Opinión

Extravagancias santaannistas o el sepelio de la pierna de un Presidente

Extravagancias santaannistas o el sepelio de la pierna de un Presidente

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

La escena debió ser muy extravagante: todo el gobierno mexicano, las Fuerzas Armadas organizadas para desfile y, como de costumbre, cientos de curiosos, se dirigían en masa al cementerio de Santa Paula en aquel septiembre de 1842.  Pero no se había muerto nadie ni se preparaba una conmemoración luctuosa. O… tal vez sí… en parte.

Aquel mitote tenía por objetivo inhumar en el panteón, uno de los más visitados en la capital del país, nada menos que la pierna del presidente de la República, Antonio López de Santa Anna, que llevaba casi cuatro años convertido en lo que hoy definiríamos como “discapacitado”, y que en la primera mitad del siglo XIX era simplemente “cojo”. Pero el general decidió que importaba, y mucho, que el país entero comprendiera cuánto le había dado a su patria, a grado tal que no le importaba quedar mutilado en una acción de guerra. La independencia y la libertad nacionales bien valían una pierna más o una pierna menos, y se sentía satisfecho de su material aporte a las mejores causas nacionales. Pero en 1842,  Santa Anna consideró que ese gesto de supremo heroísmo y sacrificio le ganaría puntos ante los ciudadanos si lo hacía evidente y público, y ordenó que fueran a exhumar su pierna, que, convenientemente embalsamada, había sido enterrada en los terrenos de Manga de Clavo, su hacienda veracruzana.

Así se hizo, y el ilustre despojo fue trasladado a la Ciudad de México. Sería reinhumada nada menos que en el panteón de Santa Paula, grande y concurridísimo, porque casi todo el que habitase en la capital tenía un pariente que aguardaba ahí la llegada del juicio final. Las instrucciones fueron precisas: la pierna sería colocada en una urna, y la urna en un monumento.

Seguramente la ocurrencia fue recibida con desconcierto por muchos de los capitalinos, y la prensa crítica de Santa Anna, que se hallaba en su segunda presidencia, después del estupor inicial, se dio vuelo burlándose de la presidencial puntada. Lo que ocurrió después, si no hablara de ese “país de un solo hombre” que fue el México santaannista, pudo haber sido el argumento de una ópera bufa.

Se eligió el 27 de septiembre, aniversario de la consumación de la Independencia, para realizar la peculiar reinhumación. Para los malquerientes de Santa Anna, cuando vieron el tamaño de la procesión cívica que se organizó para llevar al panteón lo que quedara de la pierna del Presidente, la risa inicial se convirtió en desprecio y en irritación.

¿Cuál era la causa? La movilización, exagerada por donde se le quiera ver, para depositar en Santa Paula “la reliquia” del Presidente: se armó un enorme cortejo, donde participaron los niños de las escuelas de primeras letras —que seguramente no tenían la menor idea del fandango en el que estaban participando—, los cadetes del Colegio Militar, el Estado Mayor del Presidente, y una considerable cantidad de batallones. Como cada uno de los cuerpos militares tenía una banda, que también marchó ejecutando diversas piezas del repertorio militar, el estruendo debió escucharse en la mayor parte de la que entonces era una pequeña ciudad. No contento con todo esto, Santa Anna hizo que se sumara al cortejo todo su gabinete y los funcionarios de mayor rango del Gobierno.

Con todo esto, ya se había formado un muy importante contingente, engrosado por cientos de curiosos del pueblo: honrados trabajadores, artesanos, mujeres humildes, chinas laboriosas y los infaltables desharrapados y burlones léperos, encobijados para no exhibir sus desnudeces por las calles, se sumaron al extravagante recorrido.

Pero si la prensa crítica creyó que con el recorrido tenía Santa Anna —y su pierna— más que suficiente, se equivocó por completo. No podía concretarse el ritual honorífico sin un buen discurso. De manera que, a nombre de la Junta Patriótica de la Ciudad de México, don Ignacio Sierra y Rosso, amigo cercano del Presidente, y su apoderado, para lo que gustara mandar, pronunció una oración fúnebre que, a decir de los periódicos de esos días, conmovió profundamente el alma del general presidente.

Por razones que el honorable público no comprendió, don Ignacio Sierra manifestó en su discurso que se sentía con el pecho inundado de “una alegría y un júbilo inexplicables”. No faltó, seguramente, quien levantara una ceja, cuando el exaltado orador planteó que a él, en lo personal, le hubiera gustado “cubrirse de luto y derramar ardientes lágrimas sobre los despojos del Héroe” –se refería a la pierna. Pero no lo hacía, porque al ver al general Santa Anna vivito y coleando, ahí mirando su pierna, inflamado con el amor de su patria, no le quedaba a él, humilde orador afortunado, sentir cómo, en su alma, “renacía el júbilo”.

Quienes criticaron el espectáculo no vacilaron en calificar el discurso del señor Sierra y Rosso como una muestra brutal del más despreciable servilismo. Porque don Ignacio, empeñado en quedar muy, pero muy bien con el Presidente, no vaciló en comparar a Santa Anna con el espartano Leónidas que se enfrentó a Jerjes en las Termópilas. Aseguró que, con la sangre derramada el día que perdió la pierna, Antonio López de Santa Anna había comprado “el amor de los mexicanos todos” y se había hecho merecedor “de las coronas cívicas, que no queman la frente como las diademas de los reyes”.

“Héroe del Panuco”, agregó el emocionadísimo Sierra y Rosso, “tu nombre durará hasta el día en que ese sol se apague”. Cuando el pobre hombre bajó de la tribuna, cumplido su encargo, estaba muy, pero muy contento. Tanto, que  mandó a imprimir con don Antonio Díaz, que tenía su negocio en la Calle de las Escalerillas 7, su discurso completo.

LAS AVENTURAS DE UNA PIERNA. Antonio López de Santa Anna se había acostumbrado a la falta de la pierna. El afamado médico Miguel Muñoz, con una larga carrera que se remontaba a los tiempos de las guerras de Independencia, diseñó para él una prótesis con la que se sintió razonablemente a gusto. De esas piezas tuvo varias, pero la que hizo Muñoz fue su preferida.

Pero la ambivalente relación que Santa Anna siempre tuvo con el pueblo hizo que el monumento, la urna y la pierna fuesen arrasados dos años después, durante un violento tumulto en protesta y rebeldía al gobierno santaannista. Una muchedumbre enfurecida despedazó el monumento, y arrastró la pierna embalsamada en un extraño desquite. Corrían detrás de los profanadores, que arrastraron la pierna por las calles, muchachos y perros, armando un mosaico tan extraño como el que había llevado la pierna, primero homenajeada y luego escarnecida, al panteón de Santa Paula. ¿Dónde quedó? Nadie lo supo decir.

Santa Anna pasaría sus últimos días escuchando a farsantes que le llevaban cualquier despojo con apariencia de humano, y que, le aseguraban, era su pierna extraviada.

bhmorsa@yahoo.com

Las prótesis que se hicieron a Santa Anna fueron muy famosas, y fue un médico mexicano, el prestigiado doctor Miguel Muñoz, quien las fabricó.