Opinión

Secuestro de lo público

Ofrecer una definición de corrupción es, probablemente, uno de los retos más importantes a los que se enfrentan los tratadistas del tema y ni qué decir de los gobiernos que, normalmente no atinan si quiera a ofrecer un concepto. La entonces novedosa Ley General del Sistema Nacional Anticorrupción publicada en julio de 2016, adolecía -como adolece ahora- de una conceptualización de corrupción y, a mi entender, debe ser muy complejo regular una materia, un objeto de estudio, un fenómeno o cualquier cosa sin siquiera partir de su noción más básica o elemental, su naturaleza primigenia que permita comprender qué es o en qué consiste ese algo que se combate.

Particularmente si de disposiciones jurídicas se trata, una de las primeras obligaciones del trabajo legislativo debería ser la de hacerlo con precisión y claridad, de tal suerte que los destinatarios de la norma tengan certeza de cuáles son las conductas reguladas y el sentido de tal regulación; algunas seguramente están permitidas, pero otras tantas serán prohibidas. Nadie puede luchar contra lo que se desconoce y, si se hace en tales circunstancias, el resultado de tal contienda será probablemente el de la derrota del ignorante. No me imagino qué tan útil o tan completa sería una Ley General de Salud sin una definición de salud o una Ley Federal del Trabajo sin señalar lo que es trabajo. Algo similar ocurre, dicho sea de paso, con los códigos penales que tampoco disponen de una definición de delito y, para superar esa deficiencia, en las Facultades de Derecho empleamos todo un semestre lectivo para intentar arribar a esa comprensión.

Prácticamente cuatro años después de la emisión de la Ley General del Sistema Nacional Anticorrupción, el 29 de enero de 2020, el Comité Coordinador aprobó la Política Nacional Anticorrupción y, a través de ella, finalmente pudimos acercarnos a una idea de corrupción entendida como un orden social que privilegia modos de interacción e intercambio basados en el particularismo y el favoritismo. No estoy seguro de si el concepto “orden” sea el más afortunado para referirse a un fenómeno ligado a una poderosa y esencial carga de desvalor. En una de las múltiples acepciones de la palabra en cuestión, encontramos que se trata de la colocación de las cosas en el lugar que le corresponde o la buena disposición de las cosas entre sí. No creo que de eso trate la corrupción. Pienso que más que un orden se trata de un desorden o descomposición, como acertadamente refiere la Política Nacional Anticorrupción, en modos de interacción que privilegian el particularismo.

Cuartoscuro

Esto del particularismo es especialmente relevante porque, en una especie de subcultura popular, parece prevalecer la equivocada idea de que la corrupción existe sólo cuando ésta ocurre en proporciones épicas, o cuando es descubierta de forma flagrante, o cuando la comete algún servidor público de importancia y esto, dese luego, es una autocomplaciente y sesgada conclusión.

La corrupción es un comportamiento social, pero personal, es decir, de un individuo que captura cuestiones, decisiones, derechos, posiciones, atribuciones y/o el ejercicio de recursos públicos, para fines particulares, sirviéndose así de lo público para lo privado. Eso, lo público, que por definición nos corresponde a todos, que debe estar a nuestro servicio, se convierte en objeto de apropiación para satisfacer intereses o necesidades privadas.

Tal distracción o disposición indebida se traduce en la desnaturalización de lo público. Un secuestro consumado que privatiza lo social. El servidor público sigue sirviendo, pero a intereses diversos a los de la sociedad con quien tiene un deber inquebrantable que ha quebrantado, haciendo del servicio público uno sólo nominalmente por la pérdida de su esencia pervertida.