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Valladolid, 1810: de cómo el miedo permitió a Hidalgo tomar la ciudad sin entrar en combate

Fue el temor, esa serpiente poderosa que oprime las almas, lo que llevó a las autoridades de la rica ciudad donde el cura de Dolores se había formado, a olvidarse de sus planes de resistencia armada, hechos con enorme cuidado y gasto, y rogar porque, a pesar de las amenazas de excomunión, la insurgencia no arrasara con la población.

Fue el temor, esa serpiente poderosa que oprime las almas, lo que llevó a las autoridades de la rica ciudad donde el cura de Dolores se había formado, a olvidarse de sus planes de resistencia armada, hechos con enorme cuidado y gasto, y rogar porque, a pesar de las amenazas de excomunión, la insurgencia no arrasara con la población.

Valladolid, 1810: de cómo el miedo permitió a Hidalgo tomar la ciudad sin entrar en combate

Valladolid, 1810: de cómo el miedo permitió a Hidalgo tomar la ciudad sin entrar en combate

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Corría octubre de 1810. Hasta la rica Valladolid llegaban las aterradoras historias que las huestes del cura de Dolores iban dejando tras de sí. Los horrores que se contaban sobre la toma de la Alhóndiga, en Guanajuato, hacían temblar a todo mundo, y los hacía temer que una eventual visita de los sublevados a la ciudad podía reducirla a escombros.

A la distancia, las tropas insurgentes venían a agravar las ya de por sí difíciles condiciones de vida en la Valladolid de 1810, que, como el resto del Bajío, padecía quebrantos económicos, escasez de semillas y malas cosechas. El desastre agrícola obligó a la gente a buscarse la vida en las ciudades. En los días en que Miguel Hidalgo llegó a la ciudad, a la cabeza de las fuerzas rebeldes, Valladolid debió tener entre 25 mil y 30 mil habitantes.

A cuentagotas, fluía la información del avance insurgente. Un profesor del Colegio de San Nicolás, el doctor Victorino de las Fuentes, comenzó a narrar, a fines de septiembre de 1810, cómo los comercios de San Miguel el Grande habían sido asaltados y destrozados por las hordas de la insurgencia.

El cabildo se reunió cuatro noches seguidas, intentando diseñar una estrategia que les permitiera proteger a la ciudad. Acordaron crear un grupo de hombres jóvenes que recorrieran los alrededores de Valladolid, atentos a las cosas ­inusuales que observaran. Tendrían, también, que hacer acopio de toda la información que pudieran acerca de cómo marchaban las cosas en otras ciudades e intendencias. Se les darían caballos, y recibirían un sueldo que saldría de las contribuciones que hicieran los comerciantes de la ciudad.

La inquietud aumentó cuando se supo que Celaya estaba en poder de la insurgencia, y que las tropas que custodiaban aquella población se habían trasladado a Querétaro, pensando en fortificarla y enfrentar una posible invasión.

Entonces sí que se asustaron las autoridades de Valladolid. Decidieron solicitar el regreso de una fuerza de 200 hombres, que habían enviado a Querétaro; además, determinaron la creación de una guardia de mil hombres, 500 de infantería y 500 a caballo, que serían reclutados de la propia Valladolid, y de las haciendas y las rancherías cercanas a la ciudad.

Pero como no alcanzaban las contribuciones para costear una tropa de ese tamaño, con la mayor educación, le solicitaron al cabildo eclesiástico aportara la mitad o dos terceras partes del costo total del proyecto. Mientras tanto, se le pediría a los herreros de la ciudad que produjeran cuantas lanzas fuese posible, con el fin de armar a la gente que no tuviera recursos de combate.

El cabildo eclesiástico fue más allá de lo que se le pedía: el obispo electo, Manuel Abad y Queipo, hizo circular el famoso edicto que excomulgaba a Miguel Hidalgo y a todos aquellos que lo siguieran. Para que todo el mundo se enterase, Abad y Queipo mandó que el edicto se leyera en el púlpito, entre misa y misa, y que, además, se colocara en las puertas de la catedral de Valladolid.

Al mismo tiempo, la fortificación militar se consolidaba, Decidieron uniformar a la tropa, y durante dos semanas, todos los sastres de Valladolid trabajaron sin descanso en la fabricación de chaquetas, chalecos, pantalones, sombreros y estandartes para las fuerzas vallisoletanas, mientras un canónigo, Sebastián de Betancourt se dedicaba a persuadir a los habitantes de la ciudad de sumarse a las fuerzas de defensa y a hablar mal del movimiento insurgente. Su actividad le valió que Abad y Queipo lo nombrara vicario general del nuevo ejército.

Mientras, los rebeldes se adueñaban de las poblaciones cercanas.

LA LLEGADA A VALLADOLID. El mapa del Bajío se coloreaba de rebeldía: con inquietud, los valisoletanos se enteraron de que la insurgencia había tomado Salamanca, San Luis de la Paz, Valle de Santiago y Pénjamo. Abad y Queipo emitió un segundo edicto, amenazando con la excomunión a todos aquellos que no se apartaran de las fuerzas rebeldes ni volvieran a casa. Se permitió amenazar con una de las situaciones que más pavor causaban en el alma novohispana: “vuestras almas serán destinadas a las penas eternas del infierno, y vuestros cuerpos, privados de sepultura eclesiástica, servirán de pasto a los perros y a las aves”.

Pero tan crudas amenazas sirvieron de muy poco: el ejército de Miguel Hidalgo aumentaba de modo impresionante. El miedo empezó a correr por las calles, arrastrando a la pobre gente. Por miedo a un motín, se determinó que nadie objetaría si, al entrar las tropas del cura se cantaba un Te Deum, como solía hacerse en una ocasión solemne. Se supo que algunos curas, españoles, dejaron todo abandonado y buscaron refugio, a medida que se volvía inminente la llegada de los rebeldes.

El cabildo decidió retirar de su santuario la imagen de la Virgen de Guadalupe, emblema del movimiento insurgente, el 7 de octubre. Para congraciarse con la gente —y con la Guadalupana— decidieron rezarle un novenario, a manera de disculpa por ocultarla. Para reforzar su posición, Abad y Queipo emitió un tercer edicto de excomunión, que amenazaba con penas aún peores a quienes se mantuvieran leales a los insurrectos.

Pero pudo más el miedo. A la hora de la hora, se resolvió que los insurgentes podrían entrar a la ciudad, y que la tropa formada con tanto esmero no entraría en combate. No era suficiente para hacer frente a la marejada humana que seguía a Hidalgo, argumentaron. Abad y Queipo devolvió el mando de la diócesis al cabildo eclesiástico y tomó el camino a la ciudad de México, para atender, según dijo, “una invitación” del recién llegado virrey Venegas. La “ansiedad del espíritu” ahogaba a Valladolid entera.

En ésas estaban cuando José María Ansorena, comerciante y alcalde, les avisó: había recibido un mensaje de Juan Aldama, “que se decía mariscal”, y que exigía la rendición de la ciudad. Si no accedían, decía el mensaje, “entraría con su ejército a sangre y fuego”.

Los asustados vallisoletanos armaron una comisión: el canónigo Betancourt, como representante del clero; Isidro Huarte por parte del ayuntamiento, y José María Arancivia, capitán de dragones,  como representante militar. Los tres salieron hacia Indaparapeo, donde Aldama los recibió. Allí, mientras aguardaban la llegada de Hidalgo, discutieron un tema que inspiraba nerviosismo: el destino de los españoles que habitaban en la ciudad. Aldama insistía en que uno de los objetivos de la rebelión era “separarlos del reino y que se vayan”,  y como Betancourt intentara disuadirlo, el insurgente respondió: “crea usted, señor, que si mi padre viniera, a mi padre llevaría preso como a éstos”.

Las cosas no mejoraron al llegar Hidalgo a Indaparapeo: a la hora de encontrarse ante el cura de Dolores, Betancourt pidió que se respetaran conventos, colegios, monjas, educandos  y templos. Se le concedió. Luego pidió que los indios no entraran a Valladolid, porque sólo iban a “robar y a apestar la ciudad”. Allende rechazó la propuesta: “han de entrar todos a Valladolid”. Isidro Huarte no atinó a hacer otra cosa que llorar y quejarse de las pérdidas que había sufrido en sus propiedades de Celaya. El capitán Arancivia no pidió nada para los militares.

Eran hechos consumados: mientras los enviados hablaban con Hidalgo, los primeros batallones insurgentes entraban a Valladolid. El cura de Dolores mandó avisar de su pronta llegada.

Eran las once de la mañana del 17 de octubre de 1810 cuando Miguel Hidalgo entró a Valladolid, seguido por un contingente de 50 mil hombres. Allí ocurrirían sucesos importantes, como el primer bando que abolía la esclavitud, y los asesinatos de españoles inocentes, que atormentarían al cura de Dolores el resto de sus días.