
Un día despejado, la vista desde Xalapa, Veracruz es imponente: al poniente, se yergue el Cofre de Perote o Nauhcampatépetl (“montaña cuadrada” en náhuatl) y hacia el sur se divisa la serranía que conecta al macizo del Cofre con el Pico de Orizaba – y éste parece unirse con el cielo, cosa plasmada en su nombre original, Citlaltépetl, montaña de la estrella. A los xalapeños nos parece normal la vista: en el centro de la ciudad, a unos 1250 metros sobre el nivel del mar, ante nuestros ojos se yerguen unos 3000 metros: la “caja” del Cofre, que es una escarpada peña volcánica tiene 4282 metros de elevación, haciendo de ésta la octava cima más alta del país. Obviamente, el Citlaltépetl es la más elevada, con 5636 metros sobre el nivel del mar. No nos sorprende observar un muro verde de 3 kilómetros de altura, donde se quedan atoradas las nubes: esta falta de asombro, resultado de la cotidianeidad la compartimos con nuestros compatriotas que ni se inmutan al ver los volcanes –activos o extintos– desde las ciudades de Puebla o de México, Tlaxcala o Toluca, Guadalajara o Colima.
Pero si lo vemos con ojos frescos (como lo hizo Humboldt al visitar Xalapa a principios del siglo XIX), sí llama la atención esta formidable barrera – ¡tan alta que hasta las nubes atrapa! Por eso, del lado oriental de la cordillera, tenemos espesos bosques de niebla, que requieren (y evolucionaron gracias a) la humedad que al atorarse la nubosidad en las laderas, no puede pasar fácilmente al otro lado de la montaña, al altiplano, que por eso es más bien seco. Si ni siquiera las nubes son capaces de franquear esta barrera, imagínense otros entes menos etéreos: animales o plantas. Y ahora consideren que esta región de Veracruz, conocida como Las Montañas, es parte del Eje Volcánico Transmexicano o Eje Neovolcánico, cordillera que atraviesa el país completo, desde Veracruz hasta Nayarit. O sea que, para fines prácticos, hay una imponente barrera de cumbres y campos volcánicos que bisecta el país, desde el Golfo de México hasta el Oceáno Pacífico, restringiendo o limitando el paso a muchos organismos.

Para completar esta historia (y por fin llegar a los bichos del título…), hace falta considerar que hace muchísimo tiempo los continentes de Sud- y Norte América no estaban unidos entre sí, sino que pertenecían a enormes súper continentes ya no existentes, uno del sur (Gondwana) y otro del norte (Laurasia). Según la teoría de tectónica de placas, los continentes son como enormes balsas de piedra (hermosa metáfora de Saramago), que flotan y derivan sobre un mar de magma – claro, ¡a velocidades geológicas! Pero el hecho es que estos súper continentes empezaron a fragmentarse y al hacerlo, se llevaron con ellos los linajes de animales y plantas que habían evolucionado a (sus) cuestas: por ejemplo, los marsupiales y los pingüinos y otras aves no voladoras como los avestruces que son originarios de las tierras del sur y por ello pertenecen a la fauna característica del Neotrópico; y los cánidos (lobos, zorros, coyotes) o los primates que evolucionaron en el norte y que son parte de la fauna del Neártico – obviamente, lo mismo sucede con las plantas, la flora. Norte y Sudamérica se unieron hace unos 13 millones de años a través de lo que ahora conocemos como Centro América (¡otro arco volcánico!), y al conectarse las masas terrestres, los organismos empezaron a migrar en ambos sentidos, en lo que se conoce como el Gran Intercambio Biótico Americano.
En nuestro territorio convergen las dos grandes masas terrestres, y aunque el país está atravesado por el Eje Volcánico Transmexicano, algunos bichos originalmente norteños pudieron salvarlo, como los monos que ahora se encuentran por todo Centro y Sudamérica; o los camélidos, que se extinguieron en Norteamérica pero persisten en los páramos andinos: llamas, guanacos y vicuñas. Para otros organismos, atravesar la muralla volcánica está más difícil: por ejemplo, para los peces, que no pueden saltarla así nomás. Por eso, hay muchos linajes de peces que evolucionaron en la inmensa cuenca amazónica y después de nadar hacia el norte por todo Centroamérica y el sur de México, se toparon con el Eje Volcánico y hasta ahí llegaron. Para muchos organismos, animales y plantas, el Eje Volcánico Transmexicano es la frontera entre Norte- y Sudamérica – de ahí el título de esta nota: del centro de México hasta el norte del continente, hay mapaches (y otros integrantes del Neártico), y del sur del eje volcánico hasta la Patagonia hay otros linajes característicos del Neotrópico, como el de los maruspiales, que incluyen a los tlacuaches – concocidos en otras latitudes como zarigüeyas.
Claro está que la frontera biogeográfica que atraviesa nuestro país –como cualquier otra– es porosa y compleja: en su enmarañada y extensa geografía hay recovecos y huecos, tendencias y excepciones, migraciones de ambos sentidos e infinidad de mezclas y mestizajes – en buena medida la enorme riqueza y la idiosioncracia de México (¡y no solo la biológica!) viene de esta privilegiada posición, donde conviven, interactúan y se enriquecen mutuamente los mapaches y los tlacuaches.
* Red de Biología Evolutiva, Instituto de Ecología, A.C.