Opinión

Volé

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La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

A lo largo de los últimos siete años he tenido el privilegio de poder compartir y aprender de la cultura totonaca, mis inicios fueron asistiendo a la cumbre Tajín que se realiza año con año en el Centro de Artes Indígenas en el municipio de Papantla, Veracruz. Este evento ha tenido distintas facetas desde que por primera vez se realizó cuando el abuelo don Juan Simbrón y Salomón Bazbaz Lapidus comenzaron la enorme tarea de la salvaguarda del patrimonio Totonaca. Mismo que ha tenido como frutos importantes logros como la declaratoria de patrimonio de la humanidad del ritual de los voladores (que no sólo son de Papantla, sino que es una tradición que se extiende desde la huasteca hasta el sur del país) por parte de la UNESCO, así como la declaratoria del Centro de Artes Indígenas como lugar de mejores prácticas de conservación del patrimonio inmaterial.

La cumbre te ofrece ,como en la vida, distintos tipos de experiencias, los ingresos que se generan sirven como parte de los fondos que permiten el mantenimiento del centro de artes indígenas así como para sus distintos programas educativos y culturales. Y si bien cada administración estatal ha querido imponer su agenda de gustos musicales para el reventón, los indígenas totonacas han logrado preservar la esencia de ese espacio y una de sus grandes proezas ha sido la escuela de los voladores.

Conforme más se fueron estrechando mis lazos afectivos con la comunidad, más me sentía identificado con su cosmovisión e imaginaba como sería ser un volador. Durante años observé cientos de vuelos y conocí a varios voladores, cuyo requisito es la impecabilidad; es decir, ser volador no sólo es una danza o ritual ceremonial sino que es una forma de actuar en congruencia con el don de cada quien y una herramienta práctica para vivir en armonía con todo lo que nos rodea, de allí que las alegorías del vuelo se convierten en parte del vocabulario y la manera percibir el mundo.

Tras compartir con ellos varias ceremonias pregunté qué tipo de preparación requería para poder ser un volador, a lo que me contestaron “César, tú ya vives la filosofía totonaca, ya sólo te hace falta volar”, como respuesta prometí que en mi próxima visita eso haríamos. La fecha fue el pasado fin de semana, justo en el marco de las fiestas patronales de San Miguel Arcángel y San Francisco de Asís.

Mi maestro fue don Cruz Ramirez, el mismo que ha preparado a cientos de niños y jóvenes voladores y quien recibió, a nombre de México, el reconocimiento del ritual de voladores en la UNESCO. Me prestaron un atuendo de volador, en su altar me dió la bendición y me presentó a mis compañeros de vuelo. Caminamos en fila al palo de 22 metros frente a la capilla en la comunidad de Ococingo, danzamos en círculos alrededor del palo invocando a los cuatro rumbos y elementos, primero subió el caporal -quien lleva el toque de la flauta y el tambor-, y posteriormente mis otros tres compañeros de vuelo, enredaron las cuerdas, incluída la mía, y finalmente ascendí por las escaleras del palo.

Me armé de valor pensando en las enseñanzas de los niños voladores – si ellos lo hacen, yo también puedo- me decía-.

Al subir recordaba los consejos de Salomón Bazbaz ¡no mires hacia abajo!, llegué a la cima, Jesús, mi compañero de vuelo, me apoyó a amarrarme la cuerda a la cintura, me explicaron como écharme para atrás, me advirtieron de colocar la cuerda en un pequeño espacio tallado en la madera para que no se deslizara, me pidieron soltarme primero, temeroso lo hice y solté, el caporal comenzó con el toque de flauta y tambor y emprendí el vuelo, a la primera de las 13 vueltas, el cuerpo se volteó hacia arriba, escuché los gritos de don Cruz ¡Sostén tus pies con la cuerda!, me impulsé nuevamente boca abajo y comencé a disfrutar el vuelo. Para el aterrizaje fui asistido por el nieto de don Cruz quien me “cachó”, me desamarraron y danzamos para agradecer los dones conferidos. Ahora lo entiendo, la única forma de aprender a volar es volando.