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La violencia sistémica se infiltra en los sistemas sociales, económicos y políticos

Cuando la razón silencia

Muestra.
Vioelncia. Este fenómeno, conocido como violencia sistémica, nos obliga a mirar más allá de lo visible, a cuestionar las bases mismas de las sociedades en las que vivimos. (Archivo)

La violencia no siempre se manifiesta de forma evidente. A menudo, se instala en nuestras vidas de manera sutil, disfrazada de estructuras aparentemente neutrales y lógicas incuestionables. Este fenómeno, conocido como violencia sistémica, nos obliga a mirar más allá de lo visible, a cuestionar las bases mismas de las sociedades en las que vivimos. Theodor Adorno y Max Horkheimer, desde la perspectiva de la Escuela de Frankfurt, profundizaron en este concepto para revelar cómo la razón instrumental y el autoritarismo han sido los principales motores que posibilitan este tipo de agresión encubierta.

La violencia sistémica se infiltra en los sistemas sociales, económicos y políticos. Afectan a individuos y grupos de manera constante, pero muchas veces imperceptible. Puede manifestarse como desigualdades en el acceso a la educación o a la atención médica, o en agresiones físicas justificadas por ideologías dominantes, como sucedió en el Holocausto. Aunque estas expresiones de violencia parecen dispares, comparten una característica fundamental: la legitimación que les otorgan sistemas diseñados para que sean vistas como inevitables o incluso necesarias.

Adorno y Horkheimer identificaron en la razón instrumental una de las bases de esta violencia. Esta forma de pensar, que prioriza la eficiencia y la utilidad por encima de la justicia o la dignidad humana, ha moldeado muchas de nuestras decisiones sociales. Bajo esta lógica, las personas dejan de ser fines en sí mismas para convertirse en medios al servicio de objetivos económicos o políticos. Pero esta racionalidad no opera sola. El autoritarismo, con su tendencia a adherirse ciegamente a colectivos e ideologías sin cuestionarlas, actúa como un catalizador, otorgando un rostro de legitimidad a actos que despojan a otros de su humanidad.

El 27 de enero, Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto, es un recordatorio poderoso de cómo estas dinámicas pueden desembocar en tragedias históricas. La combinación de una planificación racional con una obediencia acrítica permitió que millones de personas fueran exterminadas bajo un sistema que disfrazaba la barbarie de civilización. Reflexionar sobre este evento no solo nos invita a recordar a las víctimas, sino también a identificar los ecos de estas dinámicas en nuestro presente.

Hace poco terminé el libro de Patrick Deenen titulado ¿Por qué fracasó el liberalismo? Y me resonaban en sus páginas algunas de las ideas de los miembros de la llamada Escuela de Frankfurt. Deneen sostiene que la visión moderna de la libertad, centrada en la autonomía individual y desvinculada de los lazos comunitarios, ha contribuido a la fragmentación social y, en última instancia, al mantenimiento de formas de violencia sistémica. Piensa que la libertad auténtica no puede reducirse a la ausencia de restricciones; debe estar anclada en la vida comunitaria y en un sentido compartido de bienestar. Para Deneen, resistir las dinámicas que perpetúan la violencia sistémica requiere redescubrir el valor de las comunidades locales. Estas comunidades, con sus relaciones basadas en la interdependencia y el compromiso mutuo, ofrecen un contrapeso necesario a las fuerzas deshumanizadoras de la razón instrumental y el autoritarismo. Este enfoque no sustituye a la educación crítica que Adorno defendía, sino que la enriquece: proporciona un marco práctico para construir sociedades más justas y solidarias.

La tarea no es sencilla. Implica no solo denunciar las injusticias visibles, sino también desmantelar las estructuras que las permiten. Exige que miremos más allá de los perpetradores individuales y centremos nuestra atención en los sistemas que hacen posibles sus actos. Si bien recordar las lecciones del pasado es necesario, no basta con la memoria: debemos actuar para construir un futuro donde la dignidad humana no sea un valor negociable.

La violencia sistémica no desaparecerá mientras sigamos aceptando las lógicas que la sostienen. Nos toca a nosotros reconocerla, nombrarla y combatirla. No basta con recordar las lecciones del pasado; debemos aplicarlas para construir un futuro donde las estructuras sociales no se levanten sobre cimientos de exclusión y deshumanización. Si no actuamos, el riesgo de que estas dinámicas se perpetúen seguirá acechándonos, disfrazado de normalidad y racionalidad. La pregunta no es si podemos cambiar esto, sino si estamos dispuestos a hacerlo.

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