Opinión

La falsa excepcionalidad mexicana

A menudo la gente tiene la impresión de que lo que pasa en México es algo único, inédito, ya sea para bien o para mal. Y, si bien es obvio que lo que tenemos cercano nos afecta mucho más que lo que percibimos como alejado, la realidad es que nos parecemos más a otros países de lo que nosotros quisiéramos aceptarlo.

La plancha del Zócalo

La plancha del Zócalo

Cuartoscuro

“Como México no hay dos”. Es cierto. Y a todo mundo le gusta sentirse diferente. Pero eso no significa que las particularidades de nuestro país sean tantas como para convertirlo en una suerte de isla intocada por las tendencias mundiales de todo tipo, sea en la economía, en la política o en asuntos de cultura popular y vida cotidiana.

En particular, es imposible no ver que la política en México sigue tendencias vistas en otras partes del mundo. Que está plenamente inscrito en las formas y estilos de la política del siglo XXI, ya claramente diferenciados de los que existían hace apenas tres décadas. Y recordemos que en política la forma es fondo.

A lo largo de los años hemos pasado de la política de las ideologías a la de las percepciones. Por un tiempo se trataba de convencer mediante argumentos; luego se pasó a intentar seducir mediante frases pegadoras y ahora se trata de encandilar de manera permanente. Antes se pensaba en la opinión pública, como barómetro y también como brújula; ahora se privilegia la opinión medida, de preferencia con opciones cerradas, pero para otros fines: los de la búsqueda y la permanencia en el poder. En el camino, pasamos de la prensa, a la televisión y ahora a las redes sociales como ágoras. Del reino de la palabra al de la imagen. De la escuela a la pantalla del celular. Del profesor al influencer.

En ese trayecto pasamos a tener sociedades que están, a la vez, más informadas y más desinformadas. De las que solían recibir poca información, pero relevante, a las que se reciben un alud, y no tienen las herramientas para diferenciar la verdad de la mentira. Y cada vez parecen más reacias a diferenciarlas.

Ha sido, contemporáneamente, un camino en el que los viejos modelos han entrado en crisis. Entró en crisis el “socialismo real”, incapaz de prohijar las libertades y poco eficiente a la hora de satisfacer las necesidades materiales de la población. Entró en crisis el liberalismo tradicional -que se suponía ganador con todo y “fin de la historia”- porque las economías dejaron de crecer a la velocidad deseada y, al tiempo, generó la sensación de exclusión en las mayorías. Entró en crisis, incluso, la llamada “tercera vía”, porque dejó de ser imaginativa, se plegó a los condicionamientos económicos y se convirtió en una suerte de liberalismo edulcorado.

Esa combinación, por supuesto, tiene consecuencias. Y no son exclusivas de un país. Se ha traducido en la llegada, a través de las urnas -es decir, a través de electores hartos de la situación y saturados de posverdades- de líderes políticos que se asumen como los salvadores de la nación, los representantes de los verdaderos sentimientos populares y los poseedores de la verdad.

Pueden ser abiertamente de derecha, o decirse de izquierda (a partir de definiciones muy particulares), pero en ningún caso están sujetos a las ideologías tradicionales. Ellos son la ideología. Y en todos, sin excepción, llevan a cabo una labor de zapa de las instituciones que servían de pegamento a las sociedades. En todos, sin excepción, hacen una definición de pueblo que excluye a una parte de los ciudadanos y pretenden dirigirse a él sin intermediarios. En todos hacen gala de un lenguaje sencillo, que apela a las emociones, a lo aprendido en primaria. En todos, hacen del gobierno una campaña electoral permanente.

Ya sea en Brasil o en Turquía; en Hungría o en El Salvador; en la India o en México; en Rusia o en Bolivia, el sentido es el mismo, aunque haya diferentes matices sociales y culturales, y diferentes resultados en materias tales como crecimiento económico o paz social. Lo que no hay es la más mínima intención de salvaguardar el pluralismo o de involucrar a las sociedades a una participación activa que no sea la de seguir las directivas del nuevo poder. Por lo mismo, los líderes pueden tomar posiciones pendulantes: lo importante no es ser congruente, sino tener siempre la razón.

Lo interesante de esta política del siglo XXI es que aprovecha la insuficiente información con la que cuentan la mayoría de los electores para incidir sobre sus decisiones. No busca un apoyo informado, sino un apoyo punto y basta. De ahí, también, un fenómeno que se da en todos lados: el desprecio abierto a los expertos, a los “sabihondos”, a los que manejan datos, a los que pueden dar información.

Ese desprecio abierto al conocimiento es la mejor forma de evitar cualquier discusión a fondo. A la discusión se le sustituye con patrioterismo, y si es sentimentaloide, qué mejor. Y si se apela a una versión simplista de la historia, cuantimás.

Lo vemos a diario. Así que nada, nada de excepcionalidad mexicana. Mucho menos de gesta histórica.

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