Opinión

La Historia de todos

Cualquier maestro sabe lo que los teóricos de la pedagogía nos advierten: nadie aprende lo que no quiere aprender. Como el deseo de saber es general en los seres humanos, podemos deducir que, como consecuencia de lo anterior, a cualquiera le gusta saber aquello que le interesa. Y no hay duda de que nos interesa conocer, como integrantes de la familia, la comunidad, el pueblo o la nación, cómo llegamos a superarnos en algunos terrenos y por qué fracasamos en el intento de mejorar en otros, qué aspectos del pasado nos atañen porque afectan nuestras vidas y costumbres y cuáles nos resultan ajenos. Parecería que los libros de historia no han tomado en cuenta a los lectores ni a los estudiantes y exponen lo que suele considerarse fundamental como formación de la patria (batallas, héroes y villanos, enemigos y traiciones) que no coincide, o pocas veces coincide, con lo que todos deseamos saber.

Foto: Especial

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En la nueva historia cultural y de la vida cotidiana, las fechas y los nombres gloriosos o vergonzosos no se borran, porque siguen siendo parte de nuestras señas de identidad, pero pierden relieve en la medida en que tienen la compañía de los actores anónimos, que dejaron su huella en el pasado y siguen influyendo en la forma en que hoy miramos el presente. Es la historia de la gente corriente, nuestros antepasados anónimos, pero también de los grandes personajes en la medida en que ellos también eran comunes.

Lo que consideramos común y cotidiano es cuanto se refiere a las necesidades materiales y afectivas, lo que se expresa en formas de comportamiento y en relaciones sociales, los valores que impulsan y los prejuicios que limitan, las frustraciones y los logros que constituyen la experiencia de vida. No es fácil encontrar las referencias en fuentes tradicionales, pero siempre se pueden conseguir algunas respuestas, si se plantean las preguntas adecuadas. El orden y el desorden de la sociedad, las tradiciones y los conflictos, la creación de mitos y su decadencia y olvido son cuestiones constantes desde cualquier perspectiva.

En nombre de quienes hacemos esa historia necesaria de lo cotidiano, aclaro que estamos muy lejos de dar por resuelto cualquier problema y por eso pretendemos abrir preguntas que antes parecían irrelevantes. Lo que sin duda sabemos es que las percepciones de lo necesario y lo superfluo, los sentimientos de amor, odio, gozo y sufrimiento, la aceptación o el rechazo de novedades, la actitud ante las guerras y los criterios de respeto o desdén del prójimo dependen de la interpretación de lo que percibimos y de los cambios en las mentalidades. Palabras como perpetuo y eterno se han desgastado y han perdido prestigio y credibilidad. Acercarse a la historia hoy requiere tener presentes posibles contradicciones y olvidos necesarios. A cambio de gloria, triunfo y poder, exige referirse a gozos y sufrimientos, resistencia y negociación, amor, miedo, construcción de identidades, diversificación de los espacios e intromisión de lo cotidiano en el estudio de la historia. Creemos en esa historia porque en ella todos tenemos lugar, ni víctimas ni culpables, sólo modestos actores secundarios sin los que no habría presente ni pasado.

Durante más de tres décadas de investigaciones, encuentros y publicaciones del Seminario de historia de la vida cotidiana, los compañeros que trabajamos en esta nueva historia cultural nos hemos acercado a las tradiciones populares, las normas, los prejuicios y necesidades que determinan las formas de comportamiento de los hombres en sociedad. Hemos descubierto, junto a los viejos sahumerios, el peyote y las procesiones del calendario cristiano, tradiciones novísimas, como el desfile de muertos, tan “nuestro” que nos lo sugirió la película 007 Spectre y su director Sam Mendes. También el choque entre lo que “siempre se ha hecho así” y las aplanadoras costumbres de uso de teléfonos, videojuegos y comunicación digital. Los miedos, un tema inagotable que influyó en las costumbres de todas las épocas y bien podríamos asegurar que sigue influyendo hoy, nos ocuparon varios años de estudio, comentarios y finalmente nos permitieron publicar dos libros en los que tuvimos como protagonistas familias, pueblos, grupos sociales, poblaciones rurales y urbanas… cada quien con sus miedos.

Tras el miedo pensamos en el amor y comprobamos que nuestras fuentes siempre son más generosas al aportar información sobre penalidades, sufrimientos, terrores, pérdidas y castigos, que sus contrarios los que expresarían las satisfacciones del amor. Nuestros antepasados fueron tacaños al hablar de sus afectos y sólo nos hablaron del “mal amor”, de los afectos prohibidos, las sexualidades condenadas y las familias rotas por odios tanto más intensos cuanto más cercanos.

No tardamos en destacar la importancia de los espacios, inevitables en cualquier situación y peculiares según las circunstancias. Encontramos continuidades y rupturas en los espacios públicos y privados, domésticos y laborales, de distinción y comunes. Decían hace 500 años que para cambiar de vida había que cambiar de lugar y hemos comprobado que eso lo tenían muy claro los emigrantes de todos los tiempos. Pobres y ricos, influyentes o desconocidos, los que huían de la justicia o de esposas celosas, de doncellas seducidas y de maridos vengativos. Para todos, el océano parecía ser la solución de sus problemas. Y siempre entre los vecinos de pueblos y ciudades, el compromiso de la vida en comunidad, la competencia por los mejores espacios, el rechazo de talleres malolientes cercanos, el atractivo de las zonas peligrosas y los jóvenes ganando terreno, las mujeres desafiando prejuicios y los ancianos arrastrando limitaciones. Buscando otras dimensiones encontramos los espacios de la ficción, del teatro, la literatura y el arte.

Una y otra vez nos planteábamos la persistencia de los conflictos como una manifestación de las contradicciones en formas de entender la vida y de afrontar la muerte. Siempre podían descubrirse confrontaciones entre edades, sexos, grupos, clases, estamentos y cuantas formas han inventado los pueblos para marcar diferencias y escalar preeminencias. En todos los terrenos las diferencias pueden resolverse… o no. Por cobardía, ignorancia o debilidad quedaron siempre diferencias que nadie sabía cómo resolver o más bien que los beneficiados no estaban dispuestos a resolver. Porque está claro, en todos los casos, que hablar de igualdad significa afán de elevarse. Nadie quiere ser igual rebajándose a un nivel de pobreza, ignorancia, sumisión… en síntesis: la historia de la vida cotidiana, nuestra nueva historia cultural, es el espejo en el que todos podemos vernos y, a veces, muchas veces, no nos agrada lo que vemos. 

Pilar Gonzalbo Aizpuru

El Colegio de México