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El pacto suicida de los hermanos Noriega: el oscuro prólogo de la Decena Trágica

La tragedia de los hermanos Noriega empezó a conocerse por los rumores, por los gendarmes un poco sueltos de la lengua, y, desde luego, por los reporteros que, no bien se enteraron, corrieron hasta la calle de Academia para averiguar cuanto fuera posible

El pacto suicida de los hermanos Noriega: el oscuro prólogo de la Decena Trágica

El pacto suicida de los hermanos Noriega: el oscuro prólogo de la Decena Trágica

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy
TEXTO INTRODUCTORIO

La Ciudad de México ardía, en los primeros días de 1913. Los periódicos daban cuenta a diario, de numerosos asuntos de rebeliones y ataques al gobierno de Francisco Ignacio Madero. La capital era una olla de presión a punto de estallar, y se reflejaba en la abundancia de debates enconados y delitos que se publicaban. Sin saberlo, la prensa estaba escribiendo el prólogo del cuartelazo del 9 de febrero, y en ese mar de tiros, sangre y crimen, destacó un extraño pacto suicida, que al drama añadió el enigma y la maledicencia.

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“¡Devuélvame a mis hijos!”, gritó aquel hombre enloquecido. El médico Agustín Reza lo miró con profunda compasión. De nada le servían, en aquel momento, al muy rico empresario y hacendado español Íñigo Noriega, todas sus propiedades, sus muchos negocios, su abultado caudal. El mundo se había convertido en un escenario demencial y oscuro para ese caballero, probablemente el más rico de todo México en aquel accidentado y violento febrero de 1913. Dos de sus hijos, Íñigo y Eulalia, estaban muertos, en lo que parecía ser un pacto suicida, que, al correr de las horas, en esa noche del 31 de enero, atrajo a toda la prensa de la ciudad de México.

Noriega, un inmigrante español afortunado, que a fuerza de trabajo y esfuerzo había amasado su fortuna, no terminaba de asimilar lo ocurrido. Había salido de su hogar para visitar a la otra familia, a la que había formado con una mujer llamada María Rivera. Eran las nueve de la noche cuando dejó aquel domicilio, en el número 22 de la calle Revillagigedo, para trasladarse a Academia 12, su casa formal y a la que acudía, de visita, el “todo México” de la élite porfiriana que todavía medraba bajo el gobierno del presidente Madero.

Al llegar a su hogar, Noriega empezó a inquietarse: en la entrada de Academia 12 había policías. Rápidamente entró. Al pie de las escaleras estaban sus empleados, junto con el doctor Reza. Dos de sus hijos, le informó el galeno, habían sufrido un accidente muy grave con un arma de fuego. El corazón de un padre nunca engaña e intuye mucho: Íñigo Noriega interrogó al médico.

-“¿Pero están muertos? ¿Los dos?”

Cuando le confirmaron que arriba había dos cadáveres, el grito de ese padre desesperado llenó la casa. Entró en shock. Los testigos dijeron que perdió el habla, que parecía fuera de la realidad. Casi en vilo lo llevaron a su habitación, mientras la policía empezaba a hacer las primeras indagaciones.

Hasta la casa de los Noriega llegó Emiliano López Figueroa, Inspector General de Policía, y el juez tercero de instrucción, apellidado Rojas. Se determinó que a los cuerpos de aquellos jóvenes se les dispensara de la autopsia, y se prepararan sus funerales.

Como siempre ocurría en la entonces pequeña Ciudad de México, la tragedia de los hermanos Noriega empezó a conocerse por los rumores, por los gendarmes un poco sueltos de la lengua, y, desde luego, por los reporteros que, no bien se enteraron, corrieron hasta la calle de Academia para averiguar cuanto fuera posible, y alcanzar a entrar en las ediciones del día siguiente.

LA TRAGEDIA, EL ENIGMA, LA MALEDICENCIA

Toda la prensa capitalina, desde el famoso y muy leído Imparcial hasta el sobrio y un tanto demodé La Patria, del viejo Ireneo Paz, habló, en sus ediciones del 1 de febrero de 1913, del aparente pacto suicida entre Iñigo Noriega y su hermana Eulalia. Quizá la familia no le enseñó esas primeras planas Iñigo padre, que parecía volver del estado de estupor en que lo había sumido la muerte de sus hijos, y qué bueno, porque la amplia gama de reflexiones, errores y especulaciones solamente lo habrían devuelto al marasmo en que navegaba su conciencia. Las escasas fotografías que se publicaron del sepelio de sus hijos lo muestran con la mirada perdida, flanqueado nada menos que por su paisano, el embajador Cologan, y el muy rico Enrique C. Creel.

Las guardias nocturnas, desde hace muchos años, son el espacio de fogueo de los reporteros jóvenes, que poco a poco van agarrando tablas, aprendiendo nombres, estableciendo contactos. El ridículo de aquella mañana se la llevó el diario El País, dirigido por don Trinidad Sánchez Santos. Como buen periódico católico, que en su cabezal ostentaba su ideario, sus reporteros no necesariamente andaban en la grilla cotidiana. Por eso el enviado a averiguar qué ocurría en Academia 12 mostró su novatez y su chambonería: según El País, los muertos eran dos varones, Iñigo y Eulalio, y, a falta de conocidos que le dieran buena información, la nota acababa confesando que no tenía la menor idea de qué había ocurrido en aquel rico hogar. En su descargo, hay que reconocer que, al día siguiente, El País reconoció su mala cobertura, y se apresuró a informar a sus lectores, para que no fueran a la zaga de las clientelas de los otros periódicos de la capital.

El resto de la prensa, que tenía bastante idea de quién era Iñigo Noriega, trató de dar la mayor cantidad de detalles. Y no era para menos: la fortuna de Noriega se calculaba en unos cincuenta millones de pesos, era propietario de la muy rica hacienda de Xico, dueño de numerosas casas en la ciudad de México, dueño de la fábrica de papel San Rafael y la Compañía Industrial de Hilados y Tejidos San Antonio Abad, y mil empresas más. Nadie que en México se dedicase a los negocios ignoraba quiénes eran los Noriega.

Por eso, proliferaron las condolencias, y las reflexiones sobre el brutal dolor que experimentaría el acaudalado español, enfrentado a un oscuro drama del que parecía no haberse enterado jamás. Otro periódico, El Diario, reflexionó en su titular: “¡Los hogares que parecen felices por fuera!” Y tenían razón. Parecía que nada le faltaba a Iñigo y a Eulalia; todo lo tenían. Viajes, dinero, un futuro promisorio. Pero la insistencia de los reporteros empezó a dibujar un rompecabezas trágico del que algunas piezas se conocerían muchos años después.

Algún reportero logró hablar con Teresa Ruiz, una prima de los Noriega que se encontraba de visita, esa noche, en el número 12 de Academia. Muy cercana a su prima Eulalia, la muchacha narró que habían tenido invitados, y, después, saldrían de paseo.

Teresa se encontraba en la planta baja de la casa, y hacia las 8 de la noche escuchó dos disparos. Subió corriendo las escaleras y entró en la habitación de su primo Iñigo. Allí estaban los hermanos. El muchacho, muerto en su cama. Ella ahogándose en su sangre.

A los gritos de Teresa llegaron corriendo los empleados del señor Noriega, que tenían su oficina en la planta baja.  Los reporteros también entrevistaron a uno de ellos, Manuel Cándano. Explicó que, por ser fin de mes, se trabajaba hasta más tarde. Escucharon un ruido extraño, dijo, como el que produce un tablón al caer. Pero los gritos de Teresa Ruiz los alertaron. Subieron a toda prisa y encontraron los cadáveres. Aparecieron otras muchachas, hermanas de los muertos. Aterradas decidieron llamar por teléfono al médico de la familia, Agustín Reza y le urgieron a que se trasladara a la casa de los Noriega. Pero cuando el médico llegó a la casa, nada había ya que hacer.

Iñigo había muerto instantáneamente. Eulalia había sobrevivido unos minutos, según contó el empleado Cándano. Mientras las muchachas cedían a los nervios y al horror, Cándano se trasladó, junto con los policías que habían llamado, a la inspección de policía, donde el Inspector en jefe, Emiliano López Figueroa escuchó lo sucedido. Él llamó a la casa de los Noriega: “No toquen los cuerpos”, indicó, y partió hacia Academia 12 para examinar la escena del crimen.

Iñigo había disparado primero a su hermana, que tenía un tiro en el pecho y otro en una mejilla. Después, él se disparó al corazón, y con sus últimas fuerzas alcanzó a herirse en la cabeza. La policía encontró la pistola escuadra calibre 32 empleada por los hermanos.

La habitación del muchacho estaba en el tercer piso de la casa. Los policías informaron que todos los muebles estaban en orden, y que la boca del muchacho olía a alcohol. Encontraron en el buró una botella de jerez y algunas de cerveza. Examinaron los bolsillos del muerto. Lo único inusual fue una nota inconclusa, en una pequeña libreta de apuntes: “Escríbele tarjeta al inspector de policía, diciéndole que…”

El registro de la habitación aportó información. Iñigo debió salir de viaje aquella misma noche. Abordarían un tren para viajar a Nueva York, donde visitaría a su hermano Manuel, y luego viajaría por barco a Europa. Hallaron las maletas del muerto. Tenían dos notas: “El contenido de esta maleta es para mi hermano Manolo.- Iñigo”. “El contenido de esta maletita y el rifle, parque y cargadores que tengo en Río Frío son para Manolo. Las navajas de afeitar, zapatos y útiles de tocador, repártanlos entre los criados”.

Al día siguiente, los sirvientes de la casa Noriega encontraron una carta firmada por el joven Iñigo. Ahí contaba que había determinado suicidarse para no salir del país, como mandaba su padre, y no quería dejar a su hermana, a la que tanto quería, desamparada y sola. La prensa sensacionalista se dejó caer sobre aquella explicación, aunque la Inspección nunca dio a conocer el contenido exacto de la misiva.

Corrieron chismes y habladurías; se insinuó y en algunos pasquines, como el vespertino El Intransigente, se afirmó que los hermanos Noriega sostenían una relación incestuosa, y que don Iñigo, al percatarse, decidió enviar a su hijo fuera del país. La explicación oficial, decían los chismes, es que el viaje de 5 meses era para que el muchacho se curara de los males que lo aquejaban. Otros periódicos, también de baja categoría, afirmaron que la “neurastenia” que aquejaba a Iñigo, esa debilidad de nervios que lo hacía exaltarse, provenía de una “enfermedad secreta”, una enfermedad de transmisión sexual. Algunos llegaron a hablar de sífilis.

Las especulaciones crecieron. Las investigaciones con los amigos del difunto, revelaron que, desde que tenía veinte años, el muchacho llevaba una vida más bien desordenada, aprovechando la enorme herencia –veinte mil pesos- que su difunta madre le había legado.  También hablaron de su extraño padecimiento Haya sido lo que haya sido, el propio Iñigo solía decir que su enfermedad le producía “accesos de locura”. De Eulalia se dijo que, tras volver a México, después de estudiar en Londres, dos veces había tenido pretendientes que su padre desaprobaba violentamente. Finalmente, la policía concluyó que Iñigo fue quien decidió suicidarse, y sin avisarle a su hermana, disparó contra ella.

La prensa más seria, aliada y conocida de la élite económica de la ciudad, salió en defensa de los Noriega, tachando de miserables a los periodicuchos que se solazaban en la teoría del incesto como el móvil a aquella tragedia. Lo cierto es que el contenido de la carta de Iñigo no se conoció en aquel momento, y los reporteros coincidieron en sus afirmaciones: aquellos hermanos desdichados se llevaban a la tumba sus secretos y sus dolores, y junto a sus nombres siempre quedaría un enigma. Algún redactor, inspirado, aseguró que en el caso Noriega faltaba “un Edipo” que resolviera el problema, convertido en una metafórica Esfinge.

EL FUNERAL Y EL CUARTELAZO

A las cuatro de la tarde del 1 de febrero, sacaron los féretros y los colocaron en el carro fúnebre de la Compañía de Trenes Eléctricos. El de Iñigo era negro, el de Eulalia blanco. Ambos tenían placas de plata con los nombres y las fechas de muerte de los hermanos. Arrancó el cortejo: al frente el coche mortuorio, y detrás 8 vagones con los dolientes. Les tomó una hora llegar al Panteón Español. Junto al agobiado don Íñigo estaban el embajador español, Bernardo de Cologan, y Ernesto Madero, secretario de Hacienda y tío del presidente, además de muchos notables del mundo del dinero del México maderista.

Muchos años después se supo de otras consecuencias del caso Noriega: el padre de los muchachos apoyaba sinceramente las conspiraciones contra el gobierno de Madero. De hecho, algún apoyo estaba proporcionando a un complot que debería entrar en acción el 5 de febrero, cuando la guardia militar presente en la ceremonia conmemorativa de la promulgación de la constitución de 1857, debería apresar al presidente y a su vicepresidente, José María Pino Suárez. El drama que vivía Noriega, aparentemente, retrasó el plan. A la hora de la hora, los altos mandos implicados en el asunto, avisaron a los oficiales que “todo se detenía” hasta nuevo aviso.

Pero la traición solamente se retrasó unos pocos días. Al estallar el alzamiento, el 9 de febrero, Iñigo Noriega, cargando aún en los huesos la muerte de sus hijos, estaba rehecho y firme, recibiendo en la puerta de la prisión de Santiago Tlatelolco, al general Bernardo Reyes, que moriría un par de horas después, en el primer tiroteo de la Decena Trágica. Nada bueno llevó la revolución desatada a la familia Noriega: perdieron casi todo, en los años que siguieron. La muerte de los jóvenes Iñigo y Eulalia constituyó el prólogo de días muy oscuros para el país.