Opinión

Una patria adoptiva: A 80 años del exilio español republicano en México

Una patria adoptiva: A 80 años del exilio español republicano en México

Una patria adoptiva: A 80 años del exilio español republicano en México

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

La guerra civil en España dejó a una multitud deambulando entre dos patrias. Los hijos del exilio nacidos en tierras americanas seguimos sintiendo ese lazo ancestral que nos une a un país que no quiso vernos nacer sobre su tierra árida. Como otros tantos, nací nieta de ésos a los que en México llaman gachupines, señores quejumbrosos y de pesado temperamento, amantes aferrados del Real Madrid o del Atleti, a quien no te conviene contradecir, que esconden una buena dosis de ternura que se asoma muy de vez en cuando, pero sabes que ahí está, encubierta por una avalancha de opiniones inamovibles.

Son varios ellos los que, con sus más de setenta años sobre los hombros, vagan por el centro de la ciudad usando boinas a las que llaman cachuchas. Cecean. Españoles en México y en España, mexicanos. Ni de acá, ni de allá. Es como tener dos madres, la biológica y la adoptiva. Una les dio la vida, pero los echó de casa por su rebeldía. La otra los recibió con los brazos abiertos, les ofreció techo, sopa y una cama con cobija.

“¡Si me muero me México quiero que me entierren en España, si me muero en España quiero que me entierren en México!” El día en que escuché a mi abuelo afirmar aquello con firmeza y puño cerrado, solté un “¿¡Por qué!?” que venteó mi sorpresa. “Para joder”, respondió.

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España era tierra de Franco el primero de abril de 1939, cuando sonó en la radio el anuncio que marcaría los años venideros de la península ibérica: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.”

Medio millón de españoles vencidos se desplazaron como se les dio a entender rumbo a Francia. Entre ellos estaba mi abuelo, un niño de seis años que atravesaba de la mano de su madre los Pirineos. Se alejaban de las miserias de una guerra sin pies ni cabeza, para encontrarse con el encierro en campos de concentración para inmigrantes. La recepción a quienes se marcharon rumbo al país de la fraternidad fue fría. Poco se sabe sobre las áreas de reclusión francesas en los que fueron encerrados cerca de 270,000 españoles: familias, ancianos, niños, mujeres, mi abuelo, cuyo delito estaba en el color rojo con el que se les calificaba.

¿Habrá sido mejor opción esos campos de encierro para exiliados en Francia que la estadía en España? Entre 1936 y 1947, en España se abrieron también varios campos de concentración franquistas, se les catalogaba como un servicio colonial penitenciario. Más allá, un estimado de 192,000 personas fueron fusiladas entre el 1939 y 1940, en esa suma se encuentran los diez hermanos de mi bisabuelo. España se sumió, entonces, en una oleada de furiosa represión: represión educativa, represión religiosa, represión lingüística, represión artística. “Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así”, escribió Miguel Delibes.

Pero la luz brilló para los que fueron arropados por nuestro México. Para los que no corrieron rumbo al país francófono, la esperanza estaba en conseguir una plaza en alguno de aquellos barcos que zarpaban de Alicante rumbo a México. Nuestro país fue el único que jamás reconoció la dictadura de Francisco Franco, el país que otorgó al bando republicano español armas y comida durante la Guerra Civil, el país de Lázaro Cárdenas.

El 13 de junio de 1939, llegaron 1,600 hombres a bordo del Sinaia al puerto de Veracruz. “El Gobierno y pueblo de México os reciben como a exponentes de la causa imperecedera de las libertades del hombre. Vuestras madres, esposas e hijos encontrarán en nuestro suelo un regazo cariñoso y hospitalario” clamó Ignacio García Téllez, secretario de gobernación. Se les recibió así. Ese mismo año llegaron más barcos, otros tantos se detuvieron frente a nuestros puertos entre 1940 y 1941.

Se embarcaron hacía el nuevo continente personalidades como el compositor Rodolfo Halffter, la pintora surrealista Remedios Varo, el arquitecto Roberto Fernández Balbuena, el oftalmólogo Manuel Márquez Rodríguez, el historiador Carlos Bosch García, el ingeniero Oscar Buen, el químico Francisco Giral González. México se nutrió con la llegada de filósofos como María Zambrano, poetas como León Felipe, narradores como Francisco Ayala, cineastas como Luis Buñuel. Y a esta lista le hace falta miles de nombres anónimos más, de esos que no eran ni artistas, ni intelectuales, ni profesionistas, pero que huyeron para adquirir el apellido de su patria adoptiva.

Ya luego, cuando el ejército alemán se agitó contra Francia invadiendo la pequeña localidad en que la familia de mi abuelo había logrado ensamblar su casa, el embajador de México anunció al gobierno francés que Le Mexique estaba dispuesto a acoger a los refugiados españoles que ahí residían. Años después, tras haber sobrevivido una Guerra Civil desquiciada y una guerra mundial escalofriante, mi abuelo emprendería un viaje con sus padres y su hermana rumbo a la Ciudad de México. Llegaron a un pequeño departamento que les pareció inmenso. Sin estudios (porque mi abuelo no era ni artista, ni intelectual), pero con el esfuerzo como lema diario para buscarse la vida tal y como lo hicieron otros tantos.

“Lo más positivo que se ha demostrado con los regímenes de fuerza, ya sean de izquierdas

o de derechas, es que no le bastan al hombre para vivir. Los hombres necesitan

una atención más próxima y personal.”

Miguel Delibes

El abrazo mexicano otorgado a los que fueron echados tras la Guerra Civil fue entrañable, fue veraz, abrió el camino de futuros que parecían truncados y firmó el pacto de una hermandad por la que la España estaría siempre agradecida. Entonces, allí, México destronó a Francia para postrarse como el país en el que la fraternidad sí es llevada a la práctica. Ese país nuestro fue la madre adoptiva que arropó a miles bajo un cielo confortador. A lo largo de la historia cansada de nuestro país caótico, se asoman chispazos de admirable humanidad.

Hoy, Antonio, mi abuelo, a sus ochenta y tantos, desde Irapuato, sintoniza a diario Televisión Española, no se pierde un solo partido del Real Madrid, canta en francés una que otra canción de Gilbert Bécaud y cada que lo voy a visitar me repite su historia. En la soledad de su casa, pronuncia el nombre de mi abuela y de su hija, sus dos niñas, a las que veló sobre suelo mexicano. Ha tenido una buena vida en México. “México me dio todo lo que tengo”, me dice él, alzando las cejas, sus ojos verdes encubren nostalgia por esa tierra suya que le fue negada; esos mismos ojos muestran, sin tapujos, una gratitud sincera hacia esta tierra que es tan suya como lo es de los que sí nacimos aquí.