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China, el dragón ya despertó

El salto chino hacia el progreso es algo más que espectacular y admirable. Es, sobre todo, envidiable.

(La Crónica de Hoy)

El salto chino hacia el progreso es algo más que espectacular y admirable. Es, sobre todo, envidiable.

“Mira, cuando veníamos a China hace diez o quince años, las calles eran un enjambre de bicicletas, todos vestían igual, con ese uniforme entre gris y azul, se veían tristes y se quedaban viendo nuestros coches, nos miraban los zapatos en silencio... y ahora es al revés: nosotros contemplamos admirados sus amplias avenidas congestionadas de carros nuevos y de buenas marcas, nos quedamos viendo sus tenis, sus cámaras digitales, los jardines, sus rascacielos...”, nos dice Miguel Torruco, presidente de la Asociación Mexicana de Hoteles y Moteles, de visita en estas tierras.

Y sí, el progreso que se observa en esta ciudad apabulla a cualquier visitante: sólo en el trayecto de nuestro hotel a la Plaza de Tiananmen, que es decir unos tres o cuatro kilómetros, contamos 76 grúas que trabajan en la construcción de edificios gigantescos, de refinada arquitectura.

En Beijing los rascacielos aparecen de un día para otro, como hongos después de la lluvia.

La histórica Plaza de Tiananmen, varias veces más grande que el Zócalo de la ciudad de México, aún es presidida por el retrato de Mao Tse Tung. El “sabio timonel”, el “sol rojo”, fue pintado con una leve sonrisa.

Pero si hoy viviera, de seguro que por esos pómulos protuberantes rodarían un par de lágrimas.

O el tenue rubor que pintaron en sus mejillas sería algo más intenso.

Por Tiananmen pasan cientos de miles de chinos que cada fin de semana la usan como lugar de paseo y de acceso a la “ciudad prohibida”, donde están los palacios de los antiguos emperadores chinos.

Es un Chapultepec a lo grande, con algunas diferencias: no hay un solo papel tirado en el piso. Y la gente viste bien, con ropa de marca, y los retratos familiares se toman con cámaras que son el último grito de la tecnología.

Mao, desde lo alto de la plaza, justo enfrente de su mausoleo donde se le conserva más como reliquia histórica que como emblema de veneración política, no sólo ve eso, sino también contempla el triunfo del capitalismo como método para sacar a China de la pobreza y convertirla en lo que nuca fue: una potencia económica mundial.

La “revolución cultural”, el “gran salto hacia delante”, impulsados por Mao Tse Tung, fueron un fracaso. Los esfuerzos por destruir el sistema capitalista internacional no trajeron bienestar a la población, sino al contrario.

El país comenzó a conocer el progreso cuando cambió completamente de rumbo. El golpe de timón ocurrió con la revolución capitalista impulsada por Den Xiao Ping, y su frase que rubricó el cambio irreversible de China: “Enriquecerse es glorioso”.

Las legendarias hambrunas de este país, en que morían cientos de miles y hasta millones por falta de alimentos en una mala cosecha, quedaron atrás.

Con las reformas económicas llevadas a cabo por el gobierno comunista para poner al país en la órbita capitalista, China es hoy otro país: tan sólo en los primeros siete años de reformas, 1990-97, los ingresos medios de la población crecieron en 60 por ciento, y los precios se han mantenido estables. Hoy esos ingresos se han vuelto a multiplicar.

Se trata de un enriquecimiento acelerado y hasta cierto punto increíble: en estos escasos 14 años, 300 millones de chinos pasaron de ser clase media pobre, a clase media alta, con ingresos que en su nivel más elevado superan los 100 mil dólares anuales.

Es decir, estamos hablando de que en una década y media, en China se creó un mercado de consumidores con buena capacidad adquisitiva, más grande que todo el mercado de Estados Unidos.

Hoy, en casi la totalidad de los hogares urbanos de este país hay televisión a colores. Cuatro de cada cinco hogares en las ciudades tienen refrigerador y lavadora automática. El 90 por ciento de los chinos urbanos son dueños de su casa, lo que indica que en ese rubro —como en tantos otros— ya dejaron atrás a Japón, donde el 61 por ciento de sus habitantes es propietario del lugar donde vive, de acuerdo con datos publicados por Foreign Affaires.

Más de 200 millones de hogares chinos cuentan con televisión por cable, lo que de inmediato lo pone como el principal mercado mundial para la TV-cable.

China también es el número uno del mundo en el mercado de telefonía celular, ya que se encuentran en uso alrededor de 250 millones de aparatos y las ventas crecen mensualmente a razón de dos millones de teléfonos.

El número total de líneas telefónicas fijas es superior a los 400 millones, pues su crecimiento se ha multiplicado por noventa en 15 años.

China lleva alrededor de una década con un crecimiento económico cercano al diez por ciento anual.

Sus exportaciones pasaron de cuatro mil 600 millones de dólares al año, a 380 mil millones de dólares anuales.

Sin tener un centímetro de frontera con Estados Unidos, China ya desplazó a nuestro país como segundo exportador a la Unión Americana. Incluso sus exportaciones globales serán iguales a las de Japón el próximo año y van a ser el doble en el 2010.

Y un último dato que por su simbolismo nos dejó fríos: en 10 años China construyó 147 aeropuertos.

¿Cómo hizo China?, se preguntaban empresarios mexicanos asistentes a la reunión binacional que se celebró la semana anterior en esta capital.

Y la respuesta es sencilla, al menos en el papel: reformas.

A diferencia de México, hizo la tarea completa. Las reformas que en México no se han hecho, aquí ya se hicieron.

Abrieron su economía. El Estado privatizó casi todas sus empresas.

Se cambió la Constitución para permitir la propiedad privada.

La energía eléctrica la producen empresas privadas.

La petroquímica también es privada aunque el Estado es quien vende la gasolina.

China importa gran parte del petróleo que consume, lo refinan compañías privadas extranjeras y así y todo el costo de la energía para las empresas y para los ciudadanos es apenas la tercera parte de lo que pagamos los mexicanos.

La iniciativa privada da empleo a más del 80 por ciento de la fuerza laboral de todo el país.

“Pero hay mucho desempleo”, dicen los críticos del proceso chino.

Es cierto: la privatización de empresas del Estado ha provocado que ocho millones de chinos pierdan su empleo cada año.

Pero esa pérdida de empleos en las empresas públicas se compensa en parte con los ingresos provenientes de la inversión extranjera directa: 500 mil millones de dólares anuales.

Sí, 500 mil millones de dólares anuales provenientes de empresas multinacionales que llegan al país comunista más grande del mundo, mientras a México, frontera con Estados Unidos y dueño de un Tratado de Libre Comercio con ese país y con Canadá, sólo llegan 10 mil millones de dólares al año como inversión extranjera directa.

“¿Y la pobreza? ¿Qué me dices de la pobreza en el campo?”, se inquiere con incredulidad.

También es cierto... pero cada vez es menos cierto.

En 1978 habían 250 millones de chinos en situación de indigencia, con ingresos anuales inferiores los 687 yuanes, que es decir unos 20 centavos de dólar al día.

Hoy sólo hay 30 millones de chinos en esa situación.

Y existe otra capa de 90 millones de pobres que viven con menos de cien dólares anuales.

Sí, hay pobreza en el campo, pero cada vez menos. El Estado invierte cerca de mil 500 millones de dólares anuales en programas de subsistencia, nos informa Wei Zhong, director de Cooperación Internacional de la Oficina para la Superación de la Pobreza.

Y se destinan otros dos mil 300 millones de dólares a apoyar actividades productivas de los sectores pobres del campo. Cada provincia del este —donde se concentra el desarrollo de China— financia proyectos en el oeste rural.

—O sea, ¿ustedes están superando la pobreza y llegando al desarrollo no por la vía de la igualdad ni de luchar contra el capitalismo, sino por la ruta de la desigualdad y bien insertos en el capitalismo global? —preguntamos al poderoso ministro de Asuntos Civiles, Li Xueju, el equivalente al secretario de Gobernación en nuestro país.

Las reformas iniciadas por Den Xiao Ping llevan a que primero se enriquezca una parte de la población y luego eso derrama a la otra. “La experiencia nos ha demostrado que esta es la vía correcta. Imponer la igualdad total lleva a la pobreza total de la sociedad”.

—Pero ¿dónde está el límite para el enriquecimiento?

—No hay límites ni debe haber límites para ser multimillonario —contesta con seguridad al cabo de una comida en su despacho, compuesta por diez platillos diferentes —cada uno más rico que el otro—, más el postre.

Y remata: “En China queremos que los ricos sean cada vez más ricos y que los pobres se esfuercen por ser ricos”.

Afuera, por los costados de la Plaza de Tiananmen, los automóviles no dejan de circular. Audi, Mercedes Benz, BMW, Nissan, Jaguar, Jetta, Passat, manejados por chinos que hasta hace poco se jugaban la vida y enfrentaban el frío, la nieve, el viento y el calor en bicicletas.

Y en lo alto, el retrato de Mao.

Si esto resulta, pensamos, los chinos tendrán que poner otro rostro en lugar del “sabio timonel”. El de Adam Smith.

(Mañana: Shanghai, la locura)

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