Opinión

¿Y qué si mueren las normas penales?

¿Qué sería de nosotros hoy si existieran normas que sancionaran una expresión o manifestación de desprecio a otro, o con el fin de ofenderlo; o si para castigarnos bastara la comunicación pública de imputaciones formuladas por hechos (ciertos o falsos) que pudieran causar deshonra o descrédito?

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Pues por increíble que parezca, ese era el escenario vigente en el ámbito federal hasta hace apenas quince años. Tarde pero los rayos del humanismo penal y de La Ilustración, alumbraron consciencias parlamentarias y, por fin, el 13 de abril de 2007 fueron derogados del Código Penal Federal, los últimos vestigios de los tipos penales de injurias, difamación y calumnias que, en síntesis, eran figuras delictivas útiles para la censura previa, es decir, para criminalizar y amenazar con la imposición de sanciones a las personas, especialmente a periodistas o comunicadores, que realizaran publicaciones, aún siendo ciertas, que ofendieran o lastimaran el buen nombre y prestigio de personajes de la vida pública, particularmente. Con todo y el progresismo jurídico, subsisten uno o varios de estos tipos penales en las legislaciones de Campeche, Nuevo León, Sonora, Yucatán y Zacatecas.

Como el prestigio, el buen nombre, el honor y el decoro de la persona, son derechos que deben preservarse, la despenalización no implicó la desregulación absoluta, sino que su tutela correspondió únicamente al Derecho privado, por medio de la materia civil, bajo la figura del daño moral, entendido como la afectación que una persona sufre en sus sentimientos, afectos, creencias, decoro, honor, reputación, vida privada o en la consideración que de ella tengan los demás. Cuando logra acreditarse la existencia de una de estas afectaciones, la víctima tiene el derecho a una indemnización (a que se le deje sin daño o se le repare), cuantificable en dinero que, desde luego, debe pagar el responsable del daño.

Fue en el artículo 1916 Bis del propio Código Civil Federal, en donde se dispuso que la obligación de reparar un supuesto daño moral, no surge -aun cuando sea cierto que éste se produjo- si quien lo causó lo hizo en ejercicio de sus derechos de opinión, crítica, expresión e información, previstos en los artículos 6 y 7 constitucionales, que garantizan la libre manifestación de ideas y la inviolabilidad de difundir opiniones, por cualquier medio, sin mayor restricción que abstenerse de producir ataques a la moral, a la vida privada o contra derechos de terceros, que provoquen algún delito o perturben el orden público. Fuera de esas limitantes, bienvenida la crítica.

En un absurdo contraste, destaca que Afganistán y México hayan sido en 2021, por el número de homicidios dolosos que cada uno presentó, los países más peligrosos para ejercer el periodismo y, al mismo tiempo, hayan sido estas mismas naciones las que se posicionan en los primeros lugares por la calidad de sus respectivas leyes de transparencia y acceso a la información. La conclusión es evidente. No existe una relación directa entre la precisión y oportunidad de nuestras normas y su nivel de efectividad, pero, por encima de ello, resalta lo que verdaderamente importa: los cinco periodistas que han perdido la vida en lo que va de 2022, no murieron accidentalmente, tampoco de causas naturales, sino que se trató de ataques y ejecuciones específicamente dirigidas a ellos.

Con todo y una regulación jurídica mucho más sensata y un blindaje constitucional del derecho a expresarse, a informar y a ser informado, no hemos perdido capacidad de asombro con las modalidades que pueden adoptar los ataques que, desde la esfera pública, se gestan contra las exhibidas que le da la prensa libre y crítica que, guste o no, es útil para contrarrestar los abusos del poder.

A la memoria del periodista Manuel Buendía, asesinado por el poder público hace casi treinta y ocho años, recordamos el título de una de sus columnas más célebres, “Del dicho al hecho”, porque una cosa es el discurso políticamente correcto que sintoniza con la despenalización de conductas que atentaban contra el honor de las personas y otra muy distinta que esa “voluntad” libertaria se corresponda con la lastimosa realidad que censura no con abrazos sino con balazos.