Opinión

“Cuidemos a los niños”, pensaron los virreyes… y prohibieron volar papalotes en México

“Cuidemos a los niños”, pensaron los virreyes… y prohibieron volar papalotes en México

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Aves enormes con las alas extendidas; el monstruo de moda o el convencional rombo de colores, con una larga cola. Tales eran y son las formas usuales de las cometas o papalotes, que, usos científicos aparte, se han considerado, desde que llegaron a estas tierras, artilugios con los que se puede pasar un buen rato de esparcimiento. Pero tiempos hubo en que hablar de cometas era casi mencionar trebejos del diablo, peligrosos para el que, entusiasmado, aplicara su ingenio y sus energías en elevarlo hasta los cielos.

Miremos hacia atrás: al reino de la Nueva España. Haya sido por los barcos que venían de Europa, donde ya se conocía, o, como tantas otras cosas que llegaron de oriente, por la ruta marítima comercial que comunicaba el puerto de Acapulco con las Filipinas, y por extensión con China y Japón, los papalotes, hacia el siglo XVII, ya eran considerados un entretenimiento infantil. De hecho, era un recurso sencillo y barato: se necesitaba una madeja larga, muy larga de cordel, y una figura de papel y alambre que imitara a los cometas —y habría que pensar si darle esa forma no era un modo de combatir, de conjurar, el oscuro miedo que le inspiraba a la gente la aparición de esos fenómenos astronómicos.

Hasta aquí, nada parece inquietante. En la Nueva España se le nombra “papalote” a estos juguetes, y hay quien dice que la palabra viene del náhuatl papalotl, que significa “mariposa”, en un ejercicio de ingenio que tiene mucho de poético. Los prosaicos, que nunca faltan, piensan que el papalote mexicano es una variación del “papelote”, término que, en España, también se usa para designar al juguete.

Pero hay una diferencia importante, importantísima: mientras que en Europa se vuelan cometas en los sitios de recreo y en el campo, es decir, en espacios abiertos, en las poblaciones novohispanas no era raro que los chiquillos empinasen papalotes ¡en la azotea de sus casas! o en la vía pública.

Estos hábitos causaron no pocas tragedias, porque los niños, absortos en su propósito de elevar los papalotes, no se daban cuenta cuando llegaban a la orilla de la azotea, y la historia terminaba con una caída desde una altura considerable, o con un atropellamiento. En ambos casos, el niño o la niña llevaba las de perder: el novohispano era un mundo donde mil peligros podían segar la existencia de los pequeños. Una enfermedad contagiosa, un alimento en mal estado, un caballo desbocado, una pilmama (nana) descuidada, mandaban al otro mundo, con desagradable frecuencia, a los niños, para consternación y duelo de los padres.

Pero ni por esas desaparecían las malas costumbres que, en vano, varios  virreyes de la Nueva España intentaron erradicar.

CAÍDAS Y TRAGEDIAS. Con el otoño llegaban los cielos claros y los vientos juguetones: era y es la época perfecta para volar papalotes. En ese documento delicioso que es el Diario de Sucesos Notables, de Antonio de Robles, que consigna hechos curiosos, sobresalientes y dramáticos ocurridos entre 1665 y 1703, aparecen algunas menciones a niños muertos por caer de las azoteas. ¿la causa? el empeño de volar papalotes. La primera víctima que consigna De Robles es un muchachito mulato: es octubre de 1684, y el chamaco, que vive en la casa de un prebendado de la Catedral (probablemente hijo de una sirvienta), don Juan Millán de Poblete, vuela su papalote en la azotea. Una distracción y el chiquillo cae y muere al estrellarse contra el piso.

Varios años más tarde, en 1700, ocurre otro accidente: un chico de 12 años, criado del provisor, juega, en la azotea con una cometa. En este caso, el muchacho distraído sobrevive, aunque no se libra de un buen batacazo. Menos suerte tiene, al año siguiente, Martín de Ganza, que trabajaba como asistente de un encomendero. La historia se repite: por andar “detrás de un papalote”, Martincillo se estrella contra el suelo, al caer desde la azotea de la casa de su patrón, en la muy importante calle de Donceles. No muere en el acto; su agonía dura una semana, y al fallecer lo llevan a enterrar al convento de San Francisco.

Y LOS SEÑORES VIRREYES ENTRARON EN ACCIÓN. Escandalizados por el trágico destino de los chiquillos descuidados que morían por las lesiones causadas por feas caídas, fueron varios los virreyes que se empeñaron en prohibir la costumbre —que ahora, a la distancia nos parece ridícula y carente de toda lógica— de volar papalotes en las azoteas de las residencias novohispanas.

El primero —naturalmente— fue el muy moderno don Antonio María de Bucareli, en octubre de 1774. El bando que emitió prohibiendo la fea combinación papalotes-azoteas, no era exclusiva para los niños; también se dirigía a los adultos que, no teniendo nada mejor o más productivo qué hacer, empinaban cometas desde lo alto, o, en su defecto, desde balcones, ocasionando numerosos disgustos y problemas.

Pero los novohispanos no hicieron el menor caso del bando del señor virrey, y las muertes infantiles “por papalote” siguieron ocurriendo. Es de suponerse, que, al menos en este caso, el virrey Bucareli dejó por imposibles a los súbditos del reino. La terquedad y el descuido de los padres de familia o de los amos de las casas, hicieron que a lo largo de los años, se emitieran media docena de bandos, prohibiendo volar papalotes en las azoteas. Esos seis bandos fueron ignorados de una manera que aún hoy resulta escandalosa, por la población de la Nueva España.

Después de una triste racha de accidentes, ocurrida en 1797, otro virrey, el marqués de Branciforte, preocupado, se autonombró “tutor público” de los habitantes del reino, y sumó el regaño a la prohibición. Al marqués le parecía terrible que por un pasatiempo tan pueril se perdiesen vidas que podrían ser de gran utilidad para el reino.

La muerte del pequeño Esteban Rosas, de siete años, ocurrida en 1799, en la casa, nada menos, que del fiscal del Protomedicato, el prestigioso médico y catedrático don José de Gracida y Bernal, demostró que el bando contra los papalotes era letra muerte pese a los esfuerzos de los señores virreyes, porque no era un caso aislado; el de Esteban era un caso notorio porque el accidente había ocurrido en la casa de un personaje de la capital del reino. Pero con el otoño y los vientos, venían los tristes casos de los fallecimientos por volar papalotes.

El salto al siglo XIX y el surgimiento de los movimientos independentistas no acabaron con las muertes por papalote. El virrey Berenguer, en noviembre de 1802, resucitó el bando con la prohibición, insistiendo en que ni las azoteas ni las plazas de las ciudades eran adecuadas para entretenerse con un cometa, porque el que no estaba en riesgo de partirse la cabeza al caer, podía morir atropellado por un carruaje, distraído con su juguete, es decir, papaloteando.

Los virreyes de la era independentista, a saber Venegas, el mismísimo Calleja y el virrey Apodaca, tuvieron que ocuparse también del tema. En 1810 y en 1811; en 1814 y en 1816, estos ilustres caballeros volvieron sobre el tema, hicieron  circular la prohibición y nadie les hizo caso. Se terminaba el siglo XIX y, de vez en cuando, se escuchaba de otro caso de descuido y terquedad. En principio, se trata de una mala, muy mala costumbre, que, por fortuna, ahora es solamente un recuerdo.