Opinión

Fidelio en Bellas Artes

El 20 de noviembre de 1805 el joven Ludwig van Beethoven tenía 35 años y sufría los rigores de un amor imposible con la condesa viuda Josephine Brunswick, cuando se estrenó en Viena la única ópera que escribió en su carrera, Fidelio o el amor conyugal. La fecha elegida para el estreno era la menos propicia: dos semanas antes las tropas del emperador Napoleón habían ocupado la que ya era la gran capital de la música europea en su continuo avance por el continente.

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Esa noche, a la poca asistencia al Theater an der Wien del público habitual –que prefirió refugiarse en sus casas ante la presencia del ejército intruso– la compensó la presencia más bien desanimada y tosca de una partida de soldados y oficiales de las tropas de Napoleón. Musical y políticamente el estreno fue un fracaso rotundo.

Entre los oficiales franceses más instruidos había circulado la noticia del arrebato de Beethoven cuando unos meses antes, en abril de ese mismo año, borró el nombre de su admirado revolucionario Napoleón, en la dedicatoria de la partitura de su Tercera Sinfonía cuando se estrenó en Viena.

Apenas supo de su coronación como Emperador en la catedral de Notre Dame –en aquel gesto famoso registrado en el cuadro de Louis David por el cual Napoleón le arrebató la corona al Papa Pio VII para colocársela el mismo– Beethoven advirtió entristecido y furioso que el joven revolucionario que le inspiró la composición de su “Sinfonía Heroica” se había convertido en el tirano demente al que ahora repudiaba. Mal enquistados por aquellos rumores, los oficiales franceses le devolvieron el gesto con un coro de abucheos al cabo de los tres actos que originalmente tenía la ópera Fidelio.

En 1801 Beethoven se dio a la tarea de componerla, para lo cual se basó en un texto francés de Jean-Nicolas Bouilly, cuya historia original –que aborda por igual el tema del amor conyugal, de la corrupción y la injusticia carcelaria y de la tiranía de los poderosos– ocurría en La Bastilla en los prolegómenos de la Revolución Francesa. La adaptación al alemán estuvo a cargo de Josef Sonnleithner y junto con Beethoven –acaso previendo no herir la susceptibilidad napoleónica– decidieron trasladar la historia a Sevilla. La menos “civilizada” España, en la víspera de ser invadida por el Corso, resultaba un territorio menos comprometedor en aquella década devastadora en la que Francia hizo sentir su bota imperial en todo el continente. Fue una suerte de corrección política del compositor alemán y del libretista, como tantas veces ha ocurrido cuando la creación artística cruza los linderos de la política o de la historia oficial.

Fidelio cuenta a la vez la historia de un rescate carcelario y de un amor devoto. Florestán, quien paga con la prisión y los maltratos su oposición férrea al alcalde tirano de la ciudad –el malvado Pizarro–, deberá ser rescatado por su esposa Leonora. Para dar con él, la heroína se disfraza de hombre y al cobijo de su nueva identidad –bajo el nombre de Fidelio– obtiene un empleo como guardia de la prisión. Marcelina, la hija del director de la prisión, se enamora de “Fidelio” para darle a la historia el pequeño giro transgresor y de comedia de enredos necesarios para para aligerar la trama.

El drama continuo de las cárceles, y la saga incesante de tiranos y corruptos que azotan a la humanidad, le otorgan a Fidelio la condición atemporal que caracteriza a toda obra clásica de vocación y temperamento universal. A fin de cuentas, la de Leonora-Fidelio es también una historia transgénero, tema que hoy goza de un estatuto distinto en un mundo más tolerante y diverso.

Bajo la dirección de Mauricio García Lozano, la Compañía Nacional de Opera del INBA presentó en estos días una versión impecable y rabiosamente contemporánea de Fidelio. Asistí esta semana al Palacio de Bellas Artes para constatar una vez más el buen estado que goza la producción operística nacional y la hazaña que representa para las instituciones culturales de nuestro país el reabrir de nuevo sus puertas.

De esta producción destaco dos elementos: la extraordinaria voz de la joven soprano mexicana Maria Katzarava quien le da voz y vida a Fidelio-Leonora; pero sobre todo la escenografía de Jorge Ballina. Se trata de una suerte de “Tetris” escenográfico que resume al mínimo los elementos visuales sobre el escenario: una serie de cajones lumínicos que suben y bajan estableciendo un diálogo espacial muy novedoso con los músicos de la orquesta y con el resto del elenco. Todo es luz y oscuridad sobre la escena. Pura y dura geometría teatral. El vestuario todo negro que diseñó Jerildy Bosch supo entender este diálogo minimalista entre la luz y su opuesto, que nos propone Ballina.

Hace apenas unos meses, en pleno confinamiento, escribí este tuit en la nostalgia de ver los espacios culturales cerrados: “La próxima vez que asista a un concierto seguiré cada registro, cada nota, cada movimiento de los ejecutantes y de la mano que guía la batuta. Observaré jubiloso al señor de los timbales al que le suda la frente. Me sonreiré, complacido, de los que tosen, de los que usan el programa de mano como abanico, y de los que aplauden, safios, entre los movimientos de una sinfonía. Solo espero la próxima vez”. Esa vez ya llegó y sólo puedo expresar mi gratitud.