
Cinco años después del inicio de la pandemia de COVID-19, hay algo que no deberíamos pasar por alto: en los momentos de mayor incertidumbre, las instituciones —por frágiles, burocráticas o lentas que sean— resultaron insustituibles. En medio del desconcierto generalizado, no fueron las plataformas digitales ni las narrativas tecnocráticas las que coordinaron la respuesta colectiva, sino estructuras tradicionales como hospitales públicos, universidades, sistemas judiciales y organismos multilaterales. A pesar de sus límites, fueron estos marcos institucionales los que ofrecieron cierta continuidad cuando lo demás parecía tambalearse.
Mayo de 2020 fue un punto clave. La Organización Mundial de la Salud decidió entonces renovar la declaración de emergencia internacional por COVID-19 (Public Health Emergency of International Concern), reconociendo que el virus no era ya un asunto nacional, sino una amenaza global que ponía a prueba la capacidad de los Estados para cooperar y responder. Ese gesto no fue solo técnico, sino profundamente político: en ese momento, quedó claro que ninguna estrategia aislada —por eficaz que fuera— bastaba frente a la abrumadora complejidad de la situación.
El filósofo italiano Roberto Esposito señaló en su ensayo Institución (2022) que la pandemia, más que un evento excepcional, fue una revelación: demostró hasta qué punto necesitamos formas de mediación institucional capaces de articular respuestas comunes ante fenómenos que desbordan la escala nacional. Su texto abre precisamente con ese ejemplo, como síntesis de por qué las instituciones, aun erosionadas, siguen siendo imprescindibles.
Desde entonces, ha quedado cada vez más claro que las instituciones no pueden limitarse a repetir sus formas del pasado. Necesitan transformarse, no desde fuera, sino desde su propio interior. Las estructuras colectivas solo perduran si son capaces de incorporar el conflicto, el cambio y la crítica como parte de su dinámica vital. Las instituciones viven si se dejan afectar por lo que las atraviesa; mueren cuando se vuelven inmunes a toda transformación.
En ese sentido, la pandemia no fue un hecho aislado. Los procesos que marcan nuestra época —el cambio climático, las migraciones, el desarrollo tecnológico— tienden a desbordar los marcos estatales. La soberanía nacional se revela insuficiente frente a dinámicas transnacionales que requieren nuevas formas de cooperación institucional. La desconfianza hacia los organismos tradicionales, por comprensible que sea, no elimina su necesidad. Por el contrario, señala la urgencia de dotarlos de mayor legitimidad, transparencia y capacidad de respuesta.
Aquí resulta particularmente sugerente el llamado teorema Maquiavelo, formulado por Étienne Balibar: el conflicto no es lo opuesto al orden, sino parte de su configuración. Las instituciones no deben suprimir la tensión social, sino estructurarla. Lejos de aspirar a la neutralización de las diferencias, su papel consiste en mediar entre posiciones divergentes y permitir una convivencia conflictiva pero sostenida en reglas compartidas.
Frente a ello, no es raro que reaparezcan con fuerza formas de pensamiento que desconfían de toda estructura, y que proponen, en nombre de la libertad o la autenticidad, abolir las mediaciones institucionales. Esposito advierte cómo en años recientes se ha reactivado una sensibilidad que oscila entre la exaltación del poder constituyente y la atracción por la pura potencia destituyente. Ambas comparten la exaltación de la inmediatez como ideal, pero olvidan que lo inmediato rara vez garantiza justicia, y que ninguna relación social puede sostenerse en el vacío de toda mediación.
La alternativa no es volver a un institucionalismo rígido ni apostar por su disolución. Se trata más bien de recuperar una idea de institución como forma viva de mediación, capaz de incorporar el disenso y de reconfigurar sus formas. Esto fue visible en las universidades que transformaron su modo de enseñar en cuestión de días, en los sistemas judiciales que enfrentaron dilemas inéditos sobre libertades y cuidados, o en los organismos multilaterales que intentaron, a pesar de todo, coordinar esfuerzos en un escenario fragmentado y desigual.
Cinco años después, conviene subrayar que no hay vida democrática sin instituciones, pero tampoco hay instituciones legítimas sin apertura al cambio. En un mundo cada vez más interdependiente, el desafío no es suprimir lo institucional, sino repensarlo: abrirlo al conflicto, a la deliberación, a lo común. Cuando los marcos de referencia vacilan —y la pandemia lo mostró con claridad—, no son las consignas ni las soluciones inmediatas las que ofrecen continuidad, sino la capacidad de las instituciones para adaptarse sin perder su función articuladora de lo colectivo.
*Académica del Instituto de Humanidades
Universidad Panamericana