Opinión

Una casa común

Desde la Revolución Francesa hemos visto al Congreso como la casa común de toda la ciudadanía. La teoría de la representación así lo dice: hablan en nombre del pueblo. Pero, dejando a un lado las declaraciones teóricas, vale la pena cuestionarnos si, en efecto, las cámaras legislativas han sido una casa común.

Cuartoscuro

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Esa idea del pueblo representado oculta deficiencias que, el día de hoy, aún no se han atendido.

Al inicio de este concepto, si bien se hablaba de la representación popular, la realidad era que esta posibilidad se encontraba limitada. Por un lado, no cualquiera podía participar en la conformación de esa voluntad, porque existía el llamado “voto censitario”, por el cual el derecho de sufragar se limitaba a hombres, blancos, propietarios y con cierta educación.

Más aún, la posibilidad de acceder a cargos públicos estaba aún más circunscrita, pues se solicitaban ingresos cada vez mayores, dependiendo de la posición del cargo.

Se excluía tanto de votar como de acceder a los cargos públicos a la mayoría del pueblo, de ese ente político que se decía representar. Por ejemplo, las mujeres, las personas en esclavitud o pertenecientes a pueblos originarios, migrantes, menores de edad, pobres, entre otros grupos.

Incluso los revolucionarios franceses, que tuvieron la audacia de hablarle al mundo con la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, se negaron a extenderla a las mujeres, así como a su aplicación en las colonias francesas.

El siglo XIX y el XX representan una lucha constante por conseguir ampliar el derecho del voto; y así, la franquicia electoral se fue extendiendo a diversas velocidades en el mundo occidental. Sin embargo, no podemos decir que haya sido un camino sin retorno, pues si algo nos enseñó el siglo XX, fue que los derechos conquistados pueden perderse frente a ideologías que los niegan.

En líneas gruesas, podemos decir que ya en el siglo pasado se asentó la cuasi universalidad del voto. Es cierto que hay grupos que permanecen sin derecho al mismo, como las personas mayores de edad o las extranjeras (a las que creo que, al menos cuando se trate de emigrados, podríamos pensar en extenderles el derecho al voto); pero en general se ha aceptado que toda persona adulta que tenga la nacionalidad respectiva, como la mexicana, puede votar.

Sin embargo, estamos lejos de poder considerar cerrado el tema. La ley puede afirmar maravillas, pero si no se llevan a la realidad, se seguirá viviendo como si estas no existieran, y justo ahí se encuentra el problema.

Los países como el nuestro, con una desigualdad tan evidente y una pobreza que, según el CONEVAL, llega al 43.9%, son terreno fértil para la compra y la coacción del voto, que además de ser delitos, se convierten en vías para privar de una ciudadanía electoral efectiva a las personas, a las que se les arrebata en la realidad su derecho al voto libre.

Por otra parte, la representación política no ha sido el fiel reflejo de nuestra sociedad. Vamos, ni siquiera cercano. Apenas el año pasado se arribó a una representación paritaria debido a género en la Cámara de Diputados, y si bien se ha avanzado también en los congresos locales, no sucede así en los ayuntamientos.

La Encuesta LGBT+ Orgullo 2021, de Ipsos, mostró que un 11% de la población mexicana no se considera heterosexual. Según los datos del INEGI, un 2% de la población nacional se identifica como afromexicana; y conforme a la misma institución, un 10% de las y los mexicanos se consideran a sí mismos como indígenas.

¿Cómo andamos en la representación de estos grupos?

Las autoridades electorales, tanto las administrativas como los tribunales, han tomado acciones para llevar a la realidad las declaraciones de igualdad política que están en los tratados, la Constitución y las leyes; pero evidentemente aún no hemos arribado al momento en que podamos afirmar que tenemos una representación política que vaya acorde con la diversidad de nuestra sociedad multicultural.

Aun no logramos una auténtica casa común. La seguimos construyendo.