Opinión

Mínimos de la democracia

Nos llenamos la boca hablando de democracia. Juzgamos los actos de cualquier actor político considerando si son o no “democráticos”, aunque en ocasiones, la vaguedad de la palabra hace que nuestras opiniones sean, en el mejor de los casos, brumosas.

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En otras columnas he escrito acerca de los significados complejos que tiene esta palabra, de la necesidad de acompañarla de adjetivos de manera que pueda significar algo más que un juego retórico o como bello elemento de un discurso justificatorio. Pero, en todo caso, debe podemos señalar algunos elementos mínimos, que permitan distinguir, así sea de primera mano, lo que es democracia, de lo que no lo es.

Lo primero es que esta idea está ligada a una cierta forma de gobernar la sociedad humana. Sería bastante extraño hablar de la “democracia de las hormigas”, aún cuando hay quien ha escrito sobre una república de las mismas. La democracia es una cierta manera de tomar decisiones sobre asuntos públicos, esto es, sobre las cosas que nos impactan a todas las personas porque son asunto común.

En segundo lugar, implica alguna noción de pueblo. Este es un concepto difícil, incómodo para algunas plumas, porque nos remite a un sujeto político que es múltiple, difícil de definir y al que se le imputan, desde algunas posturas, elementos negativos, como la falta de consistencia, o la propensión a decisiones inmediatas y altamente emocionales; afirmaciones que, me parecen, son hijas de un análisis superficial.

Pero el pueblo es un elemento necesario de la noción democracia. No se trata de la idea de ciudadanía, que remite más bien a lo individual, sino de algo más colectivo, que toma decisiones y que lo hace desde la posición de soberanía.

Soberanía popular. El pueblo (la suma de las ciudadanías, pero aún más allá, la decisión frente a la historia) que actúa y define la voluntad del Estado, o que decide nombrar a aquellos que la precisaran.

Un tercer elemento necesario es la idea de igualdad. Aquí es donde chocamos de frente con la tecnocracia, que implica dejar la decisión en quienes más conocen de un tema. La igualdad, entendida para efectos de la democracia, consiste en que nadie puede considerarse con los títulos suficientes para decidir el voto de las demás personas, ni la edad, ni el dinero o los estudios, justifican sugerir u orientar el sufragio de los conciudadanos.

La igualdad es un elemento complicado. Gobernar implica, en muchas ocasiones, tomar decisiones de carácter técnico, pero difícilmente solo cuentan con ese cariz, pues la mayoría de los actos de poder implican efectos políticos; sin embargo, es posible que aceptemos que hay asuntos que son mejor resueltos si se les atiende desde una perspectiva técnica o científica.

Pero la definición de los grandes temas es un asunto público, si nos atenemos al primero de los puntos que he abordado, lo que implica entender que, al tratarse de temas que nos afectan en tanto comunidad, solo en comunidad pueden ser decididos.

Esto no implica la inmediatez del voto, pues lo deseable es que, cuando se recurra a que el pueblo decida un tema, lo haga después de una amplia discusión pública, en la que se presenten no solo los intereses (legítimos o no) de las partes, sino también los principios o valores desde los que se sostienen las posiciones contradictorias, a fin de que se pueda decidir en vistas a qué tanto se comparten esos elementos esenciales.

Por tanto, no todo se puede resolver con el voto inmediato, o con la decisión entre un “si” o un “no”. Es posible, sin duda, en algunos temas, pero no en aquellos que la complejidad y profundidad de los mismos, sugieran un estudio más detenido.

Creo que en algunas posturas contrarias a aumentar el poder de decisión popular, así como en otras proclives a incrementarlo, se olvida la necesidad de la discusión previa, que puede ser intensa y llena de adjetivos, pero que debe ser también lo suficientemente amplia y temporalmente adecuada, para que permita el surgimiento de una opinión pública que vaya más allá de la emoción.

Si bien la emoción jamás puede eliminarse del todo en la política.

Me parece que hablar de una democracia aristocrática, por lo que he expuesto, resulta imposible o, al menos, un auténtico oxímoron, porque el primer concepto exige igualdad, y el segundo la niega.

Podrá objetarse que, cuando una figura que uno admira expresa su postura acerca de un tema público determinado, influencia nuestra opinión, y posiblemente nuestro voto. Esto es cierto, pero en el juego democrático, el fenómeno se da por sugestión o convencimiento, no por asumir una postura de superioridad.

El concepto de pueblo niega la superioridad de cualquiera de sus miembros, si lo aplicamos a la idea de democracia.