Opinión

Una alianza y dos maneras de hacer la guerra: el encuentro entre Cortés y los tlaxcaltecas

Una alianza y dos maneras de hacer la guerra: el encuentro entre Cortés y los tlaxcaltecas

Una alianza y dos maneras de hacer la guerra: el encuentro entre Cortés y los tlaxcaltecas

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

El desconcierto de Hernán Cortés debió ser enorme. Él, sus hombres y sus aliados de Cempoala acababan de combatir contra una tropa de guerreros otomíes. El enfrentamiento había sido duro: algunos de sus hombres estaban heridos y les habían matado dos caballos. Aquellas armas, extrañas espadas de madera con filos de obsidiana, eran temibles, y los recién llegados estaban agotados y hambrientos.

Frente a ellos, y comandados por el joven Xicoténcatl, otro contingente de guerreros, otomíes y tlaxcaltecas, se disponía a pelear. Pero los hombres de Xicoténcatl tuvieron un extraño gesto, desconocido para aquellos hombres que venían del otro lado del mar: enviaron a sus adversarios guajolotes asados, atravesados por una vara;  tortillas, tamales, huevos de ave. Probaron tunas, algo que llamaron “las cerezas de la tierra”, y que conocemos como capulines. También hubo comida para los animales. Hechos a la penuria alimenticia de los viajes en barco, donde con trabajos disponían de los bizcochos salados que eran la provisión de toda embarcación, una pizza de aceite de oliva y unos pocos tragos de vino, la provisión que enviaban los tlaxcaltecas resultó un banquete. Pero iban de sorpresa en sorpresa, porque aquellos fieros guerreros esperaron a que saciaran su hambre.

¿Qué movía a los tlaxcaltecas a obrar de aquella manera? Las crónicas de aquellos días aseguran que ofrecieron alimento a aquellos recién llegados “porque no se fuera a decir que tomaron ventaja”. El asombro de los europeos creció cuando, al atardecer, después de combatir, volvieron a recibir agua y alimentos.

El combate continuó. Bernal Díaz del Castillo describiría, muchos años después, el modo en que los tlaxcaltecas hicieron una maniobra envolvente y los rodearon. Si hubieran querido, apuntó el soldado español, “a puños de tierra nos hubieran cegado”.

Pero ninguno de aquellos guerreros intentaba herirlos; ninguno echaba mano de los arcos y las flechas, ninguno intentaba partirles el cráneo con las piedras talladas que solían lanzar con la honda. Chocaban, se empujaban, había golpes, pero era evidente que los tlaxcaltecas no intentaban matar a sus contrincantes. Los europeos se defendían a cuchilladas. Los jinetes lograron abrirse camino, pero algunos caballos y unos sesenta hombres estaban heridos. Sin embargo, estaban vivos. Porque, en realidad, la expectativa tlaxcalteca se cifraba en hacer prisioneros, como eran las reglas de la guerra por aquellas tierras. La conclusión de aquel enfrentamiento reveló el carácter terrenal de los extranjeros: podían ser heridos y podían sangrar. Podían ser, entonces, candidatos al sacrificio ritual, uno de los elementos que habían dado lugar a las llamadas “guerras floridas”. La diferencia entre lo que unos y otros entendían por “guerra” iba a ser decisivo.

OTRO MODO DE HACER LA GUERRA. Las “guerras floridas" tenían un sentido religioso que establecía una diferencia abismal con los objetivos bélicos de los españoles y con la idea europea de “conquista". La guerra florida en la que solían combatir los tlaxcaltecas era la ruta hacia la mejor muerte posible: aquella que aseguraba el sustento de los dioses y la existencia del mundo entero.

Por eso, la guerra era un combate honorable, sin ataques por la espalda, sin gestos traicioneros y sin asesinatos. Arrojar una piedra hacia el adversario constituía un gesto miserable. Tampoco se peleaba de noche, porque los guerreros no podían ver con quién se enfrentaban, ni se peleaba con el que estuviera hambriento o sediento.

Aquel mecanismo bélico de combate se remitía a la relación entre mexicas y tlaxcaltecas, y se remontaba a los tiempos de Moctezuma Ilhuicamina: “las guerras floridas”, en las que no había muertos, pero sí se tomaban prisioneros que después serían sacrificados. Sus corazones serían arrancados y ofrecidos a Huitzilopochtli, el gran dios guerrero de los mexicas.

El sacrificio ritual era cosa muy establecida entre los mexicas desde el reinado de Acamapichtli, su primer tlatoani. Morir para alimentar a los dioses y asegurar la continuidad de la vida no era un castigo, sino el honor más alto al que pudiera aspirar un guerrero.

Así de diferente era la manera de guerrear de los tlaxcaltecas, como lo advirtieron Cortés y sus hombres. Esa diferencia fue lo que evitó que los extranjeros fueran acabados por los guerreros que mandaba Xicoténcatl el Joven.

EL NACIMIENTO DE UNA ALIANZA DECISIVA. ­Tenochtitlan era una ciudad-Estado largamente entrenada en el ejercicio de la guerra. Ése era el mecanismo por el cual había sojuzgado a los pueblos asentados en el Valle de México y regiones circundantes. Esos pueblos dominados generaban una permanente tensión que los mexicas aplacaban por medio de la fuerza y la dispersión de las comunidades. Así habían hecho, por ejemplo, con los ­matlatzincas, habitantes del valle de Toluca y que, perseguidos por los mexicas, se habían refugiado en las faldas el volcán nevado. La red de poder mexica, en los tiempos en que Cortés llegó a estas tierras, estaba basada en alianzas con otras ciudades-Estado y la opresión a numerosos pueblos de menor poderío.

Ésa era la relación opresiva que los tlaxcaltecas vivían con respecto a Tenochtitlan: no tenían permitido comerciar con los pueblos de la costa ni con los del sur. No podían hacerse de numerosas mercancías útiles o valiosas. No tenían manera de adquirir ni plumas de ave como las del codiciado quetzal, ni hermosas piedras de jade, ni tenían algodón, ni sal, ni cacao. Cortés advertiría que no se vestían con telas de algodón y que eran más bien “pobres”. Y lo seguirían siendo si no aprovechaban la coyuntura: seguir bajo el dominio mexica significaba que jamás pasarían de ser cuatro señoríos poco poderosos, comparados con Tenochtitlan, y seguirían obligados a pagar tributos y seguirían privados de tierras mejores y más fértiles. Por eso, y aunque supuso una intensa discusión entre los señores de los cuatro señoríos tlaxcaltecas, aliarse con los extranjeros era una medida pragmática y, que, a la larga, si se triunfaba sobre los mexicas, traería una nueva vida para ellos.

Y así ocurrió. A la hora de pactar, Cortés les ofreció el acceso a mejores tierras y, hasta cierto punto, cumplió su promesa. Como el mecanismo de entablar alianzas militares para emprender guerras y ganar nuevas y mejores posiciones era cosa común entre los pueblos mesoamericanos, a nadie se le ocurrió, en aquellos días, tachar de “traidores” a los tlaxcaltecas. Eran los gajes del oficio de la guerra en aquellos tiempos y en estas tierras. Por eso, el pueblo tlaxcalteca, a diferencia e los mexicas, no se convirtió en vasallo de la corona española; eran aliados, y mantuvieron esa condición, aunque disminuida, durante siglos.

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