Opinión

La revolución de las conciencias

En la conmemoración del tercer aniversario de su toma de posesión como presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, afirmó, ante la multitud que abarrotó el Zócalo capitalino, el lunes 1 de septiembre, que lo “más importante es que sentamos las bases para la transformación del país. En estos tres años hemos cambiado como nunca la mentalidad del pueblo, con una revolución de las conciencias. El cambio de mentalidad es lo que nos ha conducido a lo esencial. Podrán dar marcha atrás a lo material, pero no a la conciencia del pueblo de México.” (Roberto Garduño y Fabiola Martínez, La Jornada, 1/12/2021).

Cuartoscuro

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Lo primero que llama la atención, es que López Obrador hable a nombre del pueblo como una totalidad homogénea y compacta; la verdad es que la sociedad mexicana es plural y diversa. No puede decirse que en ella se haya implantado una sola forma de pensamiento.

Un presidente democrático reconocería la variedad de ideologías presentes en la sociedad mexicana y que, por lo general, se reflejan en las distintas posiciones que adoptan los partidos políticos; esa es la riqueza de la sociedad y de la política en una democracia que si bien ha sufrido duros embates, se mantiene en pie.

La tarea de los mandatarios y de los congresos en países democráticos es la de reconocer esa riqueza de planteamientos y buscar convergencias para transformarlas en leyes.

El tabasqueño no quiere o no puede entender la manera en que funciona la democracia: en 2018 el padrón electoral contenía más o menos un total de 90 millones de ciudadanos; AMLO presume que obtuvo 30 millones de votos; pero, dos de cada tres mexicanos no sufragaron por el hombre de Tepetitán. Desde un inicio ha tenido un déficit de legitimidad; incluso, le fue peor en las pasadas elecciones del 6 de junio cuando el padrón electoral registró 93 millones de personas; su partido obtuvo solo 17 millones 180 mil votos. O sea, casi perdió la mitad de los sufragios que había obtenido en 2018. Una señal clara de que hay un alejamiento entre el gobierno de López Obrador y su partido, por un lado, y las personas comunes y corrientes, por otro lado. Perdió la mayoría calificada y, lo conducente hubiese sido buscar acuerdos con la oposición para garantizar la gobernabilidad democrática.

Sin embargo, convengamos en que López Obrador, no es un hombre que practique la política del diálogo, la negociación, los acuerdos y los compromisos; más bien se distingue por ser un individuo que entiende la política como confrontación, insultos y denuestos contra el adversario y, por consecuencia lógica, la imposición de su muy personal capricho. Su concepción de la política es vertical. ¡Aquí mando yo!

La mentira forma parte del bagaje instrumental de los demagogos populistas: frente a una sociedad compleja y diversificada recurren a la falsedad de hablar de un “pueblo” en abstracto como figura mítica de la cual ellos son los representantes.

Este no es un asunto nuevo: en las décadas recientes hemos visto cómo usando y abusando del método democrático, una buena cantidad de autócratas y partidos no-democráticos, se han hecho del poder para después, desde adentro, desmontar el engranaje legal e institucional de las repúblicas liberal-democráticas, para imponer regímenes populistas que luego se deslizan hacia formas de gobierno autocráticas con tintes totalitarios.

Para este tipo de autocracias: “El poder significa un enfrentamiento directo con la realidad, y el totalitarismo en el poder está constantemente preocupado de hacer frente a este reto.”

Para nadie es un secreto que las autocracias populistas se nutren, en términos ideológicos y prácticos, de los regímenes totalitarios. Una de las semejanzas entre ellos radica en la presencia de un líder y la creencia de que es infalible; el “hombre fuerte” jamás puede reconocer que se equivoca. “En el centro del movimiento, como el motor que se pone en marcha, se halla el jefe…El jefe es irremplazable, porque toda la compleja estructura del movimiento perdería su raison d’être sin sus órdenes…Sin él todo quedaría inmediatamente perdido…Esta responsabilidad personal es el más importante aspecto organizativo del llamado ‘principio del jefe’.”

El populismo y los totalitarismos crean sus propios cuadros fanatizados que creen cualquier cosa dicha por el jefe: la diferencia entre la realidad y la fantasía es un asunto que decide el poder y que los fanáticos admiten a pie juntillas. Como dice Hannah Arendt: “Lo que ejerció la fascinación no fue la habilidad de Stalin o Hitler en el arte de mentir, sino el hecho de que fueran capaces de organizar a las masas en una unidad colectiva para respaldar sus mentiras con una impresionante magnificencia.” Y hay más en este rubro: “La fuerza que posee la propaganda totalitaria…descansa en su capacidad de aislar a las masas del mundo real.”

Tanto el populismo como los totalitarismos son antihumanistas, antiliberales, antiindividualistas y anticulturales. El oscurantismo duro y puro. Dicho de otro modo: aborrecen el iluminismo que se basa en la razón, la educación, el principio de contradicción; en los derechos de libertad como la libertad de pensamiento, la libertad de prensa, la libertad de cátedra, los derechos humanos, los derechos políticos y los derechos sociales.

La revolución de las conciencias de la que presume López Obrador no es más que la creencia ciega de que él representa la verdad y la vida. Eso se lo toma en serio una parte de sus simpatizantes (pero no todos). Es absolutamente falso que esa enajenación haya permeado a todo el pueblo de México. Afortunadamente, la mayoría de los ciudadanos no se tragan esa patraña.