
En su libro The Pinnipeds: Seals, Sea lions, and Walruses, publicado en 1990, la bióloga marina Marianne Riedman escribió: “Aunque hemos aprendido mucho en los últimos años, todavía nos queda mucho por descubrir sobre las focas, los lobos marinos y las morsas, sus vidas y sus notables adaptaciones a diversas condiciones”. En esta obra, la autora presentó conocimientos fundamentales sobre la historia natural de estos animales, información que sigue siendo vigente en la actualidad. Su libro continúa siendo una de las referencias más consultadas para quienes desean conocer la biología y ecología de estos fascinantes mamíferos marinos. Sin embargo, a pesar de los avances en el estudio de su vida natural, la relación de estas especies con la historia cultural sigue siendo poco conocida.
Identificar a una foca (familia Phocidae) es sencillo si se conocen sus características principales: cuerpo fusiforme (en forma de huso), cabeza redondeada sin pabellones auriculares (orejas), grandes ojos oscuros, largos bigotes, aletas en lugar de patas y una pequeña cola. Estos mamíferos marinos son tan peculiares que los biólogos los agrupan dentro de los pinnípedos, un grupo cuyo nombre proviene del latín pinna (“aleta”) y pes/pedis (“pie”). Este grupo también incluye a las familias Otariidae (lobos marinos y lobos finos) y Odobenidae (morsas). En su libro Seals, Sea Lions, and Walruses: A Review of the Pinnipedia (1958), el naturalista Victor Scheffer los describió como “aislados, aberrantes y únicos”.
Los pinnípedos tienen un estilo de vida particular: aunque pasan gran parte del tiempo en el agua, vuelven con frecuencia a tierra firme o al hielo. Esto los diferencia de otros mamíferos marinos, como los cetáceos (ballenas, delfines y marsopas) y los sirenios (manatíes y dugongos), que están completamente adaptados a la vida acuática. Tal como Scheffer los definió, los pinnípedos son “peculiares animales anfibios que viven en la interfaz entre la tierra y el mar”. Además de una capa de grasa subcutánea (blubber), algunos pinnípedos tienen un grueso pelaje que los aísla del frío. Estas características únicas no solo los hacen fascinantes desde el punto de vista biológico, sino que también han propiciado una relación especial con los seres humanos a lo largo de la historia.
En la mayoría de los sitios en donde habitan, las focas y los humanos suelen llevar vidas separadas. Sin embargo, en ciertos lugares, sus interacciones son tan estrechas que trascienden lo individual y abarcan a comunidades enteras. Estas relaciones han dado lugar a historias de conflictos, pactos, favores e incluso tensiones entre ambas especies. Ya sea en las costas del mar Mediterráneo, en las grises y ventosas islas del Norte, en Escocia o en las regiones polares habitadas por inuit y groenlandeses, las vidas de las focas y los humanos se entrelazan en los ámbitos físico, cultural y simbólico. Estas interacciones trascienden la relación entre cazador y presa, dando lugar a una conexión profunda que ha marcado su historia compartida.
Durante la Antigüedad clásica (siglo VIII a. C. al siglo V d. C.), también conocida como el período grecorromano, las focas eran animales imposibles de ignorar para los artistas griegos y romanos. En la literatura, se les describe descansando en grandes grupos sobre rocas lisas, playas de arena o refugiándose en cuevas marinas, tal y como se menciona en La Odisea (siglo VII u VIII a. C.) de Homero. En esta obra, se narra la historia de Menelao y Proteo, el dios marino conocido como el anciano de los mares y servidor de Poseidón, quien cuidaba a grandes grupos de focas monje del Mediterráneo (Monachus monachus). Proteo las contaba con paciencia cada mañana mientras descansaban en la orilla, asegurándose de que ninguna faltara, y luego se tendía entre ellas, como un pastor cuidando a sus ovejas, en una escena que combinaba serenidad y misterio.
Según la historia, después de la guerra de Troya, Menelao quedó atrapado en la isla de Faro, en Egipto. Para ayudarlo a encontrar el camino de regreso a casa, Idotea, la hija de Proteo, le propuso un astuto plan. Menelao y sus compañeros se disfrazarían con pieles de focas recién despellejadas y se ocultarían entre los animales dormidos mientras esperaban al dios marino. Idotea les advirtió que Proteo era un cambiaformas y que, para obtener las respuestas que buscaban, debían sujetarlo con fuerza sin importar las formas aterradoras que pudiera adoptar. Esta historia, además de enriquecer la mitología griega, ha influido en el folclore de numerosos países europeos, estableciendo una conexión simbólica entre las focas y los cambiaformas.
La idea de una transición entre foca y humano ha cautivado la imaginación de muchas comunidades costeras a lo largo del mundo. Sin embargo, en ningún lugar estas historias son más abundantes que en las islas al norte del archipiélago británico. En las costas rocosas de las islas Orcadas, al norte de Escocia, donde habitan grandes grupos de focas de puerto (Phoca vitulina) y focas grises (Halichoerus grypus), los isleños han asociado a estos animales con el cuento popular de los selkies, o silkies.
Una de las baladas más tradicionales y conocidas de esta región mencionada es The Great Silkie of Sule Skerry, que relata el trágico destino de un selkie, un hombre foca, y su hijo, fruto de su seducción con una joven humana. En la historia, la joven madre, mientras mece a su bebé en la cuna, se pregunta por el paradero del padre. Tiempo después, el selkie regresa y le revela su identidad, prometiendo volver en siete años con una recompensa por la crianza de su hijo. Al cumplirse ese plazo, el selkie regresa para llevarse a su hijo y le coloca una cadena de oro para que su madre pueda reconocerlo mientras nada en las olas. Sin emabrgo, también hace una terrible predicción: la joven madre se casará tiempo después con un cazador de focas, quien en su primer disparo, acabará con la vida de ambos, padre e hijo. Esta balada ha despertado gran interés y ha sido celebrada por numerosos músicos, destacando la interpretación de la cantautora estadounidense Joan Báez en su canción “Silkie”.
Para muchas culturas, las focas han sido protagonistas del folclore, simbolizando un vínculo profundo entre los humanos y el mundo marino. Para los inuit, cuyo nombre significa “la gente” en su idioma, el inuktitut, las focas, junto con otros animales del Ártico, como las morsas, las ballenas y los osos polares (Ursus maritimus), poseen un profundo significado cultural y espiritual. A diferencia de otras culturas, los inuit no adoran dioses, sino que veneran a los espíritus de la naturaleza y a figuras mitológicas. Una de las más importantes es Sedna, conocida como la “Madre del Mar” o “Señora del Mar”. Según una de las versiones del mito, Sedna era una joven engañada por un fulmar boreal (Fulmarus glacialis), un tipo de gaviota, disfrazado de hombre. Tras prometerle un hermoso hogar, el fulmar la llevó a su casa, que resultó ser un lugar sucio, donde Sedna se vio obligada a subsistir únicamente de pescado. Su padre logró rescatarla y huyeron en su embarcación, pero cuando el ave los atacó y el mar se enfureció, él arrojó a Sedna al agua y le cortó los dedos para salvarse. Los dedos de Sedna se transformaron en focas, morsas y ballenas, mientras ella se hundió en el océano, convirtiéndose en un espíritu marino vengativo y la guardiana de la vida marina.
Según la mitología inuit, Sedna prefiere la compañía de los animales, como las focas, sobre la de los humanos, y actúa como protectora de los organismos marinos. Se dice que estos suelen enredarse en su largo cabello, y si los humanos no respetan adecuadamente a las presas que cazan, Sedna atrapa a los animales, impidiendo que los inuit puedan acceder a ellos para su sustento. En tiempos de crisis, un angakkuq (o un chamán) de la tribu entra en trance para comunicarse con Sedna, ofrecer disculpas en nombre de la tribu y peinar su cabello, liberando así a los animales marinos. Este mito no solo preserva la historia cultural de los inuit, sino que también resalta la importancia del respeto hacia los rituales y la naturaleza.
Aunque en la actualidad la caza de focas es una práctica tradicional para algunas comunidades de los inuit, en el pasado, las focas proporcionaron a esta tribu casi todo lo que necesitaban para sobrevivir: carne y grasa como alimento, aceite para cocinar, iluminar y calentar, pieles para confeccionar ropa, mantas, kayaks y cuerdas, y tendones para fabricar hilo. Además, utilizaban el estómago y los intestinos para hacer ventanas y cortinas para sus chozas, mientras que los huesos los transformaban en herramientas, anzuelos y arpones. Las poblaciones de focas pudieron soportar estos niveles bajos de caza de subsistencia, pero quedaron completamente vulnerables ante la intensa explotación comercial que se desarrolló entre los siglos XVIII y principios del XX.
Para los cazadores de focas (sealers, en inglés), existían dos grupos principales de “focas”, las cuales diferenciaban como “las focas de piel” (los lobos finos) y “las focas de pelo” (las focas verdaderas). Los lobos finos poseen una doble capa de pelaje: largos pelos externos que ofrecen protección y una capa interna de pelos finos y densos, capaz de alcanzar hasta 57,000 pelos por centímetro cuadrado. Esta capa interna atrapa el aire, lo que permite mantener la piel seca, proporcionando un aislamiento térmico efectivo en ambientes fríos. Estas características hacían que las pieles de este grupo fueran altamente valoradas en el mercado, principalmente para la confección de prendas lujosas como abrigos y sombreros. Por otro lado, las pieles de focas tenían un pelaje de baja calidad, útil solo como cuero. Las pieles de las focas se desechaban con frecuencia cuando eran cazadas para obtener el aceite de su grasa. En contraste, los cadáveres de los lobos finos se dejaban pudrir, y solo se aprovechaban sus pieles. Durante las primeras etapas de caza, las focas fueron ignoradas debido a la baja calidad de sus pieles, pero más adelante adquirieron valor por su aceite, especialmente cuando la caza de ballenas comenzó a declinar.
Durante este tiempo, las focas eran presas fáciles para los cazadores. Sin embargo, cazar elefantes marinos (Mirounga spp.), especialmente los machos adultos, no siempre era sencillo, ya que son los más grandes de todos los tipos de focas; pueden llegar a medir hasta 4 o 5 metros. En una remota isla del sur del Océano Índico, en 1817, el estadounidense William Dane Phelps (1802-1875) se enfrentó a un macho de elefante marino del sur (Mirounga leonina) y describió este encuentro en su diario: “No sabía nada acerca de los hábitos del elefante [marino]. Nunca había visto matar a uno, y ahí estaba yo... con órdenes de cazar, destazar y cocinar a una de esas enormes bestias, la más pequeña de las cuales parecía capaz de devorarme de un bocado”. Debajo de la piel de los elefantes marinos, especialmente de los machos adultos, se encuentra una gruesa capa de grasa, de hasta 15 centímetros, que los cazadores aprovechaban para producir aceite. Este valioso recurso justificaba los largos y difíciles viajes a las remotas islas donde habitaban estos animales. Los barriles de aceite obtenidos de los elefantes marinos tenían un uso similar al aceite derivado del petróleo y eran enviados a grandes ciudades como Nueva York, Madrid y Londres.
Las poblaciones de elefantes marinos del norte (Mirounga angustirostris), menos numerosas que las de su contraparte del sur, sufrieron una intensa disminución debido a la alta demanda de aceite. En 1852, el naturalista Charles Melville Scammon (1825-1911) lideró una expedición de caza a lo largo de la costa de California, recolectando en cinco meses unos 350 barriles de aceite, lo que equivaldría a entre 100 y 200 elefantes marinos adultos. Entre 1865 y 1880, solo se habían visto algunos ejemplares en la Isla Guadalupe y las Islas San Benito, en México, pero fueron rápidamente cazados hasta casi desaparecer, lo que hizo suponer que la especie se había extinto a finales de esa década. Sin embargo, en 1880, se avistó un pequeño grupo en Bahía San Cristóbal, al sur de la Isla Cedros, Baja California. Durante los cuatro años siguientes, tripulaciones de varios barcos cazaron a los 335 individuos observados en la playa.
En 1883, 80 elefantes marinos fueron cazados en la Isla Guadalupe, y cuatro más en 1884, lo que llevó nuevamente a creer que la especie había desaparecido. No obstante, en 1892, los naturalistas estadounidenses, incluido Alfred Webster Anthony (1865-1939), encontraron nueve ejemplares en la Isla Guadalupe, de los cuales siete fueron cazados para la colección del Museo Nacional de Historia Natural de los Estados Unidos de América. Anthony justificó esta acción en 1924 argumentando que, ante la aparente extinción inminente de la especie, era necesario preservar ejemplares en los museos.
A pesar de estas pérdidas, en 1922 se realizó un censo en la Isla Guadalupe, registrando 264 elefantes marinos. Ese mismo año, el gobierno mexicano declaró a la isla como reserva para la protección de los elefantes marinos y lobos finos. Este acto marcó un punto clave en los esfuerzos de conservación, pues fue el primer decreto de este tipo en México. Gracias a las iniciativas de conservación en el siglo XX, como la protección de la Isla Guadalupe, las poblaciones de pinnípedos comenzaron a recuperarse. Sin embargo, los rastros de los cazadores que explotaron estas aguas aún persisten, y hoy apenas empezamos a comprender su impacto. Joel Asaph Allen (1838-1921), zoólogo estadounidense, describió en 1880 la caza de pinnípedos en Norteamérica, señalando: “En general, son criaturas pacientes, sumisas e inofensivas para el ser humano. Por otro lado, debido al poder humano y su ambición, sin duda, cada año caen víctimas entre un millón y un millón y medio de estos animales”. Aunque las cifras mencionadas por Allen no volvieron a registrarse, la disminución en la demanda de aceite y pieles a finales del siglo XIX contribuyó al declive de la caza de focas.
La relativa docilidad y falta de temor de las focas hacia los humanos ha tenido tanto consecuencias negativas como positivas. Si bien estas características las han hecho vulnerables a la explotación, también ha facilitado relaciones únicas entre estos animales y las personas. Algunas focas llegan a domesticarse con tanta facilidad que parecen olvidar su independencia, disfrutando de la compañía humana como si fuera parte de su naturaleza. Existen numerosas historias de focas que, ya sea intencionalmente o por accidente, abandonan a sus grupos para encontrar un hogar entre los humanos. En algunos casos, estas relaciones trascienden el vínculo tradicional entre humano y mascota, donde la individualidad y la independencia del animal no se ven comprometidas. Las focas de puerto, en particular, han inspirado un profundo afecto en quienes han tenido la oportunidad de convivir con ellas.
Un ejemplo famoso es el de Hoover, la “foca parlante”, adoptada en 1971 por una pareja de Maine, EE.UU., quienes descubrieron su inusual habilidad vocal. Aunque las focas en la naturaleza poseen un rango vocal notable que incluye gemidos, silbidos y gruñidos, Hoover sorprendió al emitir frases en inglés con un marcado acento de marinero del noreste de Estados Unidos de América, que aprendió de sus primeros cuidadores. En su hogar permanente en el Acuario de Nueva Inglaterra, en Boston, era conocido por expresiones como "Hello there" o "Get down“, cautivando así a los visitantes.
Otro caso célebre es el de André, una foca de puerto adoptada en 1961 por Harry Goodridge, un buzo aficionado de Maine. Goodridge describió su fascinación por la “compañía submarina”, lo que lo llevó a establecer un vínculo único con André. Goodridge coescribió el libro “Una foca llamada André”, donde explora la dualidad en la vida de André: dividida entre sus instintos naturales como foca silvestre y su singular relación con los humanos. Aunque André era liberada por la familia Goodridge en su hábitat natural cada año, cada verano regresaba a Harry, navegando kilómetros de costa para reencontrarse con su amigo. Sus travesuras e inteligencia cautivaron la atención del público, convirtiéndola en una celebridad local. La obra tuvo tanto éxito que en 1994 fue adaptada vagamente en una película, aunque André fue representada por un lobo marino de California (Zalophus californianus).
En términos generales, los fócidos han cautivado y despertado un gran interés para los seres humanos a lo largo del tiempo. El folclore, las prácticas tradicionales, la historia de la caza y la domesticación de las focas han influido significativamente en los estudios sobre estas especies, destacando su importancia cultural y su relevancia en la conservación marina. Garantizar un futuro seguro para las focas requiere promulgar y hacer cumplir legislaciones que aseguren su protección, así como implementar medidas efectivas para conservar sus hábitats. Los esfuerzos en educación y divulgación deben enfocarse en mitigar los conflictos entre humanos y fauna, al mismo tiempo que inspirar a nuevas generaciones de investigadores comprometidos con la conservación de estos fócidos. Finalmente, involucrar y comprometer a las comunidades locales será crucial para el éxito de estas iniciativas, consolidando un esfuerzo colectivo que beneficie tanto a las focas como a los ecosistemas que habitan.
Las focas no solo representan una riqueza natural que debemos conservar, sino también el frágil equilibrio entre la humanidad y su entorno. Su historia, estrechamente vinculada a la nuestra, nos recuerda que, en sus ojos curiosos y en su vida en el hábitat natural, yace nuestra responsabilidad de preservar un legado compartido.
Therya ixmana 4(2):89-92
https://mastozoologiamexicana.com
1Centro de Investigación Científica y de Educación Superior de Ensenada. Ensenada, Baja California, México. jangelortegab@gmail.com (JÁO-B).
2Universidad Autónoma de Baja California. Ensenada, Baja California, México. yschramm@uabc.edu.mx (YS); pacheco.arlette06@gmail.com (AP-S).
*Autor de correspondencia