
En México a veces nos cuesta comprender la cruda realidad que se esconde tras la palabra “pobreza”. Más incomprensible resulta el triste hecho de que en pleno siglo veintiuno existan millones de desprotegidos cuyas vidas están expuestas a desastres naturales sin deberla ni temerla, o transcurren en una lucha diaria por sobrevivir.
Los desastres naturales y de origen humano causan anualmente enormes pérdidas humanas y económicas, en parte debido a problemas de coordinación entre las diversas dependencias del Estado mexicano. Las fuerzas armadas se encargan de la seguridad personal del Presidente de la República mediante un órgano técnico militar denominado Estado Mayor Presidencial. Esa estructura data del año 1824, pero en un Estado del siglo 21 la gran mayoría de las emergencias nacionales son de origen natural o humano, y no necesariamente tienen que ver con la seguridad personal del Presidente. La mayoría de las naciones modernas han instituido un órgano en el ámbito de gabinete, que se ocupa permanentemente de las cuestiones de seguridad nacional. Naturalmente las fuerzas armadas están representadas en este órgano, pero también lo están los institutos que mantienen el orden público, la Secretaría de Relaciones Exteriores, los encargados de la prevención de desastres y los científicos. Las sesiones son presididas por el Mandatario y la función de este órgano de seguridad nacional es asistir y asesorar al Presidente en materia de seguridad nacional y política exterior. Dicho órgano sería el principal mecanismo de coordinación de que dispone el Ejecutivo para unificar y armonizar las políticas entre las diversas dependencias del gobierno en caso de emergencia.
En el caso reciente de las inundaciones que afectaron principalmente al estado de Tabasco, es fácil observar el impacto negativo que ha tenido la falta de coordinación entre dependencias federales, estatales y privadas. La vulnerabilidad de Tabasco a las inundaciones no era un misterio para los especialistas pero no había un plan de emergencia, mucho menos de tipo preventivo. Existen numerosos antecedentes de tipo internacional que podían haberse aplicado con tiempo para la regulación de los ríos Grijalva y Usumacinta. El proyecto denominado Autoridad del Valle del Tennessee, uno de los más conocidos, data de 1933 cuando el presidente Franklin D. Roosevelt firmó la ley correspondiente. Esta empresa descentralizada, similar a nuestra CFE, posee actualmente ingresos propios por 10,000 millones de dólares anuales y es la principal abastecedora de energía eléctrica de Estados Unidos. Es autónoma y autofinanciada, y opera 45 presas, tres plantas nucleares y 11 plantas generadoras a gas. En una década logró domar el río Tennessee gracias a la construcción de un canal navegable, acabó con las inundaciones, y desterró la pobreza de una región económicamente atrasada sumida en el subdesarrollo. Gran parte de la población del estado de Tennessee subsistía con ingresos diarios inferiores a tres pesos mexicanos, y un treinta por ciento padecía malaria.
Hay varios ejemplos similares en el mundo, que podríamos imitar con provecho. Pero es indispensable comenzar a prevenir este tipo de desastres, y no nada más en Tabasco. Yo vivo en el Distrito Federal y me preocupa la posibilidad de un desastre similar o peor, que podría convertir el lema del gobierno local en una siniestra profecía. Me refiero a la posibilidad de que la naturaleza nos obligue a mover la capital del país a otra región. Un reciente informe de la Comisión Nacional del Agua (Conagua) sobre el equilibrio hidrológico en la cuenca del Valle de México, basado en diversos informes del Instituto de Ingeniería de la UNAM, señala que se espera una inundación que abarcaría una zona de 165 km2 (desde Ciudad Azteca hasta la colonia Roma, incluyendo el Centro Histórico, Ciudad Nezahualcóyotl y todo el oriente de la ciudad). Esto se debe a que el promedio anual de lluvia ya supera el total de evaporación y drenaje, y el hundimiento anual de la ciudad en esa zona es de un metro por década. Ya estamos a diez metros por debajo del nivel del lago de Texcoco y la capacidad instalada de bombeo es insuficiente para prevenir una gran inundación.
La inundación de 1629 duró cinco años, en una época en que no se hablaba de cambio climático y la población de la ciudad de México era muy inferior a la actual. Cuando se acabó la inundación quedaban apenas trescientas familias en la ciudad. Hoy estamos hablando de tres millones de refugiados que tendría que atender el DF, nada más de Neza y de la zona oriente. El Zócalo quedaría anegado, como también la zona del Congreso de la Unión. Pero dicho informe de Conagua no considera la posibilidad de que la situación se complique con nuevos desastres —epidemias y sismos— que obligarían al desalojo de los Poderes de la Unión.
Los desastres son siempre inesperados. Ocurren en el peor momento y de la peor manera. No es cuestión de “mala suerte”: tiene que ver con la etimología misma de desastre. Se trata de una conjunción de factores adversos, que antes se atribuía a los astros. La sabiduría popular insiste en que “si todo va a salir mal, saldrá peor” (Ley de Murphy). Hoy sabemos que los sistemas complejos tienden a degradar fuentes de energía libre, para producir entropía. Se trata de un resultado estadístico, y no siempre sale todo mal: pero nadie se acuerda de las veces cuando todo salió bien. Por eso es necesario estar preparado.
En México podrá no existir actualmente un gran programa de investigación interdisciplinario y científicamente estructurado sobre desastres. Nuestros filósofos se ocupan de cuestiones más profundas. Nuestros militares manejan un excelente plan de emergencias llamado DN-3, que ha comprobado funcionar bastante bien después de un desastre. No se han ocupado de aspectos de prevención. Los sismólogos sabemos que va a ocurrir un sismo importante, y que es probable que afecte a la ciudad de México, pero no existen escenarios detallados que permitan que las autoridades tomen decisiones, que hacen mucha falta.
A mi modo de ver, habría que pensar en un sismo que coincida con una gran inundación en el Distrito Federal. Un temblor con epicentro en Coyuca, magnitud 8, con efectos totalmente diferentes al sismo de 1985, me parece un escenario verosímil para comenzar. El sismo golpearía donde más nos duele, en el abdomen blanduzco de esta ciudad: la Condesa, Zona Rosa, Izazaga, La Merced. Esta vez el Zócalo no se libra. El subsuelo reblandecido por las lluvias nos jugaría una mala pasada.
Según los cálculos publicados por Conagua, en el DF cae 2.5 veces más agua de lluvia de la que
se consume, y el 72.6% de la que consumimos se bombea del subsuelo. Estas cifras no me espantan, porque son similares a las que hemos tenido por muchos años. Lo que me preocupa es la falta de alternativas y de matices en la visión de Conagua. La solución que proponen cuesta 48 mil millones de pesos en el curso del presente sexenio. Yo dudo que el proyecto sea el único posible, e incluso pienso que no es el menos caro ni el mejor. Recuerdo muy bien la impresión que tuve a principios de los años setenta al bajar en elevador a la obra del Emisor Central, un viaje de más de quince minutos a una obra faraónica. Había que caminar kilómetros por túneles enormes, entre ríos de agua que se precipitaban desde numerosas grietas en el concreto. Esas filtraciones eran inevitables porque la profundidad era de más de doscientos metros. Existía una tremenda presión hidráulica. Apenas estábamos en la etapa de construcción y los túneles ya hacían agua a raudales. ¿Era la solución más lógica? ¿Por qué tan profundo? Ni pensar en un mantenimiento razonable. ¿No sería mejor revisar las experiencias del pasado antes de recomendar más de lo mismo? El agua se desperdicia sin reflexión ni medida.
El tema debería discutirse en el Consejo Nacional de Seguridad, si es que cabe la participación de científicos.
* Miembro del Consejo Consultivo de Ciencias de la Presidencia de la República (CCC)
* Investigador Emérito del Instituto de Geofísica de la UNAM
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