Academia

Inteligencia artificial o tres sencillos pasos para esclavizarse en el gobierno de lo cómodo

La IA ha definido paulatinamente que somos un cúmulo de condiciones datificables, las cuales pueden direccionar nuestras conductas y elecciones más íntimas

voces de la uam

El sujeto ha sido ahora el producto y, en el mejor de los casos, no ha pagado por ser analizado por un algoritmo.

El sujeto ha sido ahora el producto y, en el mejor de los casos, no ha pagado por ser analizado por un algoritmo.

Segundo paso. Nadie es indispensable

Más de una ocasión, cuando faltaba a alguna de mis clases en la preparatoria, ciertos profesores me indicaron rotundamente al insistir en la justificación de mi inasistencia: ¡Si usted no viene, el mundo no se detiene! La sentencia, recuerdo, me llenaba de un paradójico malestar ya que, en efecto, recordaba que mi presencia era algo irrelevante para la funcionalidad de la institución educativa, aunque ella misma funciona por los estudiantes. Esta anécdota resuena justo ahora que la maquinaria virtual desplaza la acción humana para direccionarla a una contradictoria pasividad.

Imaginemos en este momento que la presencia de un sujeto es relativamente innecesaria para el mundo de la cultura digital. Esta situación no está del todo alejada de la realidad. De hecho, la inteligencia artificial (IA) ha vaticinado nuestra puntual condición inservible o, cuando menos, nuestra reducción a una utilitaria máquina de producción de datos soft o calculados probabilísticamente. En otras palabras, la IA ha definido paulatinamente que somos un cúmulo de condiciones datificables, las cuales pueden direccionar nuestras conductas y elecciones más íntimas.

Desde luego que el uso, administración y dirección de los datos puede, desde hace ya algún tiempo, prescindir de la acción humana directa. La acumulación de sentidos, tiempos y directrices de consumo masivo ha permitido que la IA pueda elegir y casi sin ningún equívoco suponer cómo deben —o deberían— orientarse nuestras aficiones, nuestros gustos y, sobre todo, nuestra forma de conducirnos en el ocio y, cada vez más, en nuestras actividades cotidianas. El humano ha perdido su centralidad en el mundo de los datos y, en efecto, esto supone una nueva forma de entender las andanzas de la humanidad. Un sujeto, sin sujeto, como el que fue pensado por muchos de los intelectuales neoliberales que vaticinaban, erróneamente, el fin de las ideologías.

Para el ensayista francés Eric Sadin, en su libro Inteligencia artificial o el desafío del siglo, a los dispositivos electrónicos les “hemos dotado de una singular y perturbadora vocación: la de enunciar la verdad”. En otras palabras, no hay más que observar los modos de vida de las sociedades digitales o impregnadas del inevitable smartphone para cerciorarnos de dos condiciones puntuales: la primera es que no podemos hacer prácticamente nada sin ellos y, la segunda, que la intuición de los datos ha designado el camino a seguir en cualquier uso que les demos. Hasta este punto nada podría parecernos complicado. Sin embargo, esta elección determinada por la inteligencia artificial no solo facilita la existencia sino esclaviza nuestras decisiones en función de la supuesta y más atinada elección de los juicios de la inteligencia artificial. La pregunta es cuál es la dirección de esta inteligencia si está trazada por alguna gran compañía de entretenimiento o de venta de smartphones.

Edgar Miguel Juárez Salazar.

Edgar Miguel Juárez Salazar.

En este sentido, el sujeto no sólo ya no existe más que como la resolución momentánea como dato, sino ha servido de contrastación entre él mismo y sus vecinos para ser determinado por un sector de consumo. El sujeto ha sido ahora el producto y, en el mejor de los casos, no ha pagado por ser analizado por un algoritmo. Sus decisiones, en el momento de elegir esa serie que ha capturado su atención servirá, en unos pocos días, para decretar el consumo en general de personas de su edad, condición de clase, género y del lugar en donde habita.

Para el mismo Sadin, la IA queda dispuesta como un “principio técnico universal” el cual está “basado sobre una misma sistémica: el análisis robotizado —generalmente operado en tiempo real— de situaciones de diverso orden, la formulación instantánea de ecuaciones, supuestamente las más acordes”. Esas igualdades, aquellas que nos igualan enteramente al semejante son, precisamente, las que desvelan lo innecesario de la condición antropomórfica para la IA. La cuestión, en paralelo, es el uso de ésta para entender el funcionamiento de nuestros medios y lógicas de existencia y allí, precisamente, la IA nos prescribe cómo y en qué condiciones, la presencia de la humanidad podría ser mejor o mucho más robusta o elocuente.

La IA es el perfeccionamiento de lo que Robert Pfaller prescribió como las formas de delegar o facilitar la condición de vida a la maquinaria de significados que constriñe todo lo acumulado en los medios de información actuales. Pfaller llamó a todo ello interpasividad y ella tiene como efecto irrestricto que confiemos en la capacidad autónoma de los objetos y de los otros para decidir por nosotros. Esta comodidad, propia del capitalismo de nuestros días, hace que industrias como Amazon o redes como Youtube establezcan lo que merecemos ver con la tranquilidad de que la elección de la máquina es correcta. En el mismo momento, una enorme nube de promocionales aparece al acecho pues los comerciales usan también los criterios probabilísticos de consumo y los alcances de la reiteración y frecuencia de exposición.

Es de esta manera que la IA ha desplazado tenuemente la capacidad del sujeto para imbricarse con el mundo. Si bien no siempre elegimos de manera autónoma todo lo que acontece, lo cierto es que cuando menos anteriormente teníamos la posibilidad, cual Bartleby de preferir no hacerlo. El futuro de la IA no sólo es prometedor para los grandes capitales sino parece prescindir enteramente de la capacidad colectiva para dirigir las acciones humanas a diversos horizontes de posibilidad política, social, cultural, más allá de las soluciones de consumo que la IA ofrece generalmente.

Prescindir del juicio, discernimiento y crítica del sujeto ante su realidad entrega el mundo subjetivo a la más frenética dictadura de los datos o, en términos del mismo Sadin, a una data driven society, la cual muy probablemente obedecerá la dirección del endeudamiento, la marginalidad y la frecuente expansión de las minorías acaudaladas. Esto último es lo más acuciante de la IA ya que, mientras los datos gobiernen, los humanos somos un dato mercantil más del big data.

*Profesor del Departamento de Sociología y Egresado del Doctorado en Psicología Social de la Unidad Iztapalapa