Opinión

El Fondo de Cultura Económica y la Diplomacia Cultural de México

No es un despropósito afirmar que el Fondo de Cultura Económica (FCE) –creado en 1934 en la antesala del sexenio del presidente Lázaro Cárdenas– representa el instrumento más exitoso, longevo y sólido del Estado mexicano para el despliegue de su diplomacia cultural, la pieza mayor de nuestro poder suave.

Cuartoscuro

A lo largo de ya casi nueve décadas, el FCE resume en su gigantesco catálogo de autores mexicanos e internacionales –clásicos y contemporáneos, occidentales o de otras latitudes, en lengua española o traducidos de diversas lenguas– la condición cosmopolita y diversa de la cultura mexicana, y su diálogo permanente con otras escuelas del pensamiento y de la creación universal.

Su influencia en el paisaje intelectual iberoamericano del siglo XX y XXI no es menor que el aporte de sus libros a las bibliotecas y centros universitarios del mundo entero donde se estudia a México y a los mexicanos.

Más aún, es posible afirmar que hay un rostro cultural de Iberoamérica delineado y reflejado en la monumental obra editorial que fundó –acaso sin sospechar sus alcances– Daniel Cosío Villegas, y que en ese sentido el FCE es un instrumento que le ha dado identidad, proyección y un lugar propio en la cultura de nuestro tiempo no sólo a México sino a Iberoamérica en su conjunto, es decir, un agente activo para el despliegue diversificado de una suerte de diplomacia cultural regional y panamericana, de la que se han beneficiado muchos otros países a los que nos hermana la lengua, la historia y la cultura.

Hacer el recuento exhaustivo de estas aportaciones se antoja casi imposible. Baste decir –por sólo citar un ejemplo– que la historia del pensamiento marxista en Latinoamérica resultaría inexplicable sin las traducciones de El Capital y otros textos clásicos en alemán que hizo para el catálogo del FCE el español refugiado en México Wenceslao Roces, “El traductor de Marx”, como lo expresó alguna vez Octavio Paz, subrayando el pronombre en singular del traductor Roces.

El FCE, como un instrumento de nuestra diplomacia cultural, dio un paso adelante cuando en 1945 –justo al final de la Segunda Guerra Mundial– abrió su primera oficina filial en Buenos Aires. Seguirían Santiago de Chile en 1954, Lima en 1961, Madrid en 1963 –a despecho del franquismo que no tuvo más remedio que tolerarlo–, Caracas y Bogotá en 1974 y 75, San Diego California en 1990, Sao Paulo en Brasil al año siguiente, Guatemala en 1995, Quito en 2015 y, según se ha informado, Cuba y Bolivia contarán dentro de poco con sendas filiales del Fondo. En algunos casos estas oficinas cuentan además con librerías y centros culturales que en su conjunto constituyen un cuerpo más articulado y sólido, incluso de mayor potencial y capacidad de influencia, que la inestable red de institutos culturales de la cancillería mexicana, siempre a la espera de mejores partidas presupuestales.

De manera un tanto inexplicable no se ha logrado hasta ahora articular en un mismo esfuerzo el enorme despliegue internacional del FCE con las tareas cotidianas de nuestra diplomacia cultural a través de las Secretarías de Relaciones Exteriores y de Cultura.

Ha sido y es una posibilidad desperdiciada a lo largo de las décadas. No obstante, una nueva oportunidad se presenta con motivo del lanzamiento de la colección “21 para el 21”, que en días pasados el FCE entregó a la cancillería mexicana para su distribución en las representaciones diplomáticas de México.

Se trata de la impresión masiva de más de dos millones de ejemplares de 21 títulos del FCE para su distribución gratuita en todo el país, y que ahora también llegarán por centenares a las embajadas y consulados de México. Toca ahora a nuestras representaciones diplomáticas multiplicar su impacto y encontrar maneras novedosas de aprovechar esta donación.

Crear círculos de lectura entre las comunidades de mexicanos en el extranjero, donar algunas de estas colecciones a las librerías públicas o de las universidades, organizar seminarios escolares a partir de algunos de sus títulos, concursos de reseñas para el público lector más joven, quizá lograr que esta misma colección circule en formato digital para enriquecer las páginas electrónicas de nuestras embajadas y consulados, crear audiolibros colectivos con las voces lectoras de los representantes de nuestras diáspora, son apenas algunas de las acciones que podrían realizarse aprovechando este nuevo impulso.

No obstante su pertinencia, la colección “21 para el 21” es dispareja en más de un sentido: 14 títulos de autores frente a 7 de escritoras mexicanas, privilegia los textos de historia mexicana, crónica y novela (con 15 de sus 21 títulos) y margina al ensayo, a la poesía y a la dramaturgia a los seis restantes. En 16 casos son obras del siglo XX y en 5 del siglo XIX, pero el siglo XXI y sus nuevos autores no están representados.

Entiendo que para su integración privaron no sólo criterios de representatividad y equilibrio entre estos diversos rubros, sino que también se eligieron aquellos títulos cuya reedición y distribución gratuita resultaba permisible en términos de derechos de autor. El resultado, en cualquier caso, es una nueva invitación a los actores de nuestra diplomacia cultural en el exterior para que aprovechen al máximo esta herramienta de promoción, un paso al frente que recupera lo mejor de la vocación cultural del Estado mexicano y su proyección en el exterior, más allá de sexenios, filias y fobias.