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Miradas que perduran, imágenes de un México remoto

Los retratistas del México del siglo XIX son, un poco, como exploradores y naturalistas. Llegaron a este país atraídos por las historias de paisajes sorprendentes, ruinas asombrosas y sucesos insólitos, que cruzaban el mar e inflamaban la imaginación de los europeos sedientos de aventuras

HISTORIA EN VIVO: LOS RETRATISTAS EXTRANJEROS DE MÉXICO PARTE 2 Y FINAL

Ampliar La minuciosidad de las litografías publicadas por Stephens y Catherwood fueron de tal calidad, que se usaron como referencia, en el siglo XX, para la intervención y restauración de las zonas arqueológicas mayas

La minuciosidad de las litografías publicadas por Stephens y Catherwood fueron de tal calidad, que se usaron como referencia, en el siglo XX, para la intervención y restauración de las zonas arqueológicas mayas

No solo era cuestión de desembarcar en México, deslumbrarse con la luz transparente y poderosa del puerto de Veracruz. Algunos viajeros que visitaron nuestro país en sus primeras décadas de vida independiente buscaban la parte insólita de estas tierras. Uno que otro llegó a conocer tan bien a México, que lo pudo retratar aún en la distancia, para que algunos momentos cruciales no cayeran en el olvido.

STEPHENS Y CATHERWOOD: UN DÚO DINÁMICO

En Londres, el estadunidense de Nueva Jersey John Loyd Stephens encontró a su mejor amigo y a un gran compañero de aventuras, Frederick Catherwood. Stephens era abogado y Catherwood arquitecto y dibujante. El gringo convenció al inglés de que lo mejor de la vida estaba en América, y de esa manera fue que Catherwood cruzó el mar y se estableció en Nueva York. Stephens, que trabajaba en la diplomacia estadunidense, había conocido mundo -y de hecho a su amigo Frederick- gracias a las encomiendas del gobierno de Washington. En 1839 recibió el encargo de marchar a Centroamérica, y volvió a convencer a su amigo de abandonar el plácido estudio de dibujo donde se ganaba la vida.

En 1839 no existía nada parecido a nuestras actuales zonas arqueológicas. Las ruinas de las grandes culturas prehispánicas, aunque despertaran el asombro de los audaces que se aventuraban fuera de las ciudades de México, estaban semidevoradas por la selva, y alentaban las imaginaciones de los viajeros. En el caso de Stephens y Catherwood, fue una aventura cuyos ecos todavía hoy son de importancia e interés.

El estadunidense y el inglés hicieron un recorrido que para la época resultaba atrevido y no exento de riesgo: cuarenta y cuatro ruinas mayas, ubicadas en distintos puntos de América Central, Chiapas y Yucatán. El resultad de aquel viaje fue una curiosa crónica donde Stephens escribía y Catherwood dibujaba. Sus testimonios indican que el paso por Centroamérica les pareció más bien sombrío. Todo cambió cuando, ya en territorio mexicanos, llegaron a Mérida. Todo era blanco, luminoso, con calles limpias. Entonces, la narración de Stephens se volvió entusiasta. Además de detallar las costumbres y la vida por donde pasaran, el estadunidense se quedó fascinado con la belleza de las señoritas de Campeche y Yucatán.

Asuntos muy curiosos se quedaron consignados por la pluma de Stephens, a quien le parecía sorprendente que el juego de la lotería adquiriera, en Mérida, dimensiones de entretenimiento masivo. Cuando andaba recorriendo las cercanías de Mérida se aterraron con la costumbre de sacar los restos de los antepasados para limpiarlos y homenajearlos en las fiestas de muertos. También los perturbaba que en los velorios se jugara a las cartas, se contaran chistes en la conversación y se repartiera chocolate.

¿Y Catherwood? Con la disciplina del dibujante, fue decisivo para que la aventura no se quedara a la mitad. En los días que recorrieron la antigua tierra maya, fueron semidevorados por mosquitos, picados por cualquier cantidad de bichos, y se ahogaron en su propio sudor. A cada rato padecían fiebres. Stephens pensó seriamente en arrojar la toalla y regresarse directo a Estados Unidos. Pero Catherwood estaba apasionado con recoger las imágenes de las ruinas mayas. Cada vez que llegaba a una de ellas, montaba su mesita de trabajo, y podía dedicarle horas a copiar, minuciosamente, lo que tenía delante.

El viaje se terminó cuando Catherwood contrajo paludismo, mientras visitaban Uxmal. Regresaron a Nueva York con montones de papeles bajo el brazo. Era 1840 y entusiasmados por todo lo vivido, publicaron un libro: “Incidents of travel in Central America, Chiapas and Yucatan”, con textos de Stephens y todas las láminas que Catherwood había dibujado. Una vez que el dibujante venció a la enfermedad, los amigos regresaron a la península yucateca, que recorrieron entre 1841 y 1842.

Se bañaron en cenotes, presenciaron ceremonias de los indios mayas que los remontaban al pasado milenario de aquellos que habían construido esos palacios en ruinas. Hacia 1843 publicaron una continuación de su libro, y cada quien siguió su camino: Stephens siguió trabajando en Centroamérica y estuvo involucrado en un proyecto de ferrocarril transístmico en Panamá. Agotado por el clima y el trabajo, volvió a Nueva York, donde murió en 1852. Dos años después, Catherwood moría en un naufragio, cuando viajaba hacia Perú, con objeto de estudiar y dibujar las ruinas incas.

Los trabajos de Catherwood, que el mundo conoció en su formato litográfico, fueron tan importantes, que se emplearon para la intervención y restauración de ruinas mayas en Chichén Itzá, Uxmal y Palenque.

MÉXICO A LA DISTANCIA: EL LEGADO DE KARL NEBEL

El alemán Karl Nebel es uno de los más famosos retratistas del México del siglo XIX. Es autor también de una de las descripciones más oscuras del habitual desembarco en el puerto de Veracruz y que, a lo largo de la centuria, numerosos viajantes corroboraron: “…el clima de Veracruz es cálido, reina allí la fiebre amarilla o vómito negro… Los hijos del país no están sujetos a tan infernal enfermedad, pero todo extranjero que viene de fuera o de tierra adentro tiene que pagar este tributo antes de adquirir el derecho de residencia…”

A Nebel, que tenía un hijo pequeño nacido en México en los días de la invasión estadunidense, le tocó ver la entrada de las tropas a la capital. De ahí se derivaría la que es, probablemente, la más famosa de sus obras.

A Nebel, que tenía un hijo pequeño nacido en México en los días de la invasión estadunidense, le tocó ver la entrada de las tropas a la capital. De ahí se derivaría la que es, probablemente, la más famosa de sus obras.

Pero Nebel ya andaba por acá desde 1829, y se quedó hasta 1834. En esos casi cinco años, se interesó, como Linati, en los personajes de la vida cotidiana de México, y como Catherwood, por las ruinas arqueológicas. No escatimaba juicios críticos sobre el país. Por ejemplo, le parecía que los indígenas que miraba eran “demasiado dóciles” y le parecía imposible que fueran descendientes de aquellos que habían levantado poderosas pirámides.

No obstante, se enamoró de inmediato de la ciudad de México. Sin vacilaciones, la calificó como “la ciudad más grande y más hermosa de la América española, y en la misma Europa hay pocas que se la puedan comparar”. Nebel, de oficio arquitecto y dibujante, afirmaba que mirar a la capital mexicana desde el cercano pueblo de Tacubaya ofrecía una vista deliciosa. El Valle de México, agregaba, era “una deliciosa campiña rodeada de montañas impenetrables”.

También le gustaba Guadalajara, con sus calles “anchas y limpias”. De Aguascalientes le agradaba el clima, “templado y agradable, con inmediaciones pintorescas y bien cultivadas, sus habitantes de un carácter afable y de mucha hospitalidad”. Estuvo en Puebla, en San Luis y en Zacatecas.

Después de aquel primer viaje, Nebel volvió a Europa. Publicó un libro con cincuenta litografías: “Viaje pintoresco y arqueológico sobre la parte más interesante de la República Mexicana desde 1829 hasta 1832”, que, además, tuvo un prólogo, nada menos, que del afamado naturalista Alexander Von Humboldt, que había viajado a México en los albores del siglo XIX. Humboldt, entusiasmado, decía del libro de Nebel que la obra, además de ser bella, era de mucho valor para los interesados en cuestiones arqueológicas y científicas.

Nebel viajó por buena parte del territorio mexicano. Conoció Xochicalco, el Tajín, y Cholula. A pesar de su desagrado por el clima del Golfo de México, viajó a Tampico y luego se marchó a conocer Acapulco. Regresó a nuestro país hacia 1840, por un asunto inusual para la época, cuando el derecho de autor era prácticamente inexistente. Nebel litigó contra uno de los impresores afamados de la época, Vicente García Torres, por haber publicado un libro con litografías sospechosamente parecidas a las de su obra. Mientras se desarrollaba el proceso, conoció a una francesa, Jeanne Marie Sophie Berthier, con la que tuvo un hijo nacido en México. Para ganarse la vida, se dedicó a criar cerdos.

Nebel y su familia permanecían en México cuando inició la invasión estadunidense. Le tocó ver la entrada de las tropas gringas, triunfantes, a la capital del país. Vio el dolor, la rabia, la derrota. Prefirió llevarse a su familia a Europa en enero de 1848.

Tres años más tarde colaboró con un periodista, George Wilkins Kendall para la elaboración de un libro: "The War between the United States and México Illustrated". A partir de los relatos de Wilkins, Nebel elaboró detalladas imágenes de las batallas más importantes. Para aquel libro, el alemán hizo una docena de litografías, que se imprimieron con la mejor tecnología francesa. Y Tal vez, en ese conjunto se encuentra la imagen más famosa que Nebel hizo: La entrada de las tropas invasoras al Zócalo de la ciudad de México, mientras, en una esquina, un lépero recoge del suelo una piedra, la primera de muchas que se lanzaron en la batalla popular por defender la ciudad.