Opinión

Los socios de la recesión

Con un clima más benévolo que en otros años, volvieron las reuniones presenciales al Foro Económico Internacional, que reúne la crema y nata de las finanzas en Davos, Suiza. Lo del clima más benévolo es porque estamos a fines de mayo y no en pleno invierno, como antes. En realidad, la situación económica internacional dista de llamar al optimismo.

Se habla de una recesión global a la vuelta de la esquina. Esto puede sonar un tanto absurdo, luego de que las economías nacionales, salvo deshonrosas excepciones a las que mejor no les ponemos nombre, están creciendo a tasas aparentemente saludables, y creando empleos en el camino.

Los socios de la recesión

Economía y temor

El problema es que ese reciente crecimiento ha estado acompañado de una tendencia hacia una inflación creciente, y de una notable inestabilidad de algunos precios clave: los energéticos y los alimentos. Y que la reacción ante esos fenómenos ha sido la que dicta la ortodoxia: el alza en las tasas de interés como señal de que se prefiere desacelerar las economías.

Las naciones emergentes, que atraen capital financiero gracias a que sus tasas de interés reales son más altas que en las metrópolis, empezaron el movimiento, en previsión de que sucedería lo que sucedió: que tanto Estados Unidos, como Europa y Japón ya tienen tasas de interés nominalmente positivas. Vendrá una carrera alcista.

Si aumenta el costo del dinero, suele generarse un movimiento de capitales: las inversiones salen de los mercados reales (las bolsas de valores, las empresas) y se pasan a los mercados financieros. Con la baja en las acciones, el valor nominal de las empresas se va evaporando.

Los socios de la recesión

Economía

El paso a los mercados financieros tampoco ha sido lineal. Si bien el dólar sigue siendo la moneda de referencia, la diferencia actual entre las tasas de los bonos estadunidenses de corto y de largo plazo no corresponde con las expectativas lógicas. Además, se acompaña de una crisis de las criptomonedas, las que, en palabras de Christine Lagarde, "no valen nada, no se basan en nada, y no hay ningún activo subyacente que actúe como ancla”.

La inflación que se vive a nivel mundial no nace de la nada. Por una parte, está la intención de algunos agentes económicos de resarcirse rápidamente de las pérdidas sufridas por la pandemia de COVID, que mueve los precios relativos de bienes y servicios. Por otra, que la disrupción de las cadenas de suministro, que hace unos meses parecía superada, ha vuelto, con la nueva parálisis relativa de la economía china, muy ligada a los nuevos confinamientos. Recordemos que se trata de una economía abierta, que comercia mucho con el resto del mundo, y su contracción es ya un hecho. Por ello, sus autoridades se mueven a contrapié del resto del mundo, con estímulos financieros para levantar los mercados debilitados.

A estos elementos de tormenta hay que agregar otros dos. Uno es la guerra provocada por la invasión de Rusia a Ucrania. Sus efectos principales son precisamente en los mercados de productos energéticos, oferta rusa, y alimentarios, oferta ucraniana. Resulta por lo menos significativo -por no usar otros adjetivos- que el cónclave de Davos haya iniciado, no con un recuento económico global, sino con una videoconferencia del presidente ucraniano Zelensky, en la que pide a Occidente sanciones más duras contra Moscú.

El segundo elemento es el renacer del nacionalismo económico en varios países, que tiende a cerrar puentes comerciales que antes estaban abiertos. Bajo la bandera de defensa de la soberanía, dejan de exportar trigo (India) o aceite de palma (Indonesia) o pretenden dejar de importar insumos clave en aras de la autosuficiencia. Esta suerte de neomercantilismo pone trabas a la expansión económica general.

Pero ahí no queda el asunto. Al menos una parte de la baja en la oferta de alimentos está ligada a la sequía que azota el mundo. Es una de las consecuencias del cambio climático. Otras de sus consecuencias obligarán a un cambio tecnológico y de consumo que tendrá que ser de una rapidez vertiginosa, si no queremos que se nos acabe el planeta. Estos cambios implicarán un vuelco en el tipo de industrias que jalarán las economías en las próximas décadas. Si no los hubiera, los problemas se multiplicarán.

Si en estos momentos las cadenas de suministro son de nuevo el principal problema para la recuperación económica, y el grueso de la inflación no se explica por exceso de demanda, resulta por lo menos paradójico que los bancos centrales se muevan hacia la creación de una recesión.

En cierto sentido es también un regreso a los años setenta, cuando la crisis de los precios del petróleo y el fin del sistema monetario de Bretton Woods hicieron unas olas tremendas, provocando una crisis que fue (falsamente) solucionada con el advenimiento del monetarismo y las políticas que hoy se ha dado en llamar “neoliberales”. La clave de esa (falsa) solución no fue económica, sino política: primero acabar con el pleno empleo para así partirle el espinazo a los sindicatos, a los salarios altos y al Estado de Bienestar.

Ahora esa solución no está disponible (entre otras cosas porque ya no hay salarios altos y el Estado de Bienestar está muy deteriorado). Y la ortodoxia económica ha demostrado ser muy buena para jalar la cuerda, pero no para empujarla. Son los socios de la recesión mundial. Sería necesaria una mejor coordinación mundial, para resolver cuellos de botella en lo productivo y optimizar la colocación del capital, sin darle tanto espacio a la especulación. Pero está difícil, porque corren tiempos de nacionalismo tardío y suenan tambores de guerra. Esas dos pulsiones pesan más que cualquier raciocinio. Desgraciadamente.