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Y llegaron las computadoras y algunas otras máquinas

Nadie que haya sido adolescente en los ochenta desconoce lo que significaba “ir a jugar maquinitas”. Los primeros juegos de video, en máquinas un tanto estorbosas, eran, sin duda, un ingreso asegurado para quien hacía la inversión de poner un par de ellas en su farmacia o en su tienda de abarrotes

Y llegaron las computadoras y algunas otras máquinas

Y llegaron las computadoras y algunas otras máquinas

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Nadie que haya sido adolescente en los ochenta desconoce lo que significaba “ir a jugar maquinitas”. Los primeros juegos de video, en máquinas un tanto estorbosas, eran, sin duda, un ingreso asegurado para quien hacía la inversión de poner un par de ellas en su farmacia o en su tienda de abarrotes. Comenzaron a surgir locales llenos de “maquinitas”, donde los chicos de aquella época se podían quedar una tarde entera, jugando a las mil variaciones del tiro al blanco, del combate o “prueba tus habilidades”. El mundo de los juegos automatizados, construidos a base de programación, era un mundo que se antojaba infinito, y al que la gente se había podido asomar en los primeros años de la década con una película de Disney, que se alejaba de su giro tradicional: al ver “Tron”, resultaba que los juegos de las “maquinitas” eran algo mucho más complejo de lo que se veían cuando arrancaban, después de colocar en la ranura la ficha o la moneda correspondiente.

Entonces, las computadoras entraron al mundo de todos los días. Al principio, las “microcomputadoras” recibieron tal nombre porque LAS computadoras eran aparatos grandes, muy grandes, que llenaban habitaciones enteras y que se aplicaban en la resolución de asuntos muy complejos. De hecho, los primeros anuncios en México de “minicomputadoras” o “microcomputadoras”, aparecen con el inicio de los años ochenta, y se recomiendan para calcular nóminas, para manejar grandes cantidades de información.

Sólo hasta el último tercio de la década, las microcomputadoras o minicomputadoras abandonaron el calificativo. Se volvieron simplemente computadoras, que, poco a poco, se iban insertando en la vida de oficina; ganándole el espacio a las máquinas de escribir electrónicas, a los aparatos que se vendían como “procesadores de textos” y que se parecían mucho a las máquinas der escribir electrónicas. No eran baratas, pero prometían mucho. Y hubo quienes se compraron aquellas primeras IBM o las primeras Comodore, que no eran baratas –costaban cuatro o seis veces lo que una videocasetera-, pero traían una ventaja: en aquellos días siempre se vendían con un montón de extras, entre ellos manuales en varios tomos para aprender a usarla, y, con frecuencia, con curso de capacitación incluido.

El aprendizaje fue duro —las salas de entrenamiento en muchas oficinas, eran espacios donde lo único que se escuchaba eran maldiciones o feos insultos contra las computadoras— y muchos miraban aquellas primeras computadoras con el miedo de “picarle algo” y “echarla a perder”. Pero el progreso era, es, el progreso, y todo mundo se fue acostumbrando a las computadoras, a las primeras impresoras, que, desde entonces, se sabe que huelen el miedo humano; a los finos discos con programas y a los discos duros —ternurita— de 20 megas. Dejaron de parecer extraños los monitores monocromáticos —letras en verde o naranja— y desde entonces hay quienes se olvidan de “salvar” y quienes no pueden vivir sin ellas.

En ese final de década, cuando aparecieron los primeros teléfonos celulares, cuando la gente por fin se había acostumbrado a los relojes de pulsera con calculadora y agenda integrados, cuando el fax se convirtió en un objeto necesario, una película de 1984, incomprendida en su época, según los críticos, hablaba de algo insólito: una computadora podía enamorarse. En los países de habla inglesa conservó su nombre original: Electric Dreams (Sueños Eléctricos). En México se llamó Eddy, la computadora enamorada, y contaba la trágicómica historia de una computadora personal, prendada de la novia de su dueño. Nos faltaba muy poco para empezar a soñar con robots más humanos que los humanos.