Opinión

Dos años han pasado

Hace dos años en febrero recibíamos noticias sobre una nueva infección respiratoria grave surgida en China y muchos creían que sería algo similar a otras infecciones como el SARS, MERS o el Ébola que en realidad nunca llegaron a nuestro país, ya que, si bien son enfermedades muy graves, su transmisibilidad es baja y se pudo contener a tiempo. La historia con el COVID fue diferente. Se propagó por el mundo como chisme en el té canasta.

A dos años de distancia el mundo es otro. La población ha sido testigo en tiempo real del poder de la selección natural. Si Darwin estuviera vivo, sería el científico más feliz del planeta. Tanto se burlaron de él los creacionistas y los conservadores. Según menciona en sus cartas, la teoría de la evolución le vino a la mente un 28 de septiembre de 1838 y tardó casi 20 años en publicarla, en parte, por el miedo que tenía de la reacción que tendría la sociedad victoriana de la época cuando mostrara evidencias de que no fuimos creados, sino que somos un accidente más de la naturaleza. Hoy, cuando ya teníamos claro que hacer para disminuir la probabilidad de contagio por el SARS-CoV-2 delta u otras variantes, con unas cuantas mutaciones estocásticas, surgió ómicron y se burló de todos.

Es interesante en estos dos años ver dos extremos del que hacer humano. Por un lado, el científico. Cuando se sigue el método establecido de forma estricta. Cuando lo que importa es encontrar un mecanismo o una explicación a un fenómeno, aunque no sea la que queremos o la que fuera más popular. Cuando lo que se busca es resolver un problema. Me refiero a las vacunas anti-COVID. Diseñadas y estudiadas por diversidad de científicos en el mundo, con diferentes vectores, algunas con RNA, otras de DNA y otras de virus atenuados. Cientos de gentes involucradas en la implementación y conducción de ensayos clínicos. En un metaanálisis publicado en la revista Plos One el 21 de enero (doi.org/10.1371/journal.pone.0260733) se analizan todos los ensayos clínicos controlados realizados con diversas vacunas. Se identificaron 35 estudios que incluyeron en conjunto 219,864 participantes. Con algunas diferencias en los porcentajes, pero todas las vacunas resultaron útiles para prevenir el COVID sintomático y redujeron considerablemente la mortalidad por esta enfermedad.

Por otro lado, el político/económico, que nos lleva a la imposibilidad de conocer con precisión lo ocurrido. Me refiero a la mortalidad por COVID. Un artículo publicado por The Economist (Tracking covid-19 excess deaths across countries) muestra la mortalidad oficial por COVID y el exceso de mortalidad en cada país, desde marzo de 2020 a diversas fechas que van desde septiembre de 2021 a enero de 2022. Es impresionante ver la diferencia. En forma global las muertes oficiales por COVID registradas en este reporte son 4,217,080, mientras que el exceso de mortalidad es de 6,983,100, para una diferencia de 2,766,020. Hay más de dos millones y medio de seres humanos muertos en exceso y no fueron reconocidos como COVID. Las diferencias de un país a otro son interesantes. Algunos como la Gran Bretaña reporta 151,720 muertes por COVID y un exceso de muerte de 152,260, casi el mismo. Algo parecido sucede con Chile, Perú y Argentina. En otro extremo, Rusia reporta 302,650 muertes por COVID, pero el exceso de mortalidad es de 1,091,370. 3.6 veces más. México reporta 290,910 muertes por COVID, pero 609,190 muertes en exceso en el mismo período. Es decir, el doble. Las diferencias probablemente obedezcan a la intensidad con que en cada país se llevan a cabo pruebas para detectar el COVID.

Personas pasean por una estación de tren en Londres, en una imagen de archivo.

Personas pasean por una estación de tren en Londres, en una imagen de archivo.

EFE / EPA / Neil Hall