Opinión

Metamorfosis de la democracia

Después de haber enfrentado y derrotado a los autoritarismos del siglo XX la democracia se fue paulatinamente afirmando a nivel planetario. A pesar de sus limitaciones y crecientes problemas, esta democracia de los partidos y los parlamentos logró funcionar durante decenios con cierta eficacia, manteniéndose como una forma de gobierno fundada en un amplio consenso social que se alejaba de las culturas políticas tradicionales estableciendo límites a la personalización del poder, a la mediatización de la política y a la crisis de los viejos paradigmas. Las transformaciones que se sucedieron en los últimos decenios al ritmo de la globalización económica se identificaron con las mutaciones de los estados nacionales, la reducción del margen de maniobra de los gobiernos frente al capitalismo financiero y el ascenso del poder tecnocrático con el formidable desarrollo de las tecnologías de la comunicación. Paradójicamente, cuando parecía que nos acercábamos al final de los autoritarismos resurgieron viejos enemigos internos de la democracia iniciando con el problema siempre pendiente de la injusticia social

El siglo XXI se inauguró como la era de las grandes desigualdades, las injusticias y la grave precariedad. El edificio democrático entró en crisis produciendo un eclipse de los partidos políticos tradicionales, el establecimiento de gobiernos sin ciudadanos y lo peor, un desencanto creciente por la participación política. Esto generó a su vez otras crisis de legitimidad y de consenso. El virus de la desigualdad que afecta a nuestras democracias ha producido no solo una gran desigualdad económica sino también una novedosa desigualdad política. De esta forma, la actual metamorfosis de la democracia se caracteriza por el descenso de la participación electoral, el aumento de la volatilidad del sufragio, así como por el incremento en el número de opciones políticas. La expansión de los populismos se ha producido en estos contextos.

El fenómeno populista se puede observar en todo el mundo democrático. Prácticamente en los diferentes ámbitos, desde la política y la academia hasta los debates televisivos o en las redes sociales, de populismo se discute mucho sin llegar a conclusiones válidas. Muy seguido el concepto se utiliza en sentido peyorativo y como estigmatización hacia los adversarios para desacreditarlos. Muchos líderes de movimientos políticos que han tomado el poder bajo la consigna: “ni de derecha, ni de izquierda, sino del lado del pueblo” se autodefinen como populistas. E incluso, algunos intelectuales han llegado a teorizar las virtudes del populismo como la filósofa belga Chantal Mouffe. Según la Enciclopedia Británica: “los populistas afirman ser los protectores del interés del ciudadano medio en contra de las élites, manipulando los miedos y los entusiasmos del pueblo y haciéndose promotores de políticas que no toman en consideración las consecuencias para el país”. Además, existe una percepción acentuada entre los analistas de que el populismo ofrece respuestas equivocadas a las necesidades sociales, afirmando que los problemas más delicados del país pueden ser resueltos simplemente sustituyendo a los políticos corruptos con verdaderos representantes del pueblo sin experiencia alguna de gobierno.

Sin embargo, poco se ha observado que detrás del éxito de los partidos populistas existe una tensión latente entre demanda y oferta de protección social. De un lado, una motivación económica del populismo se encuentra en la creciente desigualdad social representada por la pérdida de ingresos de amplios sectores de la población, del otro, una motivación cultural representada principalmente, por una profunda desconfianza hacia las viejas clases dirigentes. El malestar social que deriva de ambas motivaciones reproduce al populismo contemporáneamente como un fenómeno difuso y como un movimiento potencialmente mayoritario. El populismo representa la política de la rabia social configurando una democracia dominada por las emociones públicas.

Foto: Especial

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