Opinión

Un populista desesperado

Un populista desesperado

Un populista desesperado

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Los movimientos desesperados que hace Donald Trump para impedir que su rival Joe Biden asuma la presidencia de Estados Unidos nos recuerdan que para un gobernante populista es muy difícil dejar el poder. Y que intentará hacer todo lo que sea para mantenerse en él.

Ese “todo lo que sea”, en el caso de Trump, ha implicado no sólo buscar revertir legalmente los resultados electorales allí donde no le han gustado, sino también presionar y amenazar a las autoridades estatales encargadas de los recuentos, propagar mentiras de todo tipo y pretender que los senadores afines bloqueen la investidura del ganador de las elecciones.

Más allá, el hecho de que diez ex secretarios de Defensa (siete republicanos y tres demócratas) hayan llamado a respetar los resultados de la elección y no involucrar al ejército, da indicios de que Trump también ha hablado con militares para involucrarlos en su pretensión. En otras palabras, ha habido un barrunto de golpe de Estado puro y duro.

No hay opción alguna para que Trump logre su cometido. El 21 de enero tendrá que entregar la presidencia (a menos de que se le ocurra renunciar antes, para que el vicepresidente Pence asuma, otorgue al millonario neoyorquino el perdón presidencial y sea él quien entregue la estafeta). Lo que sí hay es la certeza de que Estados Unidos ha dejado, en más de un sentido, de ser una democracia de excepción.

Pensemos en qué tanto han cambiado las cosas. Un audio como el que dio a conocer el Washington Post hubiera acabado fulminantemente con cualquier presidencia estadunidense en el siglo XX. Es mucho más grave que los que acabaron por tumbar a Nixon. Una carta conjunta de los secretarios de Defensa es algo totalmente insólito: no hubo barruntos como esos ni siquiera durante la Guerra Civil. Y eso se toma como algo apenas ligeramente anormal.

Siempre se ha pensado que los pesos y contrapesos de la democracia estadunidense son lo suficientemente fuertes como para impedir la llegada de un autócrata. Hasta el momento lo han sido, pero también han mostrado fisuras, derivadas principalmente del anacrónico sistema electoral todavía vigente. Y es posible que en los próximos años estén sometidos a pruebas todavía más difíciles.

Y es que el triunfo de Trump en 2016 y sus efectos no pueden tomarse a la ligera, como tampoco puede tomarse a la ligera su actual ofensiva contra el sistema democrático.

A diferencia de otros populismos, el de Trump no llegó al poder montado en un partido formado alrededor de su figura. Pero a semejanza de ellos, puso el partido a su servicio. Llegó vendiendo la idea de ser ajeno al establishment político de su país, pero terminó dominando uno de sus principales instrumentos y convirtiéndolo en un vehículo a su imagen y semejanza. El proyecto de partido desapareció, y todo gira alrededor de una figura. Los republicanos moderados son ahora extraños en lo que era su propia tierra.

¿Cómo se logró esto? Con la capacidad mediática y simbólica de jugar con las angustias de quienes temen perder sus privilegios -reales o imaginarios- y tienen nostalgia de un pasado que se les vende como idílico. Son grupos sociales que, más que apostar a “la ley y el orden”, como dicta su consigna, lo hacen a favor de un uso discriminador de esa ley, para restablecer un imposible viejo orden: el que definía que el acceso a la democracia en realidad estaba estratificado según el color de la piel.

Con esos grupos, que evidentemente no están identificados con la democracia (o lo están sólo bajo condiciones en las que deja de ser realmente democrática), es que Trump formó su base. Y esa base es ahora fundamental para el partido republicano.

Son estos grupos radicalizados, que odian las mascarillas, pero aman las armas, se nutren de posverdades y las propagan, los que representan, en la visión trumpista, el alma del pueblo norteamericano. Y de sus mentiras difundidas en las redes sociales se agarra Trump para presionar a los representantes de las instituciones democráticas para que tuerzan la voluntad electoral. A fin de cuentas, según esa visión, negros, latinos, feministas y liberales no representan al verdadero pueblo.

La herencia envenenada de todo esto es que Trump ha inoculado, en una parte de los ciudadanos, el virus de la desconfianza en las elecciones y en el poder del voto. El trumpismo jugará con esto en los años por venir, calificando a Biden de espurio y minando a toda institución que no se pliegue a sus ideas. Ellos, los verdaderos y los demás, los falsos.

Falta por saber cuál será la actitud del presidente Biden ante ese reto. De entrada, ha anunciado su intención de tender puentes y gobernar para todos, dejando atrás la polarización que alimentó Trump. No está claro cómo reaccionarán los republicanos, en particular la amplia ala que se subió al carro del populismo de la derecha extrema. Podrían venir nuevos encontronazos, y eso significaría un cambio histórico en las maneras de hacer política en Estados Unidos.

En resumen, aún después de perder y de dejar el poder, el populismo deja tremendas heridas en el tejido político de las naciones. Y no hay excepciones.

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