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La ambición obregonista derrama sangre: la muerte de los generales Serrano y Gómez

Eran los más relevantes de la segunda generación de revolucionarios sonorenses; Serrano era el hijo político de Obregón, y Gómez el más joven de los generales formados bajo el mando obregonista.

La ambición reeleccionista de Álvaro Obregón semejaba un huracán que arrasaba todo a su paso. Muchos trabajos se había tomado para reconstruir el marco legal que impedía que un ex presidente de la República volviera a despachar en Palacio Nacional. Lo consiguió, con una mayoría obregonista en la Cámara de Diputados, y así surgió la componenda. Efectivamente, un expresidente no podía reelegirse inmediatamente después del término de su mandato, pero podía hacerlo, sin problema alguno, si transcurría al menos otra administración. Ese era, precisamente, el caso del sonorense: su paisano, Plutarco Elías Calles, estaba por acabar su gestión. ¿Por qué no iba a regresar?

Era tal su confianza en el futuro, que a sus peones del Náinari les dijo tranquilamente que se regresaba a la capital porque ya lo iban a nombrar presidente una vez más.

Pero ese regreso costó mucha sangre; sangre de gente que se había fogueado en la revolución bajo el mando del propio Obregón. Entre el general manco y quienes se atrevieron a manifestar sus aspiraciones a la presidencia, hubo alguna vez amistad, cercanía, incluso afecto.

Fueron dos los militares, hombres más jóvenes, formados en las filas obregonistas, antiguos subordinados, cuyas ambiciones, incluso, habían sido vistas con simpatía por el general manco. Se llamaban Francisco R. Serrano y Arnulfo Gómez.

Todo lo que una vez unió a Obregón con aquellos generales, quedó cubierto por el manto oscuro de la muerte en el terrible otoño de 1927.

EL ASESINATO DE FRANCISCO SERRANO: MATANZA EN HUITZILAC

Francisco R. Serrano era, prácticamente, el hijo político de Álvaro Obregón. Si éste no se hubiera empeñado en reelegirse, acaso Serrano sí hubiera llegado a la silla presidencial. Pero a fines de septiembre de 1927, la ruptura entre aquellos hombres era total y pública. El gran pecado de Serrano fue anunciar que lanzaría su candidatura.

Calles y Obregón eran conscientes de la necesidad de resolver la sucesión presidencial. En 1926 parecía que ambos generales estaban dispuestos a que otros, de entre el grupo sonorense, se perfilaran como candidatos a la Presidencia. La reelección, aquel tabú que había desatado el accidentado y violento proceso que los había encumbrado, era impensable. Por eso, Ambos militares consideraron que el general Serrano era el más adecuado para convertirse en un candidato presidencial.

Empezó el fogueo del elegido. Parecía que todo estaba más que conversado. A Serrano, se le envió, en “viaje de estudio” a Europa, a fin de familiarizarlo con la alta diplomacia y las estructuras militares de otros países. Al menos, esa fue la versión “oficial”.

Las malas lenguas aseguraban que, en un intento por crearle una imagen pública “limpia”, a Serrano se le sacaba del país para que su afición a las juergas desapareciera de los chismorreos políticos. Las mismas malas lenguas afirmaban que, incluso, Serrano había sido obligado a viajar con su esposa, Amada, y tenía prohibido establecerse en París. El viaje del militar inició en octubre de 1924 y terminó cuando se embarcó para México en mayo de 1926.

Se firmó un “Acuerdo privado provisional”, fechado en febrero de 1926, donde Obregón se comprometía “solemnemente” a no aspirar a la presidencia y dejarle el campo libre a su antiguo pupilo. Parecía que todo iría sobre ruedas y que la transición se daría pacíficamente. El problema es que Álvaro Obregón cambió de parecer. Serrano intentó negociar, convencer por las buenas al ex presidente empeñado en regresar.

Conciliador, Serrano propuso un “pacto de caballeros”. Recibió una respuesta brutal: “Yo te creía inteligente, Serrano; si en México no hay luchas de caballeros: en ella, uno se va a la presidencia y el otro se va al paredón”. No había más que decir. Uno de los dos moriría en la carrera por la Silla.

La ruptura fue inevitable: Serrano arrancó su campaña y criticó abiertamente las ambiciones reeleccionistas de Obregón. Inicialmente, apoyaron a Serrano el Partido Nacional Revolucionario, el Partido Socialista de Yucatán, el Centro Antireeleccionista y la Alianza de los Partidos Antireeleccionistas de los Estados. Pero, poco a poco, la conveniencia política modificó la balanza de fuerzas. El lanzamiento oficial de la candidatura de Obregón detonó una desbandada de leales, quienes vieron más por su sobrevivencia.

Con todo, Serrano seguía siendo un rival de consideración. Era el líder, junto con Arnulfo Gómez, de una generación que también exigía su cuota de poder. Incluso, lanzó un manifiesto con su ideario político, donde lo primero que hacía era descalificar con fuerza la reforma constitucional que facilitaba las ambiciones de Obregón; prometía un seguro obrero y un “fácil acceso a la tierra”, y aspiraba a una relación de amistad, “con dignidad”, con los Estados Unidos.

Plutarco Elías Calles intervino a favor de Obregón. Obligó a la dirigencia del Partido Laborista a manifestar su lealtad al expresidente, a pesar de que la asamblea y las bases se inclinaban por Serrano e incluso se declaraban antiobregonistas.

Serrano alcanzó a hacer una breve campaña. Cundió el rumor de que él y Gómez conspiraban para levantarse en armas contra Calles, pensando que no habría elecciones limpias.

Si era cierto o no, Calles y Obregón no esperaron a comprobarlo. Sacaron a Gómez de la jefatura de Operaciones Militares en Veracruz, se le invitó a irse del país con un cargo diplomático, pero él rehusó. Aún creía que él también tenía posibilidades en la carrera por la presidencia.

Los hechos se desencadenaron con rapidez. El 2 de octubre de 1927 se efectuaron maniobras militares en los llanos de Balbuena que dieron credibilidad a los rumores de asonada. Serrano aún no estaba convencido del peligro que corría: se fue a Cuernavaca, con unos pocos amigos, a celebrar el día de San Francisco.

Allí fueron detenidos y conducidos a la ciudad de México. En el castillo de Chapultepec se había decidido su destino: morirían antes de llegar a la capital.

Acusados del delito de rebelión, Serrano y sus acompañantes fueron bajados de los autos en las cercanías de Huitzilac, donde murieron baleados sin juicio alguno.

La anécdota cuenta que, cuando Álvaro Obregón vio el cadáver de Francisco Serrano, habló, bulonamente, de la “cuelga” que el militar había recibido por su santo. Incluso, se dice que agregó: “Ay, Pancho, ¡mira cómo te dejaron!”

DE BRILLANTE PROMESA MILITAR A PERSEGUIDO: ARNULFO R. GÓMEZ

Exactamente un mes después de la matanza de Huitzilac, fusilaban en el cementerio de Coatepec, en Veracruz, a Arnulfo Gómez, el más joven de los sonorenses, y, como Serrano, candidato antirreeleccionista, que había hecho un fuerte campaña.

Para Gómez, el desastre que culminaría con su muerte comenzó el primer día de noviembre de 1927 en su casa de la calle de los Arquitectos, en lo que hoy es la colonia San Rafael de la ciudad de México. Gómez preparó, con José Villagómez, su asistente, el equipaje que enviaría a diferentes domicilios de gente leal. Dejó a sus seguidores más cercanos con el encargo de pasear y dejarse ver por las avenidas importantes de la capital. Él, entretanto, salió hacia Perote, donde se reuniría con su amigo y compadre, el general Lucero.

En auto, se dirigió al estado de México. Allí tomó el tren interoceánico para llegar a Veracruz. La crisis política había estallado: Gómez era ya abierto enemigo del general Álvaro Obregón. Todo era ya muerte y violencia. Francisco R. Serrano tenía 28 días de asesinado en Huitzilac, y Arnulfo R. Gómez sabía que corrían horas muy oscuras: “¡Yo no volveré de esta aventura!” le dijo a sus colaboradores. No solo era una despedida: era la certeza de su destino.

La tradición asegura que Gómez era casi alumno distinguido de Calles y de Obregón. Una anécdota cuenta que don Plutarco había sido su maestro de primeras letras. A los 16 años Gómez trabajaba ya de mecánico en la mina de Cananea y participó en la célebre huelga. Se uniría primero al Partido Liberal Mexicano y después, a la revolución maderista, en abril de 1911, como soldado raso. Fue escalando el escalafón militar en los años azarosos de la revolución. En 1920, fue uno de los sonorenses que secundaron el Plan de Agua Prieta. Entre diciembre de 1922 y julio de 1924, tuvo el mando militar de la ciudad de México,

No cabía duda de que era uno de los hombres cercanos a Calles y a Obregón. Se le sabía eficaz y confiable. En 1921 recibió el encargo de reorganizar al ejército mexicano y diseñar mecanismos de disciplina.

Gómez, hasta donde se sabe, se aplicó a conciencia al encargo. Llegó a fundar una revista militar, “Marte”, que circularía durante años, financiada por la entonces secretaría de Guerra y Marina, y con la que se intentaba llevar, a los soldados mexicanos, textos breves de carácter formativo. Su desempeño fue reconocido en 1923 por el entonces presidente Obregón, quien, incluso, dio instrucciones para que se creara la “Copa General Arnulfo R. Gómez” como premio de excelencia para los triunfadores de concursos de ejercicios de Infantería y Artillería. Todo indicaba que el general Gómez, era uno de los personajes señalados como un fuerte candidato a la presidencia de la República, y así suceder a Calles.

Pero Obregón, al promoverse como candidato, trastocó un plan que él mismo había creado: no sería Gómez, no sería Serrano. Era él, general victorioso que ya había probado el poder presidencial, quien gobernaría nuevamente. Además, se la tenía guardada a Gómez: una versión oral refiere que el joven general recibió la instrucción de asesinar a Adolfo de la Huerta en 1923, a lo cual se rehusó.

El proceso electoral marchaba como se esperaba. En enero de 1927, Gómez había sido designado candidato del Partido Nacional Antirreeleccionista, y había desarrollado una campaña que, además de su propia plataforma de propuestas, había desarrollado una dura crítica a las ambiciones políticas de Álvaro Obregón. El sonorense de 36 años se enfrentaba a su antiguo superior, que tenía 51. El enfrentamiento fue inevitable.

El 28 de junio, Gómez lanzó una propuesta: si Obregón renunciaba a sus ambiciones reeleccionistas y retiraba su candidatura, él y Serrano harían otro tanto. Pero Obregón nunca respondió a la oferta. Gómez se reunió con Serrano, y acordaron mantener una defensa común del principio de no relección. Pero sus acuerdos ya no importaban, porque Obregón y Calles ya habían decidido frenar cualquier oposición.

Soltaron los rumores de que Gómez encabezaría una rebelión. Era factible: tenía peso y prestigio entre los generales mexicanos. Cuando asesinaron a Francisco Serrano, Arnulfo Gómez optó por trasladarse a Veracruz, por su propia seguridad. Había pedido licencia y vestía de civil. Así lo apresarían.

Las tropas del gobierno lo persiguieron. Gómez, débil y enfermo –se asegura que había sido envenenado por gente de Obregón- fue cercado el 4 de noviembre en las cercanías de Teocelo y trasladado a Coatepec, donde fue objeto de un juicio sumario y fusilado en el cementero de esa población veracruzana.

DOS TUMBAS EN EL PANTEÓN FRANCÉS

Entregado el cuerpo de Serrano a su familia, lo sepultaron en el Panteón Francés de la Piedad. Después del fusilamiento de Gómez, se resolvió traer su cuerpo a la capital, aunque su familia había escapado a Los Ángeles. En un acto de valor y desafío, Vito Alessio Robles ofreció su casa de la colonia Roma para velar el cadáver, que también fue sepultado en el Panteón Francés de la Piedad.

La furia de Obregón arrasó todo a su paso: también murieron aquellos sospechosos de ser serranistas o gomistas. En Pachuca, fusilaron al general Arturo Lazo de la Vega; en Zacatecas, los generales Alfredo Rodríguez y Norberto A. Olvera; en Torreón el general Agapito Lastra; y, en Chiapas, el gobernador provisional, Luis P. Vidal, y el diputado Alfonso Paniagua.

En la capital, en la prisión military y de Santiago Tlatelolco, murieron, también fusilados, el ex general José Morán y el coronel Enrique Barrios Gómez; en Ures, Sonora, los generales Alfonso de la Huerta y Barón Medina; en la Escuela de Tiro, el general de brigada Alfredo Rueda Quijano. Algunas fuentes estiman en 300 los asesinados, acusados de participar en asonadas comandadas por Gómez o por Serrano. De la matanza de Huitzilac, solamente alcanzó a salvarse un gomista que estaba por casualidad, casi, en el grupo de los acompañantes de Serrano: Francisco J. Santamaría.

Tanta sangre resultó gratuita, porque el general Álvaro Obregón nunca volvió a sentarse en la silla presidencial.