaria en el siglo XX; la de un país moderno, pacífico, amigable, en crecimiento, con una profunda tradición histórica y un paisaje cultural sostenido, en lo esencial, por el folklor y lo vernáculo: el charro cantor, el zarape y el caballo. Es decir, un discurso al que solíamos llamar “nacionalismo revolucionario”.

No es casual que la transmisión arrancara con una masiva coreografía del ballet de Amalia Hernández danzando al Son de la Negra en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, espacio ideal  donde se muestran “las tres síntesis históricas de México”; entre las ruinas prehispánicas, el convento novohispano, y los modernos conjuntos arquitectónicos de la SRE y la unidad habitacional diseñada por el arquitecto Mario Pani. ¿Quién iba a decir que un año después aquella plaza se mancharía de sangre?.

Corte a: un charro de sombrero y a caballo entonando, frente las trajineras de Xochimilco, Allá en el rancho grande. Corte a: una china poblana, en el camellón de avenida Reforma, frente al monumento a la Independencia, cantado Como México no hay dos. Corte a: imágenes del periférico capitalino —recién terminado—, de la Torre Latinoamericana, del estadio Azteca y del estadio olímpico de CU. Escenas diversas de una Ciudad de México dinámica, moderna y en crecimiento, que se prepara para albergar a los Juegos Olímpicos.

Entre secuencia y secuencia, se repiten las tomas de hombres y mujeres vestidos con trajes “típicos”, que observan sorprendidos y orgullosos las modernísimas máquinas de los estudios de Telesistemas Mexicanos, como diciendo: “¡qué modernos y qué mexicanos somos!”.

Sostengo que esta narrativa de lo mexicano casi no se ha movido de lugar en las últimas cinco décadas, y que dicho discurso permanecía casi intacto cuando en 2010 celebramos, con iconos, coreografías y discursos similares, el bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución Mexicana.

Pero la realidad es que el país cambió y mucho desde 1967 hasta la fecha y que la conformación de la identidad nacional, las instituciones y las comunidades culturales que la sostienen, reproducen y ponen a circular, también cambiaron. Y sostengo al mismo tiempo que de algún modo no hemos logrado construir plenamente una nueva, diferente y más compleja narrativa para explicarnos culturalmente a nosotros mismos y para mostrarnos ante el mundo.

No obstante, la evidencia de dicha transformación está a la mano. En las últimas cinco décadas México ha vivido un proceso de transformaciones contantes en todos los ámbitos de su vida pública, y en todos ellos la cultura se ha mantenido como un aspecto central.

Lo es para explicar nuestra identidad nacional en su conformación primigenia y plural, que vincula lo particular y lo universal, lo ancestral y lo contemporáneo. Lo es también para explicar nuestra identidad cosmopolita, con la creación constante de vínculos de cooperación con el resto del mundo, y el enorme peso que tienen para entender la identidad del país las decenas de millones de mexicanos que viven en los Estados Unidos, y la diáspora cultural mexicana establecida a lo largo y ancho del planeta.

La cultura mexicana, en esta media centuria de transición, demostró a su vez su sólida y creciente contribución a la economía, al desarrollo del país y al bienestar de la población;  su papel central como vehículo democratizador con alto impacto social, que integra a las políticas culturales en un ámbito más amplio, como promotoras  y defensoras de la diversidad, la multiculturalidad, los derechos humanos, la equidad de género, los derechos de los pueblos originarios, la defensa del medio ambiente, el desarrollo comunitario y la paz.

En esta media centuria hemos atestiguado la creciente profesionalización de nuestras comunidades creativas; el cada vez más intensivo uso de las nuevas tecnologías para la producción cultural, y el acceso cada vez más amplio a los bienes y servicios culturales por parte de la población (aunque el rezago en este capítulo sigue siendo enorme).

En los últimos 50 años hemos visto crecer y diversificarse nuestra infraestructura cultural, como también se han diversificado las fuentes para su financiamiento, hemos diseñado sólidas políticas públicas en defensa y fortalecimiento de nuestros patrimonios culturales históricos, materiales e inmateriales, hemos elevado a la cultura como un derecho constitucional y hemos recién aprobado la ley que reglamenta este derecho.

En conclusión. Tenemos, como los británicos, una historia secular notable en materia de instituciones culturales, del mismo modo que nuestras políticas culturales, y nuestra producción cultural misma, han transitado con el siglo y se han renovado, se han vuelto más complejas y diversas.

No ha ocurrido lo mismo con nuestra narrativa profunda, con la manera en que nos explicamos culturalmente y perfilamos y concebimos el rostro cultural de México en el siglo XXI. Si tuviéramos que rehacer hoy aquella transmisión histórica de 1967 ¿Qué presentaríamos? En la actualización de esos cinco minutos mexicanos anida la respuesta a nuestros retos culturales del presente.