Opinión

…Y don Porfirio se fue al exilio

…Y don Porfirio se fue al exilio

…Y don Porfirio se fue al exilio

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy
TEXTO INTRODUCTORIO

No bien firmó el texto de su renuncia, en mayo de 1911, Porfirio Díaz y una parte de su familia abandonaron la casa de la calle de la Cadena, para dirigirse a la estación de San Lázaro: viajarían por tren al puerto de Veracruz, y se embarcarían con destino a Francia. Entre las sombras, los Díaz dejaron su hogar. Nunca volverían a aquella casa. Empezaba, para el presidente oaxaqueño la vida teñida de recuerdos, salpicada de sentimientos encontrados, que llevan quienes abandonan su patria en medio de una tormenta política.

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Llegaron varios autos, aquella noche del 25 de mayo de 1911, al número 8 de la calle de la Cadena, hoy Venustiano Carranza. Choferes y sirvientes empezaron a cargar con el equipaje de la familia Díaz, que se marchaba, no bien se había leído en el Congreso el documento con el que don Porfirio renunciaba a la presidencia de la República. En 8 baúles se resguardaba el archivo de aquel hombre que había gobernado el país por más de treinta años, y al que el movimiento revolucionario triunfador no vaciló en exigirle la renuncia.

Los autos se encendieron. Pasaba ya de la medianoche. Acompañado de su esposa, Carmelita Romero Rubio, Porfirio Díaz abordó un Mercedes negro que arrancó hacia la estación de San Lázaro. La comitiva, que se movía con discreción en las sombras de la ciudad de México, todavía pasó por la Plaza de la Constitución. Acaso don Porfirio echó una última mirada a Palacio Nacional: ahí había residido en sus primeros años de presidente; ahí compartió la vida doméstica con Delfina, su primera esposa, y ahí la vio morir después de dar a luz a su última hija, una niña llamada Victoria, que tampoco sobrevivió. No tenía ni un año que Palacio había brillado con esplendor, durante las Fiestas del Centenario.

El presidente Díaz no se había enterado, que, entre el bullicio y las luces de aquella fiesta, un grupo de ciudadanos había ganado la calle para protestar por su permanencia en el poder, enarbolando una pancarta con el retrato de su contrincante en las elecciones, Francisco Madero. Tampoco se había enterado del sofocón que pasó el subsecretario de Relaciones Exteriores, don Federico Gamboa, quién sí vio a los manifestantes en compañía de un diplomático extranjero: muerto de pena, descolocado por la irrupción de la realidad política en el fasto de la celebración, Gamboa había tenido que inventar que aquel hombre con barba de candado que aparecía en aquel cartel eran nada menos que el presidente Díaz “cuando era joven”.

Los automóviles llegaron con prontitud a San Lázaro: ahí, esperaban a don Porfirio y a Carmelita, el resto de la familia, tanto los que se iban con él como los que se quedaban. También estaba ahí un grupo de militares, encargados del a seguridad del expresidente: el general Fernando González, el teniente coronel Armando I. Santacruz, el inspector Celso Acosta y un ingeniero, Gonzalo Garita.

Habían sido agitadas e incómodas las últimas horas pasadas en la casa de Cadena 8. Hacía medio año que don Porfirio sufría una dolencia en el lado izquierdo de la boca: una postemilla que no sanaba le había hecho pesada la vida, y le causaba tantas molestias que aquel hombre, ya octogenario, no podía sino alimentarse con líquidos y papillas. Enviada la renuncia, no hallaba el expresidente algo a qué permanecer en la capital del país que había gobernado: tanto se aplicó a dirigir el empaque de sus papeles y objetos personales, que ni siquiera se cambió de ropa para salir de viaje. Cuando llegó a San Lázaro, Porfirio Díaz iba vestido de civil; llevaba un traje claro de casimir, cubierto con un abrigo de lana.

Pasaban de las cuatro de la mañana cuando, por fin echó a andar el convoy que llevaría a los Díaz a Veracruz. Con don Porfirio iban Carmelita y sus dos hermanas, Sofía y Luisa, con sus respectivos esposos. Se exiliaba también Porfirio Díaz Ortega, “Porfirito”, con su esposa y sus cinco hijos, todos pequeños. En México se quedaban las hijas de don Porfirio: Luz, casada con Francisco Rincón Gallardo, y Amada, que tenía por esposo a Ignacio de la Torre y Mier.

Avanzaba el tren hacia Veracruz. Llevaban una escolta que estaba al mando del general Victoriano Huerta, quien iba a la retaguardia. Al frente del tren iban soldados comandados por el coronel Joaquín Chicharro. En las cercanías de Tepeyahualco, hubo un intento de asalto. La escolta entró en acción y se lanzó contra el grupo de bandoleros. Mientras los dispersaban, el tren permaneció detenido.

Anochecía el 26 de mayo cuando el tren llegó al puerto de Veracruz. Allí, el expresidente fue recibido por el encargado de la dirección de obras del puerto, un inglés llamado John P. Brody. Pusieron a disposición del presidente una casa; la tradición familiar asegura que se trató de un favor pedido por don Porfirio quien, un tanto inquieto por la reacción que tendrían los veracruzanos al enterarse de su presencia en el puerto. Prefirió tener cobijo en los espacios de la comunidad inglesa.

LA DESPEDIDA

La familia Díaz permaneció cinco días en el puerto de Veracruz. A la mañana siguiente de su llegada, fue a visitarlo el gobernador del estado Teodoro Dehesa. Después de aquella reunión, el expresidente se quedó en las habitaciones donde lo habían acogido, contemplando el mar. Estaba inquieto, las molestias de la boca no cedían. Nuevamente la historia familiar asegura que esos días los pasó don Porfirio bebiendo té de hojas de naranjo que le preparaba Carmelita, y un médico llamado Arcadio Ojeda le recetó masajes en la boca con un remedio llamado “bálsamo de la India”, para mitigar el dolor.

Los veracruzanos trataron con consideración a Porfirio Díaz y a los suyos. Esos, los últimos días en México, no hubo uno solo en que no llegasen visitas de trato respetuoso. Lo mismos funcionarios públicos que gente común y corriente, simplemente para conocerlo, para decirle “hasta pronto”, para desearle buen viaje, para mirarlo por última vez y un día poder contar “yo vi a don Porfirio cuando se fue de México”.

Algún simpatizante llevó un libro con pastas de cuarto con páginas bellamente adornadas con dibujos al acuarela, para que todos los visitantes dejasen alguna anotación, un mensaje, un buen deseo.

Entre la mucha gente que llegó a decir adiós, apareció un visitante muy especial: se trataba de Federico, otro hijo de Porfirio Díaz, concebido con alguien a quien la tradición familiar sólo conoce como “la mujer de Tlalpan”, probablemente poco después de la muerte de Delfina Ortega. Aquel niño se había criado con padres adoptivos, encomendado por don Porfirio; ni siquiera llevaba su apellido y su relación fue siempre más o menos distante, pero en aquellas horas, Federico Ramos fue a despedirse del hombre que lo había engendrado.

Llegó el 31 de mayo, fecha fijada para que zarpara el Ypiranga, buque en el que los Díaz viajarían a Francia. Afuera de la casa donde se alojaba la familia, un batallón de zapadores hicieron valla. Al aparecer don Porfirio, los militares presentaron armas. El expresidente se despidió, con un abrazo, del comandante de la escolta que lo había llevado a Veracruz, Victoriano Huerta.

La familia almorzó, y se trasladó al muelle: Ya estaba ahí el Yipiranga, procedente de Coatzacoalcos. Había más mexicanos que se iban a Francia: el segundo de a bordo del ministro de Hacienda, Nicanora Cedillo y Juana Serrano, una cocinera y otra ama de llaves de la casa de los Díaz, se iban con sus patrones. También estaba en el grupo uno de los hijos de su compadre, el manco Manuel González.

Antes de embarcarse, don Porfirio habló: “Guardo este recuerdo en lo más íntimo de mi corazón”. Cuentan que aquel último discurso quedó grabado en rodillos de cera. Sonaron veintiún cañonazos y se ejecutó el himno nacional. El barco zarpó.

Era la madrugada del primer día de junio de 1911 cuando empezó el largo exilio para Porfirio Díaz.

Hicieron escala en La Habana, donde Díaz eludió, con cortesía, a la prensa que se moría por entrevistarlo. Llegaron a Europa el 15 de junio. Se movieron hacia París. Allí, en algún momento le confesó a Federico Gamboa, que lo visitaba: “Me siento herido. Una parte del país se alzó en armas para derribarme, y la otra se cruzó de brazos para verme caer”.