Opinión

Fascismo y uso de las palabras.

El lenguaje es uno fenómeno paradójico. Ese conjunto de símbolos que usamos para comunicar ideas, sentimientos y deseos, es al mismo tiempo una creación ampliamente democrática; a la vez que requiere cierta precisión sin la cual es absolutamente inútil.

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/La exsecretaria de Estado de EU, Madeleine Albright, trató de definir lo que era Fascismo.

Desarrollo la idea: en principio, todo lenguaje se compone de palabras cuyo significado es convencional, producto de un cierto momento y de una determinada cultura en la cual se ha unificado el uso de los vocablos, que no se vincula con una especie de “esencia”. Por ejemplo, el objeto de cuatro patas, con respaldo y asiento que denominamos silla, se llama así no por que exista una especie de “sillicidad” interna en él, sino porque así empezó a ser designado y la comunidad aceptó que la palabra designaba al objeto.

En ese mismo sentido, las palabras no pueden fijarse en un significado eterno, sino que cambian conforme el acuerdo social se modifica. Pensemos en la palabra monstruoso, hoy designa algo feo, horrible, desagradable, pero hace siglos se utilizaba para denotar algo digno de ser mostrado por admirable.

Así, las academias y los diccionarios dan cuenta del uso común así como del histórico de las palabras, mas allá de grabar en piedra su contenido.

Puede usted pensar que estos cambios suceden a lo largo de generaciones, del transcurso de mucho tiempo, pero no necesariamente es así. Recuerde la palabra antro. Hace no muchos años designaba un lugar desagradable, al que uno preferiría no acudir; sin embargo, hemos podido ver en el transcurso de nuestras vidas, que su uso cambió para referirse a un lugar de entretenimiento nocturno al que se acude en gran número y de buen ánimo.

Los significados cambian con la mutación de la sociedad.

Pero, por otra parte, se requiere que los conceptos tengan un conjunto de significados identificable, de otra manera el lenguaje es imposible como medio de comunicación. Si alguien le llama silla a lo que la mayoría conoce como mesa, el diálogo es imposible por la falta de un significado común.

Eso nos pasa en la discusión pública. Solemos usar términos que son multívocos, que pueden simbolizar o referirse a ideas casi contrarias; palabras como democracia, constitución, derechos, tienen tantos posibles sentidos que resulta necesario adjetivarlas para poder asignarles un contenido más o menos acotado.

Si no podemos convenir acerca de significados mínimos, entonces todo debate se vuelve vacuo porque cada parte puede usar las palabras sin mayor preocupación acerca de su sentido.

De esta forma, el lenguaje se vuelve paradójico porque, por un lado, es una creación convencional que no puede fijarse como definitiva; por otro, requiere un conjunto mínimo de sentidos que permita la comunicación.

En ocasiones esto es más complejo, cuando nos topamos con palabras que tienen una carga emotiva. Por ejemplo, democracia, es un vocablo con un respaldo virtuoso; fascismo es, por su parte, una expresión con carga negativa. Este tipo de palabras, por su carga emocional o ideológica, suelen usarse como armas arrojadizas en el diálogo público, y por lo mismo, su contenido o definición es vaga, a fin de que puedan servir para cualquier fin.

Sin embargo, hay que intentar un ejercicio de síntesis, de fijar los elementos mínimos de estos términos que usamos en la discusión, so pena de hablar de todo y de nada a la vez. En esta ocasión, me ocuparé del término fascismo.

Dada la carga negativa de esta palabra, cualquier acto de tipo autoritativo corre el riesgo de ser tachado de fascista. Así, establecer contenidos de ella nos puede ayudar a usarla con mayor efecto comunicativo.

Como guía nos puede servir el texto de la exsecretaria de Estado norteamericana, Madeleine Albright, que se llama “Fascism. A Warning”, en buena medida, la intención del texto es justamente definir qué se entiende por fascista.

A partir de la reflexión que hizo junto con sus estudiantes, nuestra autora considera como fascista a quien “se identifica fuertemente con una nación o grupo, en cuyo nombre reclama el derecho de hablar, no se preocupa por los derechos de las demás personas, y tiene la voluntad de utilizar cualquier medio necesario, incluyendo la violencia, para conseguir sus metas” (traducción propia)

Aceptemos de momento estos elementos, a reserva de las objeciones que cada quien pueda formular. Aceptada provisionalmente, tenemos tres requisitos que pueden enmarcar la discusión. La utilidad de esto radica en que podemos hablar de algo cuyos contornos son concretos.

Así, no sería fascista quien pretende hablar por un grupo social, pero respeta los derechos de los demás grupos o personas. O quien, reuniendo las dos primeras características, se detiene frente a la posibilidad de usar la violencia.

A razón de todo lo anterior, vale la pena estimar que no cualquier acto autoritativo u opinión puede ser tachado de fascista. Deberíamos, en ese supuesto, por empezar definiendo el concepto (definición que será opinable) para poder después reconocer si en efecto lo es, o si se trata simplemente de un uso del término por su carga negativa.