Opinión
Reconstrucción de Alejandro Badillo
David Gutiérrez Fuentes

Reconstrucción de Alejandro Badillo

Alejandro Badillo es un escritor que reside en Puebla y lo conozco más por las benditas redes sociales que por sus libros. Hace poco que leí la reseña de otro amigo común, Juan Luis Nutte a propósito de la novela Reconstrucción que Ediciones de Educación y Cultura le publicó en 2021 a Alejandro Badillo, tuve curiosidad por leerla.

Especial

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Muchos de sus textos en redes son filosos y cuando se enfrasca en polémicas tiene la paciencia de responderle a todos con la misma precisión, quizá para darle de comer al algoritmo. También sé, por lo que publica en redes, que es un maestro apreciado por sus alumnos y todos estos antecedentes no penales, me permitieron suponer que no me sentiría defraudado con la lectura de Reconstrucción.

El personaje central de la novela es un cronista del que nunca sabremos su nombre. Su misión es desentrañar qué hay más allá de una muralla que rodea a un extraño país varado en un tiempo tecnológico anterior a la digitalización. No sabemos cómo ni por qué llegó ahí o si acaso ha formado parte de los extraños habitantes que empieza a describir a partir del momento en el que decide instalarse en una posada. En las primeras páginas del libro es posible creer que proviene de afuera porque así lo reconoce y además lleva una computadora portátil que finalmente no le servirá para nada, en un país en el que desde luego no hay wifi y los cortes de luz son frecuentes. Esta sensación de cómo llegó y por qué no se regresa por donde entró se irá diluyendo mientras el cronista se adentra en la región de la muralla.

“Nadie sabía quién había construido la muralla, tampoco se sabía cuál era su extensión aunque se especulaba que era de cientos y cientos de kilómetros. Por estas razones llegué al país. Quería investigar su historia, escribir un libro en mi computadora sobre sus costumbres y anécdotas más importantes. Cargaba mi aparato en una maleta de cuero negro. Me invadía el temor de que, en cualquier momento, se averiara y tuviera que hacer notas en libretas o papeles sueltos. El cargador lo tenía siempre a la mano porque había que aprovechar el suministro de electricidad ya que, según el posadero, había constantes apagones. Algunas zonas del país se sumergían en la oscuridad por varios días.”

Si “reconstruimos” la novela por medio del periplo de su personaje, podríamos dividirla en tres momentos: su estancia en la ciudad, su camino y alojamiento en una de las cabañas del bosque y su encuentro con la gran muralla.

La ciudad

Ávido por escribir lo que sucede en el país, nuestro cronista nos irá develando la monotonía que aqueja a los habitantes de aquel territorio más que “distópico”, posible, como Badillo lo sugiere en una entrevista que le hizo Magdiel Olano para Leviatán. En esa ciudad los habitantes realizan su trabajo de manera monótona, casi no se hablan entre ellos más que para lo que resulta preciso y se aferran a las costumbres aunque las instituciones que les pudieron dar estructura ya no existan:

“Desde hace tiempo muchas labores son irrelevantes. Sin embargo, la gente sigue asistiendo a sus lugares de trabajo. Llegan, apuntan su nombre en la libreta de registro y buscan sus oficinas. Ahí, repasan sus planes para el día. Por ejemplo, los oficinistas de la dependencia de tránsito buscan viejas multas y comprueban que, en realidad, se hayan pagado. Si encuentran un error o, incluso, se dan cuenta de algún acto de corrupción, toman nota del asunto y lo registran en gruesas carpetas que guardan en archiveros. Nadie consultará esos documentos”

Curiosamente todo lo que tenga que ver con la memoria de aquella extraña sociedad, se va perdiendo. En una ocasión el cronista es interpelado de modo parco por un carpintero que al notarlo con aires de extranjero le extendió una libreta roja que a su vez contenía los apuntes e impresiones de otro extranjero, R. Estos tesoros irán conformando parte del acervo del cronista al igual que las fotos que Lucrecia, la hija del posadero y el único personaje con nombre propio en Reconstrucción, encontró en una bodega, o la revista que le robó al posadero y que de su lectura concluye que ya algunos presentían el advenimiento de un tiempo indiferente y muy posible si a muchos hechos del presente nos remitimos:

“Quizá toda la revista tenía como objetivo combatir los primeros síntomas de desidia y había otras publicaciones repletas de textos de autoayuda, consejos, recomendaciones, actividades, para que la gente saliera de un marasmo que, con el paso del tiempo, se tornaba maligno. Imaginé las calles que recorría cotidianamente con anuncios en los postes de luz, carteles con teléfonos de psicólogos o psicoterapeutas, programas de televisión, festivales escolares, celebraciones religiosas, ceremonias cívicas, lecturas públicas. Todo ello como un esfuerzo desesperado para que la gente no se abandonara, para que se siguiera interesando en la ciudad, en sus vecinos y, sobre todo, en su vida.”

El bosque

El cronista y Lucrecia se van convenciendo a partir de las fotografías, de los apuntes del diario y de sus conversaciones de abandonar la ciudad y adentrarse hacia el sur del país.

“–¿Alguien ha ido hacia allá? –le pregunté.

“Ella pareció meditar su respuesta. Sus ojos pensaban en muchas cosas: personas extrañas, tribus violentas, una naturaleza impredecible. Yo intuía, por mis escasas investigaciones, que había un vago consenso acerca de personas viviendo al sur. Nadie se había molestado en corroborar esa suposición. Quizás alguien lo había soñado y se lo había contado a otra persona.”

De esta manera ambos se arman de provisiones y se adentran por el camino del bosque, después de algunos días de caminata una anciana los acoge en su cabaña y les cuenta su versión de por qué esa región se ha ido extinguiendo. La parte más conmovedora de la novela es la muerte de Lucrecia quien padecía de cáncer y el remordimiento del cronista por no haberle permitido pasar sus últimas horas recargada en el tronco de un árbol viendo un paisaje menos hostil que el de la morada de la anciana, regresa a él con la misma frecuencia que la figura de Lucrecia quien lo ayuda a proseguir sólo el viaje.

“Una noche, entre las sábanas, iluminado por una vela que había encontrado en un cajón de un escritorio, pensé en Lucrecia. Era inevitable. Cuando llegaba la oscuridad pensaba en su cuerpo abandonado en el bosque. Por momentos me recriminaba haberla dejado ahí, expuesta a la corrupción del aire y los insectos. No duraba mucho ese sentimiento. Mientras veía el amarillo de la llama pensé que ella estaba por ahí, afuera, merodeando por el Puesto de Vigilancia. Me decía que había hecho bien en dejarla ahí, que le gustaba mirar esa parte del bosque.”

La muralla

En los linderos de la muralla concluye el viaje del cronista y desde luego no voy a contar el final. Sólo quiero decir que esta pequeña novela revela dos grandes males del mundo contemporáneo: el desdén por la vida y el peligro de depositar nuestra memoria individual y colectiva en entramados digitales.