Opinión

La historia como legitimación del poder

Cuenta Herodoto en sus Nueve libros de la historia que hacia el año 500 antes de cristo se presentó en una pequeña ciudad cercana a Atenas un caso sonado de censura de la memoria histórica desde el poder.

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Se trababa de la ciudad de Sición habitada por lo argivos, y que recién había sido conquistada por los atenienses al mando de Clístenes, quien “procuró para descrédito de sus enemigos”, abolir en la ciudad un certamen en el que participaban los rapsodas locales recitando versos de Homero, “a causa de ser en tales versos los argivos quienes se llevaban entre todos los griegos la palma de los elogios del poeta”.

El rapsoda (cuya etimología griega refiere al acto de hilvanar diversas voces en un mismo relato, es decir, un tejedor de palabras) acudía a la memoria para recitar y reinventar el pasado con el acento puesto en el orgullo local, algo que los conquistadores no se podían permitir. La memoria homérica le pertenecía al orgullo ateniense y a nadie más. Atenas privatizó el relato de la epopeya aquea contada por un ciego.

El México prehispánico también conoció estas prácticas de censura e imposición de relatos hegemónicos en la reconstrucción canónica del pasado. El registro y la lectura de la historia era un saber exclusivo de la clase gobernante. “Como toda memoria del poder, la de los pueblos mesoamericanos era una memoria extraordinariamente selectiva y manipuladora”, escribió Enrique Florescano en su libro Memoria mexicana, ensayo sobre la reconstrucción del pasado (1987).

Un ejemplo de lo anterior nos los ofreció Miguel León Portilla en La filosofía Náhuatl, su tesis doctoral de 1956. Cuando los aztecas se convirtieron en uno de los señoríos más poderosos de la cuenca de México, refiere León Portilla, sus dirigentes mandaron a destruir las antiguas historias y elaborar una nueva versión del pasado. El historiador tradujo del náhuatl una de las crónicas de aquel periodo en el que el tlatoani Itzcóatl conquistó a los pueblos vecinos:

“Se guardaba su historia.

Pero entonces fue quemada:

cuando reinó Itzcótal en México.

Se tomó una resolución,

los señores mexicas dijeron:

no conviene que toda la gente

conozca las pinturas.

Los que están sujetos (el pueblo)

se echarán a perder

y andará torcida la tierra

porque allí se guarda mucha mentira”.

Un ejemplo más. Cuando en agosto de 1855 triunfó la Revolución de Ayutla que derrocó al presidente Antonio López de Santa Anna, una nota del periódico El Siglo XIX informó que tras algunos años de prohibición se habría de conmemorar en el Ex Convento de Churubusco la gesta del General Anaya y su “gallardo enfrentamiento hasta la muerte a las tropas enemigas del invasor norteamericano”.

El mismo periódico liberal que un año antes había sido proscrito por su alteza serenísima, festejaba que el calendario cívico de la nación reconociera por fin aquella gesta militar de Churubusco que terminó con el aniquilamiento del Batallón de San Patricio conformado por una partida de irlandeses heroicos, y que le abrió las puertas al ejército invasor para la toma definitiva de la Ciudad de México.

Desde su exilio en Colombia, y después en las Bahamas, Santa Anna se incomodó con esa decisión y mando cartas de protesta al periódico que nunca fueron publicadas. De haberse mantenido en el poder, la historia de la guerra con Estados Unidos se habría escrito y conmemorado de manera diferente.

2021 marcó a México como el año en el que desde el nuevo poder político que nos gobierna se realizaron diversos esfuerzos por revisar, actualizar y cuestionar los relatos históricos oficiales que se reflejaron en nuestros libros de textos, en nuestras calles y monumentos al calor de la Revolución Mexicana, cuya mitología liberal y triunfalista se extendió por más de un siglo. El nuevo año que comienza se nos presenta entonces como la oportunidad de dialogar sobre la historia, de ponerla a debate, sí, pero sobre todo de evitar que –una vez más– al pasado se le edifique, se le denoste o se le exalte por decreto presidencial.