Opinión

Humo, nicotina y zarzuela: viejos tiempos en el Teatro Principal

“¡Piedad, autores de nubes nefastas!”, escribió en algún momento de 1893 Manuel Gutiérrez Nájera, cuyo nombre de guerra era “El Duque Job”. Exquisito como era, bon vivant, y amante de todo lo bueno que la ciudad de México de la última década del siglo XIX podía ofrecer, Gutiérrez Nájera levantaba la voz para quejarse de un fenómeno que literalmente oscurecía las sanas diversiones teatrales: la densa humareda que los fumadores empedernidos generaban función tras función no sólo en el muy afamado Teatro Principal, sino en todos aquellos establecimientos que hacían las delicias de los mexicanos.

Porque, es preciso decirlo: el hábito de fumar gozaba de cabal salud en todos los segmentos de la sociedad mexicana; una salud que se remontaba a los siglos virreinales y que se advertía en cualquier cantidad de escritos, remembranzas y crónicas de habitantes de tiempos lejanos, cuando el país era joven y apenas se acostumbraba a la vida independiente.

Durante décadas, entre los obsequios, manualidades y monerías que las señoritas bien educadas solían hacer para sus amistades, eran populares las pureras tejidas con cuentas de chaquira para resguardar los puros del hermano, del padre o del prometido; y eran populares porque todo mundo fumaba. De hecho, abundan los testimonios de los viajeros que paraban en estas tierras, que nunca dejaban de consignar que las damas mexicanas tenían muy bien enraizado el hábito del tabaco, y que solían echar mano de puros pequeños y delicados, en contraste con los puros, más robustos, que consumían los caballeros.

Ni siquiera se decía “fumar”. El término familiar en el México de la primera mitad del siglo XIX para referirse al consumo de puros y cigarros era “chupar”. Se “chupaba un cigarro”.

Todavía se conserva el reporte, emitido hacia 1850, de que el joven Ignacio Manuel Altamirano, alumno becado del Instituto Literario de Toluca, tenía la pésima costumbre de “chiflar, gritar y chupar” en la capilla de la honorable institución. Como el sentido popular del término “chupar” cambió radicalmente en el paso al siglo XX, importa aclararlo. Unos treinta años antes de que a Nacho Altamirano le jalaran las orejas en la escuela, Joaquín Fernández de Lizardi razonaba: “¿Qué extraña que una jovencita quiera chupar? Todos a su alrededor chupan: chupa su padre, chupan los criados de la casa y chupan las visitas; chupan las damas mayores y las viejas. ¿Qué tiene de raro que una niña -término que hoy aplicaríamos a las jóvenes adultas- quiera chupar?”

Así habían pasado las décadas; Fanny Calderón de la Barca se dio cuenta de lo mucho que fumaban las damas mexicanas; Carlota de Bélgica advirtió que ni siquiera las damas más empingorotadas soltaban el tabaco. Así pues, ¿por qué habría de extrañarnos que llegáramos a los últimos años del siglo XIX siendo fumadores empedernidos?

LAS QUEJAS DEL DUQUE JOB

Faltaban muchos años para que se relacionara el consumo del tabaco con padecimientos que llevan a la tumba. En los años 90 del siglo antepasado, si acaso, se hacían observaciones acerca de los dedos y los bigotes manchados de nicotina. Un detalle interesante de la transformación de las costumbres sociales, aparejada a la idea que los habitantes del México de don Porfirio tenían del vicio, es que las señoras respetables habían dejado la costumbre del cigarro. Fumar, entra las mujeres, se quedaba para las habitantes de los bajos fondos, que se ganaban el pan en los lupanares y prostíbulos, y para aquellas que, el prejuicio colectivo consideraba “de moral ligera”, como actrices y tiples.

Así, los reclamos de 1893 emitidos por el Duque Job, tenían un destinatario muy preciso: toda la población masculina que iba a los teatros en aquellos años. Especialmente, se dirigían a la multitud que abarrotaba las muy famosas tandas del Teatro Principal.

Y es que hay que ponerse en los zapatos del muy elegante Duque Job: estaba seguro de que “todo México” era visitante de aquellos espectáculos, que ya tenían sus rasgos propios, y no todo se copiaba de los modelos del teatro musical español: “seguro que todos habrán gozado con el gracejo de la Penotti, con la guapeza de Cecilia Delgado, con la gracia gentil de Vicenta Peralta”. Estaba cierto Gutiérrez Nájera de que esos mismos parroquianos habrían reído con las puntadas y las gracias de un par de cómicos, Perié y Quijada. Todo era disfrutar con aquello que en esos tiempos ya se llamaba “teatro de variedades”, donde había zarzuelas, números cómicos y mucha alegría.

Pero… aguarden. Todo esto era muy bueno y entretenido. Solamente, agregaba el Duque, había un problema: una enorme, densa nube de humo que flotaba en el teatro, del mismo modo que aparecía, sin fallar en todos los demás teatros de la ciudad. ¿Es que se quemaba algo? ¿Es que se desataban, noche a noche, incendios? Para nada era el tabaco, el maldito tabaco que se consumía a raudales por los asistentes a las funciones y que no se apagaban ni un momento. Nadie dejaba de fumar al entrar al recinto teatral.

Contado por el Duque Job, suena bastante horroroso: “…envuelve el salón una densa niebla de humo espeso; que la atmósfera toma color de padre fernandino [es decir, de color pardo, como ciertos hábitos monacales], volviéndose irrespirable o punto menos; las señoras tosen, se abanican, truecan sus cabezas en cabezas giratorias, cual si quisieran encontrar salida a la nariz; que algunos varones estornudan, y que en cada boca masculina arden el cigarrillo o el cigarro, despidiendo ese incienso que no sube a los cielos, porque es gordo, pero que sí trepa lenta y pesadamente hasta los palcos…”. En suma, resultaba que tanto fumador sumando cada quien su propio humo, producía una densa niebla, bastante apestosa y de la cual no se libraba ninguno de los asistentes, por buenos que fueran sus asientos.

Como el Duque Job era un tipo observador, ponía las cosas en su lugar: una cosa era el cigarrillo leve que acompañaba una conversación en alguna terraza; las discretas columnas de humo que un grupo de caballeros despedían después de la cena, apartados de las señoras, y cuyos aromas eran elegantes y hasta “deliciosos”, y otra, muy, pero muy distinta el humo “acanallado, ventrudo y maloliente que anda en malas compañías y al tú por tú con la gentuza… ese que se conoce a la legua que ha salido del cuartel…trasciende a malos humores, a ropa desconocida por la lejía, a sudor de trabajo, a copa de tequila [cuando el tequila no era, ni en sueños, la costosa y selecta bebida que es hoy]… el tufo de esa nube opaca es repugnante, nauseabundo…”

Obviamente, Gutiérrez Nájera se refería a los mil matices y calidades del tabaco. Porque a las tandas del Principal iban todos los que se podían pagar la entrada, y eso significaba que, del mismo modo que algunos gastaban buenos y caros puros, otros se llenaban la cigarrera de tabaco corriente que no olía a selectos fumaderos y a maderas preciosas. Ese humo, que delataba el bajo presupuesto del fumador, se quejaba airadamente el periodista y poeta, era, ¡precisamente!, el que ahogaba a la concurrencia del Principal.

No quería Gutiérrez Nájera que se le malentendiera. “Fumar en las tandas siempre ha sido lícito”, aclaraba, entre otras cosas, porque a las tandas más baratas, las de “rompe y rasga”, no iban las señoras, y porque, si a alguien se le ocurriera salir a los corredores a fumar, era muy probable que al regresar, alguien ya le hubiera ganado el asiento.

Pero, caray, reclamaba el Duque: el humo, incluso, afeaba la vista del espectáculo: cantantes, tiples y bellezas se miraban a través del denso velo del humo del tabaco. ¡No sean así!, pensaría el fino cronista.

AY, LAS BUENAS MANERAS

Manuel Gutiérrez Nájera pedía un gesto de galantería para poder asistir a la principal. Si se asistía a una tanda “de buen tono”, por la que se pagaba buen dinero, y, evidentemente, asistían damas, lo menos que se podía hacer era no estar arrojándole humo a la nuca y al sombrero. Curiosa paradoja, señalaba el cronista: en casa, no se fuma si no hay permiso de las damas; en el teatro nadie pide permiso, aunque esté junto a uno la Marquesa de Guadalupe. “Se deja la buena educación en el vestíbulo”, y las señoras no tienen otra opción que intentar sobrevivir a golpes de abanico. Pero no se equivoquen, señores, agregaba el Duque Job: cada tos femenina equivale a un regaño; cada abanicazo, en el fondo, va dirigido a los insolentes.

Así, pidiendo clemencia a las “chimeneas humanas”, cerraba su exhorto el Duque Job. No vayan a creer que era un amargado, un antitabaco adelantado a sus tiempos. Porque la verdad, la mera verdad, confesaba aquel hombre sensible, “fumo puro, cigarro tomo rapé, cuando nadie me ve masco tabaco, ¡y en casa fumo pipa!”

Foto: Especial

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