Opinión

Dos héroes de la humanidad

Hay personalidades muy conocidas sin que se sepa bien a bien por qué, y las hay también que deberían ser universalmente reconocidas, pero permanecen ocultas al mundo. Aquí recordamos a dos de estas últimas.

El primero, Johann Georg Elser, nació en el sur de Alemania el 4 de enero de 1903 y murió a los 42 años en abril de 1945 por arma de fuego en el campo de concentración de Dachau. El segundo, Aaron Hillel Schartz, nació en Illinois el 8 de noviembre de 1986 y murió por suicidio a los 26 años en enero de 2013 en su pequeño departamento en Brooklyn.

Dos vidas cortas y dramáticas, extraordinarias y heroicas; dos mártires de la “civilización”.

I. Georg Elser era un carpintero ebanista con amplias capacidades técnicas. Aunque ajeno a la política, era de inclinación social progresista, y a partir de 1933 fue desarrollando una mirada radical contra el nazismo alemán, dirigida muy en particular contra Hitler y las cabezas del partido nazi. Llegó a la convicción en 1938 de que, ante el riesgo de una segunda guerra mundial, se hacía necesario evitar a toda costa el genocidio. Elser decidió más: que estaba en sus manos eliminar a Hitler, Göring y Göbbels en noviembre de 1939, cuando tendría lugar la ceremonia anual de conmemoración del fallido alzamiento (putsch) de Hitler de 1923, ocasión que reuniría a todos los líderes en la cervecería donde se dio el alzamiento. Asistirían varios miles de nazis, incluyendo los máximos dirigentes, lo que le daba oportunidad de cumplir su cometido. De la información de la prensa conoció los detalles de la ceremonia, en particular la hora y duración del discurso que Hitler habría de pronunciar en la más famosa cervecería de Munich.

La empresa era compleja y peligrosa. Pero Elser superó todos los retos técnicos y prácticos que suponía preparar una bomba que debía estallar justo en el momento y el lugar donde Hitler pronunciaría su discurso. Supo asimismo superar las dificultades de actuar en secreto en un lugar público, concurrido a diario por miles de parroquianos. Se trasladó a Munich, alquiló una pequeña habitación y comenzó a frecuentar la cervecería por las noches, dejando correr el tiempo hasta el cierre del local; permanecía entonces escondido en su interior para preparar el sitio y por las mañanas se escapaba por la puerta trasera tan pronto se abría para la limpieza diaria. De día se ocupaba del elaborado sistema de relojería que había planeado. Al cabo de varias semanas de trabajo nocturno y silencioso había creado un espacio amplio en la columna cercana al sitio del discurso, recortado el lambrín que cubría el muro y construido una puerta que ocultaba el daño. Para programar el estallido de la bomba empleó un par de mecanismos de reloj recibidos meses atrás en pago de algunos servicios, y con material absorbente acalló el sonido de la relojería. De un establecimiento de fabricación de armas sustrajo poco a poco la pólvora; de un negocio local robó decenas de cartuchos de voladura y detonadores. En un par de ocasiones hizo pruebas nocturnas del funcionamiento de sus dispositivos en un campo cercano.

La explosión fue poderosa y se produjo a la hora planeada con exactitud. Pero Hitler había hecho un cambio inesperado de última hora. Su discurso, programado para las 20 horas, se adelantó 30 minutos y duró una hora en vez de las dos planeadas. Debido a la neblina que probablemente impediría un vuelo de regreso a Berlín desde Munich, Hitler regresaría esa misma noche en el tren de las 9:30. El discurso, con asistencia de más de 3000 miembros del partido nazi, terminó a las 9:07… y la bomba explotó como planeado, 13 minutos más tarde, destruyendo buena parte del local, causando la muerte de ocho de los aún presentes y heridas a alrededor de otros 60.

Elser partió la misma noche del 8 de noviembre hacia Suiza, país neutral donde podría ocultarse. Cuando se encontraba a unos pocos metros de la frontera con Constanza, la policía alemana le solicitó mostrar sus documentos y el contenido de sus bolsillos. En ellos llevaba aún algún detonador y herramientas para cortar alambres, e incluso bosquejos del sistema que había construido. Se demandó la presencia de la Gestapo, y se inició un largo fin.

La Gestapo consideró siempre que Elser había trabajado para y con un grupo de conspiradores y exigió su denuncia a base de golpes, días de tortura, drogas (pervilin) e hipnosis. Se le sometió a estudio por un psicólogo y finalmente se le exigió que construyera un modelo de su sistema en un taller. Ironía extrema: el sistema expuesto resultó tan eficaz, que la Gestapo lo adoptó como modelo en sus manuales de enseñanza. La insistencia de la Gestapo en obtener denuncias hizo que se le mantuviera detenido en su cuartel en Berlín hasta febrero de 1941. Se le trasladó al campo de concentración de Sachsenhausen en custodia especial y aislamiento, y finalmente en 1945 al campo de concentración de Dachau. Ante la derrota inminente, se ordenó la muerte de Elser de manera discreta “por heridas fatales durante un ataque terrorista”. La instrucción se cumplió el 9 de abril de 1945 ---un mes antes de la rendición de Alemania--- en camino al crematorio; su cadáver fue incinerado de inmediato en el propio campo de concentración.

Hasta el final Elser se mantuvo firme en su declaración: “Quería mediante mi acto evitar un derramamiento de sangre aún mayor”.

II. Aaron Swartz nació en Highland Park, rico suburbio de Chicago. A los cuatro años ya leía sus libros de cuentos; estudió primaria y secundaria en una pequeña escuela privada local, para pasar a tomar algunos cursos en un instituto. A muy temprana edad empezó a estudiar la operación de las computadoras y su programación y la Internet. Pronto se había transformado en un destacado programador de cómputo y activista. En 1999, a la edad de 12 años, creó el sitio web The Info Network, una enciclopedia alimentada por los propios usuarios que le valió un importante premio. Siendo aún adolescente fue uno de los arquitectos pioneros de Creative Commons y de los creadores de la web semántica; desde 2003 participó en Wikipedia, donde realizó varias investigaciones y observaciones sobre su funcionamiento.

Swartz fue también un temprano hacktivista de Internet, asunto al que retornamos más adelante dado el dramático resultado de una de tales actividades. Ya en 1998 había bajado 2.7 millones de archivos electrónicos de la Corte para distribuirlos libremente entre los lectores. El FBI investigó el caso, pero tratándose de documentos públicos no procedió a consignarlo.

A la edad de 14 años ingresó como investigador al Centro Safra de Ética de la Universidad de Harvard, donde durante un par de años realizó investigaciones sobre los mecanismos de la corrupción política. Participó activa y creativamente en la concepción y elaboración de multitud de programas cibernéticos de importancia social.

Durante 2010 utilizando una cuenta a su nombre como usuario invitado, instaló una computadora en un closet sin marca alguna y lo conectó a la biblioteca digital JSTOR del MIT para bajar decenas de miles de artículos científicos durante semanas. La profusa descarga ininterrumpida bloqueó la dirección IP de la biblioteca, lo que atrajo la atención de uno de los bibliotecarios. Una cámara de video fue colocada en el cuarto donde se hacía la grabación, dejándola continuar. Como resultado, el 6 de enero de 2011 Swartz fue arrestado bajo el cargo de entrar al sitio para cometer una felonía. Después de varios episodios legales, en septiembre de 2012 se le agregaron a la acusación nueve cargos de felonía, lo que significaba una condena máxima de 35 años de cárcel y multas por un millón de dólares.

La mejor forma de entender el sentido que Swartz le daba a su activismo es leyendo su Manifiesto, escrito en Italia en 2008 y liberado al dominio público con el título Guerilla Open Access Manifesto (Manifiesto de la Guerrilla por el Acceso Abierto), que contiene un llamado a rebelarse contra el conocimiento como mercancía y demanda la libre circulación de las ideas y los resultados, aun si ello contraviene algunas leyes de derechos de autor. Su mensaje central es que el compartir e intercambiar el conocimiento no solo no es inmoral, sino que es una obligación. Siguen algunas líneas entresacadas del manifiesto.

La información es poder. Pero como todo poder, hay quienes quieren quedárselo para sí mismos. Todo el patrimonio científico y cultural del mundo, publicado durante siglos en libros y revistas, es cada vez más digitalizado y guardado por un puñado de empresas privadas.

¿Quiere leer los artículos que presentan los resultados más famosos de las ciencias? Deberá enviar cantidades enormes a editores como Reed Elsevier. ¿Obligar a los académicos a pagar para leer el trabajo de sus colegas? ¿Escaneando bibliotecas enteras pero solo permitiendo que la gente de Google las lea? ¿Proporcionar artículos científicos a las universidades de élite del Primer Mundo, pero no a los niños del Sur Global? Es indignante e inaceptable.

“De acuerdo” dicen muchos, “pero ¿qué podemos hacer? Las empresas poseen los derechos de autor, ganan enormes cantidades de dinero cobrando por el acceso, y es perfectamente legal; no hay nada que podamos hacer para detenerlos.”

Sin embargo, hay algo que podemos hacer, algo que ya se está haciendo: podemos contraatacar…. Se llama robo o piratería, como si compartir una gran cantidad de conocimientos fuera el equivalente moral de saquear un barco y asesinar a su tripulación. Pero compartir no es inmoral, es un imperativo moral... Las grandes corporaciones [editoras], por supuesto, ellas están cegadas por la codicia.

No hay justicia en seguir leyes injustas. ¿No te quieres sumar?”

El 11 de enero de 2013 su compañera encontró que Swartz se había ahorcado en su departamento de Brooklyn sin dejar nota alguna. Después de su muerte, los acusadores federales retiraron los cargos. La familia y los amigos crearon un monumento en Internet (hoy hay varios dedicados a Swartz y una extensa bibliografía sobre él), donde declaran que: “Aaron utilizó sus prodigiosas habilidades como programador y tecnólogo, no para enriquecerse, sino para hacer de Internet y del mundo un lugar más justo y mejor.”

(Texto en coautoría por Luis de la Peña y Ana María Cetto

Georg Elser y Aaron Swartz respectivamente

Georg Elser y Aaron Swartz respectivamente